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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (35 page)

BOOK: La corona de hierba
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Llegado casi a la altura del banco de los tribunos, giró sobre sus talones, mirando hacia las puertas.

—Dentro de las fronteras de Italia nos damos codo con codo con hombres y mujeres afines, incluso de la misma raza en muchos casos. Hombres y mujeres que han alimentado a nuestras tropas y pagado tributos durante no menos de cuatrocientos años y que han participado en nuestras guerras compartiendo los gastos. Oh, sí, de vez en cuando se han sublevado, han ayudado a nuestros enemigos o han protestado por nuestra política. ¡Pero ya han sido castigados por esos delitos! ¿Se les puede reprochar que deseen ser romanos? Esa es la cuestión. No por qué quieren ser romanos, ni por qué ha surgido ese repentino aluvión de declaraciones falsas. ¿Merecen realmente nuestro reproche?

—¡Sí! —gritó Quinto Servilio Cepio—. ¡Sí! ¡Son inferiores! ¡Son nuestros súbditos y no nuestros iguales!

—¡Orden, Quinto Servilio! ¿Siéntate y guarda silencio o abandona esta Cámara! —tronó Craso Orator.

Con paso que le permitía conservar la dignidad fisica, Cayo Mario giró en un círculo pleno, con el rostro cada vez más contorsionado por una amarga sonrisa.

—¿Creéis saber lo que voy a decir, verdad? —inquirió para toda la Cámara, lanzando una carcajada—. Estáis pensando: «Este Cayo Mario, el itálico, va a recomendar que Roma se olvide de la
lex Licinia Mucia
y que se deje a esas decenas de miles de nuevos ciudadanos inscritos en el censo.» ¡Pues bien, padres conscriptos —añadió, elevando sus enmarañadas cejas—, os equivocáis! No soy partidario de eso. Igual que vosotros, no soy partidario de que nuestros sufragios sufran detrimento alguno permitiendo que se mantenga en el censo a hombres que hayan vulnerado los principios legales de inscripción. Me inclino por que la
lex Licinia Mucia
proceda con esos tribunales de encuesta como han previsto sus eminentes redactores, pero hasta cierto punto. ¡Sin pasarnos de ese punto! Todo falso ciudadano debe ser borrado de los rollos del censo y expulsado de las tribus romanas. Pero nada más. ¡Nada más! ¡Os advierto solemnemente, padres conscriptos,
Quirites
que escucháis a las puertas, que en cuanto apliquéis las sanciones a esos ciudadanos espúreos con el consiguiente éxodo de cuerpos, hogares, bolsas y futuros descendientes, recogeréis una cosecha de odio y venganza como jamás se ha conocido! ¡Cosecharéis muertes, sangre, pobreza y un rencor que durará milenios! ¡No aprobéis lo que los itálicos han intentado hacer, pero no los castiguéis por intentarlo!

Muy bien dicho, Cayo Mario, pensó Druso, aplaudiendo al unísono con algunos otros. Pero la mayoría no aplaudía y de afuera llegaban murmullos, indicando que los que escuchaban en el Foro no estaban de acuerdo con tanta clemencia.

—¿Puedo hablar? —dijo Marco Emilio Escauro, levantándose.

—Podéis, portavoz de la Cámara —contestó Craso Orator.

Aunque él y Cayo Mario eran de la misma edad, Escauro, príncipe del Senado, no conservaba la misma actitud joven, pese a la simetría de rostro. Las arrugas que lo surcaban se hundían en la carne y su calvo cráneo también estaba arrugado. Pero conservaba jóvenes sus hermosos ojos verdes, sanos, alerta y luminosos. Y de inteligencia sin par. Sin embargo, aquel día no estaba en vena de su inveterado y admirado sentido del humor; aquel día tenía las comisuras de los labios crispadas hacia abajo. El también caminó por la Cámara hacia las puertas, pero allí dio la espalda a los senadores para mirar la muchedumbre de afuera.

—Padres conscriptos del Senado de Roma, soy vuestro portavoz, debidamente confirmado por nuestros actuales censores. Estoy en el cargo desde el año de mi consulado, hace veinte años exactamente. Soy un consular que ha sido censor, y he dirigido ejércitos y firmado tratados con nuestros enemigos y con quienes se manifestaron como amigos. Soy un patricio de la familia Emilia, pero, por encima de todo eso, por loable y prestigioso que sea, ¡soy un romano!

»Me resulta curioso tener que coincidir con Cayo Mario, que se ha definido como itálico. Pero dejadme que os repita lo que ha dicho al principio de su parlamento. ¿Es realmente un delito desear ser romano? ¿Querer formar parte de una raza que
domina
en lo más notable del orbe? ¿Querer pertenecer a una raza que puede dar órdenes a reyes con la seguridad de que se cumplen? Como Cayo Mario, yo os digo que no es un crimen desear ser romano. Pero en lo que diferimos es en el énfasis de tal afirmación. No es delito quererlo, pero sí es delito
hacerlo
. Y yo no puedo consentir que los que hayan escuchado a Cayo Mario caigan en esa trampa. Esta Cámara no se ha reunido para compadecer a los que desean lo que no tienen. Esta Cámara se ha reunido para discutir ideales, sueños, anhelos y aspiraciones. Estamos aquí para hablar de una realidad: la usurpación ilegal de la ciudadanía romana por decenas de miles de hombres que no son romanos, y que por consiguiente no tienen derecho a llamarse romanos. Que quieran serlo no es óbice. La cuestión estriba en que esas decenas de miles de hombres han cometido un grave delito, y en que nosotros, guardianes del legado de Roma, no deberíamos tratar ese grave delito como una falta menor, merecedora tan sólo, simbólicamente, de un palmetazo.

Tras estas palabras, se volvió de cara a la Cámara.

—¡Padres conscriptos, yo, portavoz de la Cámara, apelo a vosotros en tanto que auténticos romanos para que aprobemos esta ley con todo el poder y la autoridad que os están conferidos! De una vez por todas hay que acabar con esa pasión itálica por ser romanos; hay que erradicarla. ¡La
lex Licinia Mucia
debe incluir las más duras sanciones que se hayan inscrito en las tablillas! ¡Y no sólo eso! Creo que deben asumirse las dos sugerencias hechas por Cayo Mario, enmendándola para que las incluya. La primera enmienda, ofreciendo una recompensa por cualquier información tendente al descubrimiento de falsos romanos, con cuatro mil sestercios, el diez por ciento de la multa. De ese modo, nuestro Tesoro no tendrá que rebuscar y obtendrá el dinero de los culpables. Y os digo que la segunda enmienda debe estipular que un destacamento de milicia armada acompañe a esos equipos de jueces conforme se efectúan las comparecencias ante los tribunales que establezcan. El dinero para el pago de esos soldados temporales puede también proveerse con las multas que se cobren. Por consiguiente, con toda sinceridad, doy las gracias a Cayo Mario por sus sugerencias.

A continuación, nadie supo con certeza si había sido el final de la intervención de Escauro, pues Publio Rutilio Rufo se puso en pie gritando:

—¡Concededme la palabra! ¡Tengo que hablar!

Escauro, que ya estaba sentado, asentía con la cabeza.

—Ese pobre Escauro ya no es ni la sombra de lo que fue —dijo Lucio Marcio Filipo a sus vecinos de asientos—. Nunca había aprovechado el parlamento de otro para estructurar el suyo.

—Yo no lo encuentro nada mal —comentó Lucio Sempronio Aselio, que estaba a su izquierda.

—Ya no es el mismo —insistió Filipo.


¡Tace
, Lucio Marcio! —dijo Marco Herenio, que estaba a su derecha—, quiero oír a Publio Rutilio.

—¡Cómo no! —dijo con sorna Filipo.

Publio Rutilio Rufo no optó por caminar por el centro de la Cámara e inició su discurso de pie junto a su escabel plegable.

—¡Padres conscriptos,
Quirites
que escucháis afuera, oíd, os lo ruego! —comenzó a decir y, encogiéndose de hombros, hizo una mueca—. No confío demasiado en vuestro buen sentido, y por ello no creo que logre disuadiros de la opinión de Marco Emilio que es hoy la de la mayoría de vosotros. Sin embargo, lo que voy a deciros no puede omitirse y debe oírse para que en el futuro quede constancia de su prudencia y justicia. Porque os aseguro que así será en el futuro.

Efectuó un carraspeo y tronó:

—¡Cayo Mario tiene razón! Lo único que debe hacerse es eliminar a los ciudadanos falsos de las listas y de nuestras tribus. Aunque soy consciente de que casi todos vosotros, ¡y yo me incluyo!, consideráis a los itálicos una especie distinta a los auténticos romanos, espero que tengamos suficiente sentido común para entender que no por eso son simples bárbaros. Son gentes refinadas, sus dirigentes son personas extremadamente cultivadas, y básicamente llevan la misma vida que nosotros los romanos. ¡Por consiguiente, no se les puede tratar como a bárbaros! Los tratados que tenemos con ellos datan de varios siglos y durante siglos han colaborado con nosotros. Tienen parentesco de sangre con nosotros, como ha dicho Cayo Mario.

—Sí, desde luego, con Cayo Mario sí —comentó burlón Lucio Marcio Filipo.

Rutilio Rufo se volvió a mirar al ex pretor, enarcando las cejas.

—Muy perspicaz en hacer ese distingo —dijo con voz dulce— entre parentesco de sangre y parentesco conseguido con dinero. De no haber hecho ese distingo se te habría relacionado con Cayo Mario como una ventosa, ¿no es cierto, Lucio Marcio? ¡Porque en lo que a dinero respecta, Cayo Mario tiene más relación contigo que tu propio
tata
! ¡Porque juro que antaño a él le has pedido mucho más dinero que todo el que tu
tata
haya podido darte! Si el dinero fuese como la sangre, tu también serías víctima de la misma rémora que los itálicos, ¿no es cierto?

La Cámara estalló en carcajadas, aplausos y silbidos, mientras Filipo enrojecía, deseando que se le tragara la tierra.

—¡Os ruego que consideremos más seriamente las previsiones penales de la
lex Licinia Mucia
! —prosiguió Rutilio Rufo, volviendo al tema—. ¿Cómo vamos a azotar a gentes con las que hemos de convivir y a las que exigimos soldados y dinero? Aunque algunos miembros disolutos de esta Cámara se permitan hacer aseveraciones sobre otros miembros de la misma en cuanto a sus orígenes, yo me digo ¿tan distintos somos de los itálicos? Es lo que digo y es lo que someto a vuestra consideración. Es mala cosa que un padre críe a su hijo a base de palizas cotidianas, pues cuando ese hijo sea mayor detestará a su padre y no lo querrá ni lo admirará. Si azotamos a nuestros afines itálicos de la península, tendremos que convivir con gentes que nos odiarán por nuestra crueldad. Si impedimos que obtengan la ciudadanía, tendremos que coexistir con gentes que nos odiarán por nuestra presunción. Si los arruinamos con multas infamantes, tendremos que coexistir con gentes que nos odien por nuestra codicia. Si los expulsamos de sus casas, tendremos que convivir con gentes que nos odien por nuestra insensibilidad. ¿Cuál es la magnitud de ese odio? Mucho más, padres conscriptos, de lo que podemos permitirnos de unas gentes que viven en las mismas tierras que nosotros.

—Entonces, abrumémoslos más aún —terció Catulo César en tono de hastío—. Abrumémoslos para que no les quede ningún sentimiento. Es lo que merecen por robar el mejor obsequio que puede ofrecer Roma.

—¡Quinto Lutacio, intenta comprenderlo! —suplicó Rutilio Rufo—. ¡Se lo apropian porque no se les concede! Cuando alguien roba lo que juzga que le corresponde, no lo llama robo, sino recuperación.

—¿Cómo se puede recuperar lo que en principio no se tiene?

—De acuerdo —replicó Rutilio Rufo, dándose por vencido—, he intentado haceros ver la imprudencia de infligir sanciones severas a las gentes entre las cuales vivimos, que habitan al linde de nuestras carreteras, y que constituyen la mayoría del populacho en las zonas en que se hallan nuestras villas campestres y tenemos nuestras fincas, esas gentes que muchas veces cultivan nuestras tierras si no somos lo bastante modernos para emplear mano de obra esclava. No diré nada más respecto a las consecuencias de castigar a los itálicos.

—¡Gracias a todos los dioses! —dijo Escipión Nasica con un suspiro.

—¡Trataré ahora de las enmiendas sugeridas por nuestro príncipe del Senado… no por Cayo Mario! —dijo Rutilio Rufo, haciendo caso omiso del comentario—. ¡Y permitid que os diga,
princeps Senatus
, que recoger la ironía de otro para construir la tesis propia no es buena retórica! Si no andáis con más cuidado, la gente empezará a decir que perdéis facultades. En cualquier caso, es comprensible que resulte difícil encontrar palabras conmovedoras y poderosas para exponer algo que no se cree de corazón, ¿no es cierto, Marco Emilio?

Escauro, levemente ruborizado, no contestó.

—No es costumbre romana institucionalizar la delación pagada, como tampoco es costumbre romana emplear guardaespaldas —prosiguió Rutilio Rufo—. Si comenzamos a hacerlo con arreglo a las cláusulas de la
lex Licinia Mucia
, estaremos demostrando a nuestros compatriotas itálicos que les tenemos miedo. ¡Demostraremos a nuestros compatriotas itálicos que la
lex Licinia Mucia
no está hecha para castigar los delitos, sino para aplastar una amenaza potencial denotada por nuestros compatriotas itálicos! ¡Y, por pasiva, demostraremos a nuestros compatriotas itálicos que pensamos que ellos pueden soportarnos mucho mejor de lo que nosotros los soportamos a ellos! Medidas tan severas y medios tan poco romanos como son delatores pagados y guardaespaldas, son señal de un profundo temor y no haremos sino exponer nuestra debilidad, padres conscriptos,
Quirites
, no nuestra fuerza! Quien se siente realmente seguro no va por ahí con una escolta de ex gladiadores ni mirando hacia atrás cada cuatro pasos. Quien se siente realmente seguro no ofrece una recompensa por información sobre sus enemigos.

—¡Bobadas! —replicó con desdén Escauro, príncipe del Senado—. Emplear delatores pagados es de sentido común. Eso aligerará la descomunal tarea de los tribunales especiales, que tendrán que juzgar a decenas de miles de transgresores. ¡Cualquier medio que sirva para abreviar y aligerar el proceso es conveniente! En cuanto a las escoltas armadas, son también de sentido común para impedir las manifestaciones y prevenir disturbios.

—¡Escuchad, escuchad! ¡Escuchad, escuchad! —se oyó por toda la Cámara entre aplausos.

Rutilio Rufo se encogió de hombros.

—¡Ya veo que hablo para oídos sordos… lástima que haya tan pocos de vosotros que sepan leer el movimiento de los labios! Otra cosa más y concluyo. Si empleamos a delatores, diseminaremos una plaga en nuestra querida patria que nos agobiará durante décadas. Será una plaga de espías, pequeños chantajistas, terribles sospechas entre amigos y parientes, pues en toda comunidad hay siempre alguien que, por dinero, hace lo que sea, ¿no es cierto, Lucio Marcio Filipo? Desataremos esa brigada repugnante que trabaja furtivamente en los pasillos de palacio de los reyes extranjeros y que siempre aparece entre las estructuras en los regímenes basados en el miedo o cuando se aprueba una legislación represiva. ¡Os ruego que no deis suelta a ese repugnante ejército! Seamos lo que siempre hemos sido: ¡romanos! Inmunes al miedo y por encima de esos recursos propios de reyes extranjeros. Eso es todo, Lucio Licinio —añadió, sentándose.

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