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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (32 page)

BOOK: La corona de hierba
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Finalmente, está el asunto de mi anillo. Su condición de herencia de familia de los Livios es de dominio público y es mejor que desistas de reclamarlo.

Selló la carta y la envió inmediatamente con un criado al nuevo domicilio de Cepio: la casa de Lucio Marcio Filipo. Despedido con un puntapié, el mensajero regresó desconsolado a informar a Druso que no había respuesta. Druso esbozó una leve sonrisa, recompensó con diez denarios al esclavo, se arrellanó en la silla y cerró los ojos, imaginándose regocijado a Cepio reconcomido de rabia. Sabía que no habría que acudir a los tribunales. Y, a pesar de quien fuese realmente hijo el pequeño Quinto, oficialmente seguiría siendo de Cepio y heredero del oro de Tolosa. Su sonrisa aumentó, refocilándose en la idea de que el pequeño acabara siendo un Servilio Cepio pelirrojo, de cuello, piernas y brazos largos, y narigudo. ¡Buen premio para un infame que pegaba a su esposa!

Poco después fue al cuarto de los niños y dijo a su sobrina Servilia que saliera al jardín. Hasta aquel día, realmente no se había fijado en la niña si no era para sonreírle de pasada, hacerle una caricia en el pelo, darla de vez en cuando un obsequio o decirse que era un poco taciturna y que nunca sonreía. ¿Cómo podía Cepio negarle la paternidad? Era el vivo retrato de su padre: una bestezuela vengativa. Druso era de la opinión de que los niños no debían ver ni oír las cosas de los mayores, y el comportamiento de aquella mañana le había horrorizado. ¡Una niña malvada y chivata! Bien habría merecido que Cepio hiciera con ella lo que se proponía, desheredándola.

Estando en estas reflexiones, al ver que Servilia salía del cuarto de los niños y cruzaba el jardín camino de la fuente, puso cara de enfado y mirada glacial.

—Servilia, puesto que te entrometiste en la reunión que teníamos los mayores esta mañana, creo conveniente informarte personalmente de que tu padre ha decidido divorciarse de tu madre.

—¡Ah, bien! —exclamó Servilia, satisfecho su honor—. Recogeré mis cosas y me iré con él.

—No, porque él no te quiere —replicó Druso marcando las palabras.

La niña se puso tan pálida que, en circunstancias normales, Druso habría temido por ella y la habría sostenido, pero sabiendo cómo era se limitó a verla tambalearse. No se desmayó, sino que se irguió y su rostro se puso carmesí.

—No te creo —replicó—. ¡Mi
tata
no me haría eso, lo sé!

—Si no me crees —dijo Druso encogiéndose de hombros—, ve tú misma a verle. No está muy lejos; vive en casa de Lucio Marco Filipo, unas casas más allá. Ve y pregúntaselo.

—Lo haré —dijo Servilia poniéndose en camino, seguida de la niñera.

—Déjala, Estratonice —dijo Druso—. Acompáñala y cuida de que vuelva.

Qué desgraciados son todos, pensó Druso, quedándose junto a la fuente. Y qué infeliz sería yo si no tuviera a mi querida Servilia Cepionis y a nuestro hijito… y el que está por venir. Su estado de contrición se estaba disipando, desplazado por el empeño de hacer saber a Servilia que su padre la repudiaba. Luego, conforme el débil sol fue calentando sus huesos y fue olvidando el ajetreo de la jornada, su sentido de justicia se impuso y volvió a ser Marco Livio Druso, abogado de los engañados. Pero nunca abogado de Quinto Servilio Cepio, por muy engañado que estuviera.

Cuando Servilia volvió, seguía sentado junto al soleado y cristalino chorro que brotaba por la boca del escamoso delfín, con los ojos cerrados y plácida expresión.

—¡Tío Marco! —chilló la niña.

—Hola —dijo él, abriendo los ojos y forzando una sonrisa—. ¿Qué ha pasado?

—No me quiere, dice que no soy hija suya, que soy hija de otro —respondió la pequeña, enfurruñada.

—¿Lo ves, por qué no me creías?

—Porque estás de parte de ella.

—Servilia, no puedes tener esa inquina a tu madre. Es ella la perjudicada, no tu padre.

—¡Cómo dices eso! ¡Ella tenía un amante!

—Si tu padre hubiese sido más bueno con ella no lo habría tenido. Un hombre nunca debe pegar a su esposa.

—Debería haberla matado, no pegarle. Es lo que habría hecho yo.

—Oh, vete de mi vista, niña horrenda! —exclamó Druso, desistiendo.

Esperemos —se dijo cerrando los ojos de nuevo— que el rechazo de su padre la beneficie y con el tiempo se produzca un acercamiento a la madre; es lo natural.

Tenía hambre y poco después comió pan, aceitunas y huevos duros con su mujer, a la que puso al corriente de lo que había pasado. Como sabía que ella tenía el mismo criterio que Servilio Cepio en cuanto a lo conveniente y a la alcurnia, no sabía cómo reaccionaría ante la noticia de que su cuñada había obtenido el divorcio debido a una historia con un hombre de origen servil. Pero, aunque la identidad del amante de Livia Drusa no era realmente de su agrado, Servilia Cepionis estaba demasiado enamorada de Druso para estar en contra de él; hacía tiempo que había comprobado que las familias siempre generan lealtades escindidas, y ella había optado por ser leal a Druso. Los años en que habían compartido la casa con Cepio no le habían granjeado a éste sus simpatías, pues la ambigua inferioridad de la infancia había desaparecido casi completamente y ya llevaba viviendo lo bastante con Druso para haber adquirido parte de su valor.

Disfrutaron de una agradable comida, pese a las circunstancias, y Druso se sintió más capaz para enfrentarse a lo que la jornada aún pudiera depararles. Y nunca mejor dicho, porque a primera hora de la tarde se produjeron nuevos incidentes por obra de Marco Porcio Catón Saloniano.

Invitándole a dar un paseo por la columnata, Druso se dispuso a esperar lo peor.

—¿Qué sabéis de todo esto? —inquirió sin alterarse.

—Hace un rato, he recibido la visita de Quinto Servilio Cepio y Lucio Marcio Filipo —contestó Catón en el mismo tono neutro y tranquilo de Druso.

—¿Ah, los dos? Supongo que Filipo iría en calidad de testigo —añadió Druso.

—Eso es.

—¿Y?

—Cepio se limitó a comunicarme que se había divorciado de su esposa, fundamentándolo en adulterio cometido conmigo.

—¿Nada más?

Catón puso ceño.

—¿Y qué más iba a decir? Lo que sucede es que lo dijo en presencia de mi esposa, que ha ido a hablar con su padre.

—¡Por los dioses que el asunto trae cola! —exclamó Druso, alzando los brazos—. Sentaos, Marco Porcio. Mejor será que os lo explique todo. Lo del divorcio no es más que el principio.

Enterado de los pormenores, Catón se enfureció más que Druso; los Porcios Catones mantenían una fachada de imperturbable frialdad, pero todos ellos —y ellas— eran célebres por su genio. Y Druso tardó no poco, y gracias a sus buenos razonamientos, en convencer a Catón de que si iba en busca de Cepio y lo mataba, o incluso si lo dejaba medio muerto, las cosas se pondrían mucho peor de lo que ya estaban para Livia Drusa. Una vez seguro de haber apaciguado a Catón, le llevó a que viera a Livia Drusa y cualquier duda que hubiera podido alimentar respecto a la profundidad del sentimiento que compartían, quedó solventada con la primera mirada que se dirigieron. Sí, era amor eterno. ¡Pobrecillos!

—Cratipo —dijo al mayordomo, después de dejarlos solos—, vuelvo a tener hambre y quiero cenar inmediatamente. Haz el favor de comunicarlo a la señora Servilia Cepionis.

Pero Servilia Cepionis prefirió cenar en el cuarto de los niños, pues la pequeña Servilia se había metido en la cama, anunciando que no pensaba probar bocado ni siquiera un sorbo de agua, para que cuando su padre supiera que había muerto, lo lamentase.

Por tanto, Druso se dirigió solo al comedor, anhelando que aquella jornada concluyera y no volviera a repetirse una semejante en su pequeño rincón terreno; suspirando agradecido, tomó asiento a solas en la camilla para aguardar el gustatio.

—¿Qué es lo que he oído? —exclamó una voz en la puerta.

—¡Tío Publio!

—Vamos a ver, ¿cuál es la verdad de la historia? —inquiría Publio Rutilio Rufo, quitándose los zapatos y despidiendo al criado que pretendía lavarle los pies. Se subió a la camilla junto a Druso y se acodó sobre el brazo izquierdo, con su jovial rostro lleno de curiosidad, simpatía y preocupación—. Bullen por toda Roma una docena de versiones distintas sazonadas de divorcio, adulterio, esclavos amantes, esposas maltratadas, niñas malas… ¿De dónde sale todo eso y tan rápido?

Pero Druso fue incapaz de contestarle porque aquella última intrusión era el colmo. Se arrellanó en el almohadón y soltó una carcajada.

Publio Rutilio Rufo decía la verdad: toda Roma bullía, se sumaban dos y dos y casi siempre daban el resultado exacto, a lo que contribuía notablemente el hecho de que el más pequeño de los tres hijos de la esposa divorciada tenía una cabecita pelirroja y que la esposa inmensamente rica pero vulgar de Marco Porcio Catón Saloniano también le había enviado a éste los papeles del divorcio, y que igualmente la inseparable pareja de Quinto Servilio Cepio y Marco Livio Druso no se dirigía la palabra, aunque Cepio insistía en que nada tenía que ver con las divorciadas y que el motivo era que Druso le había robado el anillo.

Los hubo con cabal inteligencia y buen sentido que observaron que las mejores personas se ponían del lado de Druso y su hermana. Otros de carácter menos encomiable, como Lucio Marco Filipo y Publio Cornelio Escipión Nasica, eran partidarios de Cepio, lo mismo que los caballeros aduladores que pacían en los mismos prados comerciales que Cneo Cuspio Buteo, el ofendido padre de la esposa de Catón, por sobrenombre «el Buitre». Hubo también los que no se pusieron de parte de nadie y encontraron divertidísima la querella; entre éstos se contaba Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, que comenzaba a salir de nuevo a la superficie tras varios años de riguroso enclaustramiento a causa de la desgracia de que su esposa se hubiese enamorado de Sila, y que ahora consideraba que podía reírse, ya que el capricho de la joven Dalmática no había sido correspondido y ya empezaba a abultársele el vientre con un niño que él sabía sin lugar a dudas que tenía que ser suyo. Publio Rutilio Rufo fue otro de los que se reían, pese a su condición de tío de la adúltera.

Pero, tal como evolucionaron las cosas, ninguno de los culpables de la historia sufrió tanto como Marco Livio Druso.

—O quizá es mejor decir —farfulló Druso a Silo, poco después de que los nuevos cónsules accedieran al cargo— que, como de costumbre, la cosa acabó como si yo fuera el culpable de los hijos de los demás. Si tuviera el dinero que ese maldito Cepio me ha costado de un modo u otro al cabo de los años, seria mucho más rico. Mi nuevo cuñado, Catón Saloniano, se ha quedado desplumado, está ahogado por los pagos aplazados de la dote de su hermana a Lucio Domicio Ahenobarbo, y desde luego le ha volado la fortuna de la mujer y el apoyo social del logrero de su padre. Así que no sólo tengo que pagar a Lucio Domicio, sino que además, como de costumbre, debo albergar a mi hermana, a su esposo y a su numerosa prole, que está a punto de aumentar.

—¡Oh, Marco Livio, de ningún noble romano se ha abusado tanto como de ti! —exclamó Silo, uniéndose a los que veían la faceta cómica del asunto y riendo hasta desternillarse, aunque sabía que con ello no consolaba a Druso.

—Ya está bien —replicó Druso sonriente—. Sería deseable que la vida, la Fortuna o lo que sea, me tratase con algo más del respeto que merezco, pero, al margen de lo que haya podido ser mi vida antes de Arausio, o en el caso de que no hubiera habido un Arausio, todo eso ha quedado atrás. Lo único que sé es que no puedo abandonar a mi pobre hermana y que, pese a que me resistí, me agrada mi nuevo cuñado mucho más de lo que me agradaba el anterior. Puede que Saloniano sea el nieto de una mujer nacida esclava, pero a pesar de ello es un auténtico caballero y mi casa se alegra dándole cobijo. Incluso apruebo el modo como trata a Livia Drusa, y debo decir que se ha ganado a mi esposa, proclive a considerarle poco aceptable por su procedencia, mientras que ahora le gusta mucho.

—Me congratulo de que tu pobre hermanita sea feliz por fin —dijo Silo—. Siempre me dio la impresión de que la afligía una profunda desgracia, aunque ocultase su pena con la firmeza característica de los Livios Drusos. Sin embargo, es una lástima que no puedas desembarazarte de tus huéspedes. Supongo, además, que tendrás que financiar la carrera de Saloniano.

—Desde luego —contestó Druso sin mostrar pesadumbre—. Afortunadamente mi padre me dejó más dinero del que puedo gastar y aún no me veo en la penuria. ¡Imagínate cómo le fastidiará a Cepio cuando encamine a Catón Saloniano hacia el
cursus honorum
!

—¿Te importa que cambiemos de tema? —dijo de pronto Silo.

—En absoluto —contestó Druso, sorprendido—. Espero que el nuevo tema incluya una minuciosa descripción de tus andanzas estos últimos meses… Hacía casi un año que no nos veíamos, Quinto Popedio.

—¿Tanto tiempo? —replicó Silo, calculando y asintiendo con la cabeza—. Sí, es verdad. ¡Cómo pasa el tiempo! —añadió encogiéndose de hombros—. En realidad no he hecho tantas cosas, simplemente han progresado mis negocios.

—Cuando te muestras tan cauteloso no te creo —comentó Druso, complacido por ver a su querido amigo—. No obstante, creo que no tienes intención de decirme lo que has estado haciendo, y no quiero insistir. ¿Cuál es el tema del que querías hablar?

—De los nuevos cónsules —contestó Silo.

—Por una vez son buenos —comentó Druso alegre—. ¡No recuerdo ninguna otra elección de una pareja tan sólida: ¡Craso Orator y Escévola! Espero grandes cosas de ellos.

—¿Ah, sí? Ojalá pudiera decir lo mismo; lo que yo espero son complicaciones.

—¿En el frente itálico? ¿Por qué?

—Oh, de momento sólo son rumores. Y espero que infundados, aunque, sin saber por qué, lo dudo, Marco Livio —dijo Silo frunciendo el entrecejo—. Los censores se han presentado a los cónsules con los rollos de inscripción de ciudadanos romanos de toda Italia, y me han dicho que están preocupados por el gran número de nuevos nombres. ¡Idiotas! ¡Primero se dedican a decir que con su nuevo método de censo se obtendrá un mayor número de inscripciones de ciudadanos que con el antiguo, y ahora dicen que hay un exceso de nuevos ciudadanos!

—¡Así que es por eso por lo que hace meses que no estás en Roma! —exclamó Druso—. ¡Oh, Quinto Popedio, ya te lo advertí! ¡Si haces eso no podremos seguir siendo amigos, para mi gran pesar! Habéis manipulado los rollos.

—Sí.

—¡Quinto Popedio, te lo dije! ¡Qué complicación! —exclamó Druso llevándose las manos a la cabeza y dejándolas así un rato, mientras Silo, más turbado de lo que había pensado, guardaba silencio, pensando a toda velocidad. Finalmente, Druso se quitó las manos de la cabeza—. Bueno, supongo que de nada sirve afligirse —añadió, poniéndose en pie y meneando repetidas veces la cabeza en paciente exasperación, mirando a Silo—. Mejor será que vuelvas a tu tierra y no te dejes ver por la ciudad durante una buena temporada, Quinto Popedio. No podemos permitirnos el lujo de llamar la atención de algún miembro especialmente listo de la facción antiitálica teniéndote a la vista. Yo haré lo que pueda en el Senado, pero lamentablemente soy novel y no tengo derecho a la palabra. Y por desgracia cuentas con muy pocos amigos entre los que lo tienen.

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