La corona de hierba (28 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Tomándoselo con filosofía, Livia Drusa optó por no ocultar su estado, confiando que la proximidad de fechas la serviría de coartada. ¿Y si no hubiera quedado embarazada tan pronto? ¡Oh, mejor no pensarlo!

Druso manifestó su alegría, e igualmente Servilia Cepionis; a Lilla le pareció muy divertido tener un hermanito y Servilia se limitó a mostrar su consabida actitud indiferente.

Desde luego, había que decírselo a Catón, pero no sabía hasta qué extremo. Le venía a la cabeza la flemática cara de Livio Druso y tenía que pensarlo. Era terrible ocultárselo a Catón si era un niño. Y sin embargo… Sin duda nacería antes del regreso de Cepio y todos darían por sentado que era hijo de él. Y si lo que había engendrado Catón era un niño y le ponían el nombre de Quinto Servilio Cepio, sería heredero del oro de Tolosa. Quince mil talentos. El hombre más rico de Roma, y con un nombre glorioso. Muchísimo más ilustre que el de Catón Saloniano.

—Voy a tener un hijo, Marco Porcio —le dijo a Catón cuando se vieron otra vez en la casita de dos piezas que para ella se había convertido en el verdadero hogar.

Alarmado, más que ilusionado, él la miró fijamente.

—¿Es mío o de tu esposo? —inquirió.

—No lo sé —contestó Livia Drusa—. De verdad que no lo sé. Y dudo que lo sepa cuando nazca. Estoy segura que es niño —añadió.

Catón se recostó en el cabezal de la cama, cerró los ojos y apretó sus bellos labios.

—Es mío —dijo.

—No lo sé —repitió ella.

—Tendrás que decir a todo el mundo que es de tu marido.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

Él abrió los ojos y se volvió a mirarla, entristecido.

—Nada, lo sé. Yo no puedo casarme contigo aunque tuvieses la posibilidad de divorciarte. Cosa que no harás a menos que tu esposo regrese antes de lo previsto. Pero lo dudo. Todo parece una trama urdida por los dioses.

—¡Que así sea! Al final son los hombres y las mujeres quienes ganan, no los dioses —dijo Livia Drusa, juntándose a él para besarle—. Te quiero, Marco Porcio. Espero que sea tuyo.

—Yo espero que no —contestó Catón.

El estado de Livia Drusa no afectó en nada a sus actividades; siguió dando los paseos matinales y Catón Saloniano continuó pasando más tiempo que nunca en la finca tusculana de su abuelo. Hacían el amor apasionadamente y sin consideración para con el feto que se iba formando; cuando Catón se recataba, Livia Drusa sostenía que un amor semejante no podía ser nocivo para su hijo.

—¿Sigues prefiriendo Roma a Tusculum? —preguntó a su hija Servilia un idílico día de finales de octubre.

—Oh, sí —contestó Servilia, que había sido un hueso duro de roer durante aquellos meses, eludiendo hablar con su madre y contestando tan concisamente a sus preguntas que las comidas eran un arduo ejercicio para Lívia Drusa.

—¿Por qué, Servilia?

La niña miró el vientre de su madre, ya enorme.

—Para empezar, porque allí hay buenos médicos y comadronas —contestó.

—¡Ah, pierde cuidado por el niño! —exclamó Livia Drusa, riendo—. Está muy bien y cuando llegue el momento todo irá bien. Aún me falta un mes.

—¿Por qué siempre dices «el niño», mamá?

—Porque sé que es un niño.

—Eso no se puede saber hasta que nazca.

—Mira la pequeña cínica —replicó Livia Drusa divertida—. Yo sabía que tú ibas a ser niña, y lo mismo con Lilla. ¿Por qué no iba a acertar esta vez? Lo siento distinto y me habla distinto.

—¿Que te habla?

—Sí. Vosotras también me hablabais cuando estabais dentro.

—¡Mamá, mira que eres rara! —añadió la niña mirándola con sorna—. Y cada vez más. ¿Cómo va a hablarte el niño desde dentro si los niños tardan un año por lo menos en hablar?

—Eres igual que tu padre —replicó Livia Drusa con un gesto despectivo.

—¡Así que no te gusta
tata
! ¡Ya lo sabía yo! —añadió la hija en tono distanciado más que acusatorio.

La niña tenía siete años; lo bastante mayor, pensó su madre, para asumir ciertos hechos. Oh, no lo expresaría de una manera que la hiciera caer en prejuicio contra su padre, pero… ¿No sería estupendo hacerse amiga de su hija mayor?

—No —contestó Livia Drusa con toda intención—. No me gusta
tata
. ¿Quieres saber por qué?

—Supongo que vas a decírmelo —contestó Servilia encogiéndose de hombros.

—Bien, ¿a ti te gusta?

—¡Sí, sí! ¡Es la mejor persona del mundo!

—Oh… Pues tendré que decirte por qué a mí no me gusta. Si no, tendrás resentimiento por mi actitud. Tengo mis motivos.

—No dudo que lo creas.

—Cariño, yo no quería casarme con
tata
, pero tu tío Marco me obligó a hacerlo. Y ése es un mal comienzo.

—Debiste de tener la posibilidad de elegir —dijo Servilia.

—Ninguna. Sucede raras veces.

—Creo que habrías debido aceptar el hecho de que tío Marco sabe las cosas mejor que tú. Yo no veo mal que te eligiera esposo —dijo el pequeño juez de siete años.

—¡Oh, cariño! —exclamó Livia Drusa, mirando cariacontecida a su hija—. Servilia, no se puede decir tajantemente quién nos gusta y quién no nos gusta. Y a mí,
tata
no me gustaba. Siempre me ha sucedido, desde que tenía tu edad. Pero nuestros padres habían dispuesto nuestro matrimonio y tío Marco no vio en ello nada malo. Yo no pude hacerle entender que la falta de amor no es necesariamente fatal para el matrimonio, mientras que si alguien no te gusta, ya desde un principio se va al agua.

—Yo creo que eres tonta —dijo Servilia con desdén.

¡Más tozuda que una mula!, pensó Livia Drusa.

—El matrimonio es un asunto muy personal, hija. Y cuando a uno de los cónyuges no le gusta el otro, es una pesada carga. En el matrimonio se toca mucho, y cuando alguien no te gusta no te apetece que te toque. ¿Lo comprendes?

—A mí no me gusta que nadie me toque —replicó Servilia.

—¡Afortunadamente eso cambiará! —dijo su madre, sonriendo—. Bueno, como decía, me obligaron a casarme con un hombre que a mí no me gustaba que me tocara. Un hombre que no me gustaba y que sigue sin gustarme. Sin embargo, se crea cierto sentimiento. A ti y a Lilla os quiero. ¿Cómo es entonces que soy incapaz de querer a
tata
al menos con una parte de mi ser, si él contribuyó a que nacieseis tú y Lilla?

Un gesto de disgusto cruzó el rostro de Servilia.

—¡De verdad, mamá, que eres tonta! Primero dices que no te gusta
tata
y luego que le quieres. ¡Es una tontería!

—No, Servilia, es humano. Amar y gustar son dos sentimientos muy distintos.

—Bueno, a mí me gustará y querré al esposo que
tata
me elija —respondió Servilia en tono de superioridad.

—Espero que así sea cuando llegue el momento —dijo Livia Drusa tratando de cambiar el énfasis de tan molesta conversación—. En este momento estoy muy contenta. ¿Sabes por qué?

Servilia inclinó su morena cabecita a un lado, pensativa, y luego contestó muy decidida:

—Sé por qué, pero no veo por qué has de estarlo. Estás contenta porque vives en este sitio horrendo y vas a tener un niño. Y me parece… que tienes un amigo —añadió con los ojos brillantes.

Un gesto de gran temor llenó el rostro de Livia Drusa, una exPresión tan elocuente y atormentada, que la niña se estremeció de contento, sorprendida, pues simplemente lo había lanzado guiándose por el instinto, originado por su propia y acuciante carencia de amigos.

—¡Claro que tengo un amigo! —exclamó la madre, borrando la expresión de temor y sonriendo—. Y me habla desde dentro.

—Para mí no será un amigo —añadió la niña.

—¡Oh, Servilia, no digas estas cosas! Un hermano será el mejor amigo que puedas tener, créeme!

—Tío Marco es tu hermano y te obligó a casarte con
tata
, que no te gustaba.

—Circunstancia que no impide que sea mi amigo. Los hermanos y las hermanas se crían juntos, se conocen mejor que nadie y aprenden a gustarse —replicó Livia Drusa con entusiasmo.

—No se puede aprender a que te guste alguien que no te gusta.

—En eso te equivocas. Si se intenta, se puede.

—Entonces —replicó Servilia con una especie de bufido—, ¿por qué tú no has logrado que te guste
tata
?

—¡No es mi hermano! —exclamó Livia Drusa, cavilando qué más cosas podría alegar. ¿Por qué sería tan tozuda aquella niña? ¿Por qué se empeñaba en ser tan reacia, tan obtusa? Porque es hija de su padre, se dijo. ¡Es igual que él! Sólo que mucho más lista y astuta—.
Porcella
—añadió—, lo único que yo quiero es que seas feliz. Y te prometo que no consentiré que
tata
te obligue a casarte con alguien que no te guste.

—Quizá tú no estés cuando yo me case —replicó la niña.

—¿Y por qué no iba a estar?

—Tu madre no estaba, ¿no es cierto?

—Mi madre es un caso totalmente distinto —contestó Livia Drusa con cara de consternación—. Pero no ha muerto.

—Ya lo sé. Vive con tío Mamerco, pero no nos hablamos con ella porque es una mujer licenciosa.

—¿Eso a quién se lo has oído?

—A
tata
.

—¡Tú no puedes saber lo que es una mujer licenciosa!

—Sí que lo sé. Una mujer que olvida que es patricia.

—Una definición muy interesante, Servilia —replicó Livia Drusa, conteniendo una sonrisa—. ¿Crees que tú olvidarás alguna vez que eres patricia?

—¡Jamás! —contestó la niña, altanera—. Yo actuaré conforme a los deseos de mi
tata
.

—No sabía que hablabas tanto con
tata
.

—Hablamos continuamente. —Mintió Servilia con tanta maestría que su madre no se percató. Viéndose marginada por los padres, la pequeña se había coligado con el padre desde su más tierna infancia porque le parecía el más poderoso y el más útil para ella. Y sus fantasías infantiles giraban en torno al disfrute con el padre de una intimidad que sabía que no podía darse nunca, pues Cepio consideraba a las hijas un estorbo y lo que deseaba era un hijo. ¿Cómo sabía esto la pequeña? Porque seguía como una sombra a su tío Marco, escuchándolo todo a escondidas y enterándose de cosas que no debía. Siempre le había parecido a Servilia que era su padre el que hablaba como un verdadero romano, y no su tío Marco, y menos aún aquel donnadie itálico llamado Silo. Al faltarle el padre de modo tan angustioso, la niña temía ahora lo peor: que cuando su madre concibiese un niño, ella perdería irremediablemente la esperanza de ser la preferida del padre.

—Bien, Servilia —añadió Livia Drusa con énfasis—, me alegro mucho de que te guste
tata
, pero debes mostrarte más madura cuando él regrese y volváis a hablar. Lo que te he dicho sobre él de que no me gusta es una confidencia, un secreto entre las dos.

—¿Por qué? ¿Es que él no lo sabe?

Livia Drusa arrugó el entrecejo, perpleja.

—Servilia, si tanto hablas con tu padre, tienes que saber que él no tiene la menor idea de que no me gusta. Tu
tata
no es un hombre muy perspicaz, precisamente. Si lo fuese tal vez me habría gustado.

—Bueno, es que no perdemos el tiempo hablando de ti —replicó Servilia despectiva—. Hablamos de cosas importantes.

—Para tener siete años eres muy experta zahiriendo.

—Con mi
tata
nunca lo hago.

—¡Me parece muy bien! Pero no te olvides de lo que te he dicho. Lo que te he dicho, lo que he intentado decirte, es un secreto entre las dos. Te he hecho depositaria de una confidencia y espero que la trates como haría una patricia romana, con respeto.

Cuando Lucio Valerio Flaco y Marco Antonio Orator fueron elegidos censores, en abril, Quinto Popedio Silo llegó a casa de Druso muy excitado.

—¡Oh, qué maravilla poder hablar con Quinto Servilio! —exclamó sonriente. Nunca se recataba de mostrar su antipatía hacia Cepio, del mismo modo que éste tampoco la ocultaba.

Comprendiéndolo —y en secreto acuerdo con Silo, aunque la deferencia hacia su familia le impidiera expresarlo—, Druso hizo caso omiso del comentario.

—¿A qué se debe esa excitación? —inquirió.

—¡A nuestros censores! Proyectan el mayor censo de la historia, cambiando el método para confeccionarlo —dijo Silo, alzando los brazos eufórico—. Oh, Marco Livio, no sabes con qué pesimismo veo la situación de los itálicos. He comenzado a no vislumbrar otra solución que la secesión de Roma.

Como era la primera vez que Druso oía hablar a Silo de sus temores, se irguió en su silla y le miró alarmado.

—¿Secesión? ¿Guerra? —inquirió—. Quinto Popedio, ¿cómo puedes pronunciar tales palabras? ¡Ten la certeza de que la situación de los itálicos se arreglará pacíficamente, yo estoy entregado a ese propósito!

—Lo sé, amigo mío, y debes creerme cuando digo que la secesión y la guerra distan mucho de ser mis deseos. Es una alternativa que no conviene ni a Italia ni a Roma, pues el coste en dinero y en hombres nos dejaría postrados durante décadas, independientemente de quien venza. En las guerras civiles no hay botín.

—¡No menciones eso!

Silo se rebulló en la silla, apoyó los brazos en el escritorio de Druso y se inclinó impaciente.

—¡Es que, justamente, no pienso en ello! Porque se me ha ocurrido un modo de manumitir un número suficiente de itálicos para que cambie radicalmente la actitud de Roma.

—¿Te refieres a una manumisión masiva?

—No es una manumisión completa; eso sería imposible. Pero sí lo bastante importante para que una vez iniciada se llegue a la libertad total —contestó Silo.

—¿Cómo? —inquirió Druso, sintiéndose un poco decepcionado, ya que él siempre se había creído más adelantado que Silo en el proyecto de una ciudadanía romana plena para los itálicos.

—Bien, como sabes, los censores siempre se han preocupado más que otra cosa por saber quiénes viven en Roma, y los censos rurales y provinciales se han hecho con retraso y han sido de índole totalmente voluntaria. Un habitante del agro con deseos de inscribirse tenía que acudir a los
duumviri
de su municipio o pueblo, o viajar hasta la localidad más próxima con categoría de municipio. Y en las provincias tenía que presentarse al gobernador y a veces eso representaba un largo viaje. Los que se lo tomaban en serio, lo emprendían; los que no, se prometían hacerlo la próxima vez, pensando en que los empleados del censo trasladarían su nombre de los rollos antiguos a los nuevos, que suele ser lo que hacen.

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