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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (95 page)

BOOK: La corona de hierba
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Todos permanecieron estupefactos al borde del abismo, pálidos, con ojos como platos, y en principio preocupados sólo por ver si el pequeño se encontraba bien. Luego, y el niño el primero (y menos jadeante que ninguno), todos se asomaron al precipicio. Allá abajo se veían los dos caballos despanzurrados. Con Publio Claudio Pulcher. Se hizo un profundo silencio. Prestaron oído por si llegaban gritos de auxilio, pero sólo se escuchaba el rumor del viento. Y nada se movía; ni un halcón en lo alto.

—¡Vamos, apártate! —se oyó decir a una voz, y Lucio Decumio agarró al pequeño del hombro y lo retiró del borde del precipicio, arrodillándose para palparle por todas partes y comprobar que no tenía nada roto—. ¿Por qué has hecho eso? —musitó en voz muy baja para que nadie le oyera.

—Tenía que parecer convincente —le respondió el pequeño en un suspiro—. Hubo un momento en que no estaba seguro que su caballo fuese a caer. Y era mejor asegurarse. Sabía que no me pasaría nada.

—¿Y cómo sabías lo que yo iba a hacer? ¡Si ni siquiera mirabas hacia donde estaba!

—¡Oh, Lucio Decumio —exclamó el pequeño con gesto de exasperación—, te conozco de sobra! En cuanto Mario mandó buscarte supe para qué era. A mí, lo que le suceda a mi primo me da igual, pero no deseo la desgracia para Cayo Mario y mi familia. Un rumor es una cosa, pero un testigo es otra.

Apoyando su mejilla contra aquel pelo dorado, Lucio Decumio cerró los ojos en gesto tan exasperado como el del pequeño.

—¡Pero has arriesgado la vida!

—Tú no te preocupes por mi vida, ya la cuido yo. Cuando la descuide será porque ya no sirva para nada —replicó el chiquillo, zafándose del abrazo del suburense para ir a ver si Cayo Mario se encontraba bien.

Inquieto y confuso, Lucio Cornelio Cinna sirvió vino para él y Cayo Mario nada más llegar a la tienda. Lucio Decumio había llevado al pequeño César a pescar en las cascadas del Anio y el resto del grupo estaba reunido para formar otro que fuese a recoger los restos del cadete Publio Claudio Pulcher para enterrarlo.

—Tengo que decir que, por lo que a mí y a mi hijo respecta, ha sido un oportuno accidente —dijo Mario crudamente, dando un cumplido trago de vino—. Sin Publio Claudio, el juicio se va al agua, amigo mío.

—Ha sido un accidente —añadió Cinna en un tono que daba a entender que su mayor preocupación era convencerse a sí mismo—. ¡Otra cosa no ha podido ser!

—Exacto. Otra cosa no ha podido ser. Casi estuve a punto de perder un muchacho mejor que mi hijo.

—Yo creía que el chico no se salvaba.

—Creo que ese muchachito es la suerte personificada —dijo Mario con un ronroneo—. Tendré que vigilarle para que no me eclipse.

—¡Oh, que complicación! —exclamó Cinna con un suspiro.

—Sí, no es un buen presagio para quien ocupa la tienda de general —comentó Mario afable.

—¡Espero salir mejor librado que Lucio Catón!

—Peor, es difícil —añadió Mario con una sonrisa—. Sin embargo, yo, sinceramente, espero que salgas con bien de ésta, Lucio Cinna. Y te quedo muy agradecido por tu paciencia. ¡Enormemente!

De algún modo, en lo más íntimo de su ser, Cinna oyó el tintineo de una cascada de monedas, ¿o sería el rumor del Anio, donde aquel extraordinario muchacho estaba alegremente pescando como si nada pudiera quebrar su entereza?

—¿Cuál es el primer deber de uno, Cayo Mario? —inquirió Cinna de pronto.

—El primer deber de una persona, Lucio Cinna, es la familia.

—¿Y Roma no?

—¿Y qué es Roma sino su familia?

—Si… Sí, supongo que sí. Y los que hemos nacido para ello y tenemos hijos para el mismo propósito, debemos esforzarnos porque nuestras familias sigan teniendo la posibilidad de gobernar.

—Así es —dijo Cayo Mario.

VII

U
na vez que Lucio Cornelio Sila hubo hechizado (como había dicho el pequeño César) a Catón el Cónsul, desplazándolo del frente marso, procedió a adoptar medidas para recuperar el territorio romano en poder de los itálicos. Aunque oficialmente seguía siendo legado, de hecho ostentaba el mando supremo del frente sur, y sabía que no habría injerencia por parte del Senado ni de los cónsules, siempre, desde luego, que obtuviera buenos resultados. Italia estaba cansada; uno de sus dos principales dirigentes, el marso Silo, habría seguramente considerado la rendición de no haber sido por el otro, Cayo Papio Mutilo, que se negaba a ceder; Sila lo sabía. Por consiguiente tenía que actuar de modo que le hiciera ver que defendía una causa perdida.

La primera acción de Sila fue tan secreta como fantástica, pero disponía del hombre adecuado para esa tarea que él no podía llevar a cabo. Si su idea daba frutos, sería el principio del fin para los samnitas y sus aliados en el sur. Sin decir a Catulo César en Capua por qué apartaba las dos mejores legiones del escenario de Campania, Sila las embarcó de noche en una flota anclada en el puerto de Puteoli.

Iban al mando de su legado Cayo Cosconio, con órdenes explícitas de zarpar y doblar el talón de la península para desembarcar en la costa este, cerca de Apenestae, en Apulia. El primer tercio del viaje, en descenso por la costa oeste, debían hacerlo sin perder de vista tierra, para que cualquier vigía en Lucania pensase que la flota se dirigía a Sicilia, donde existían rumores de sublevación. Durante el segundo tercio, la flota podía aproximarse a la costa y reavituallarse en puertos como Croto, Tarentum y Brundisium, en donde difundirían la noticia de que iban a sofocar disturbios en Asia Menor, versión que se había hecho circular entre la propia tropa. Y cuando zarpase de Brundisium, último tercio del viaje y el más corto, toda la ciudad debía quedar convencida de que se dirigía a través del Adriático a Apollonia, en Macedonia occidental.

—Después de Brundisium —dijo Sila a Cosconio—, no se te ocurra tocar tierra hasta que llegues al punto de destino. En tus manos dejo la decisión de dónde desembarcar exactamente. Elige un lugar tranquilo y no ataques hasta que no estés preparado del todo. Tu cometido es liberar la Via Minucia al sur de Larinum y la Via Appia al sur de Ausculum Apulium. Después, concéntrate sobre el este del Samnio. Cuando estés en esa fase yo avanzaré en dirección este para reunirme contigo.

Eufórico por haber sido designado para aquella vital misión y seguro de que él y sus hombres tenían capacidad para llevarla a buen fin, Cosconio ocultaba su entusiasmo y escuchaba sin perder detalle.

—Recuerda, Cayo Cosconio, que por mar has de ir sin prisas —dijo Sila—. En la mayoría de las jornadas no quiero que navegues más de veinticinco millas. Estamos a finales de marzo, así que debes desembarcar al sur de Apenestae dentro de cincuenta días. Si desembarcas demasiado pronto, no tendré tiempo de completar el movimiento de tenaza. Necesito esos cincuenta días para recuperar todos los puertos de la bahía del Cráter y echar a Mutilo de Campania occidental. Sólo después podré avanzar en dirección este.

—Como la navegación rodeando el pie de la península es problemática, me alegro de disponer de cincuenta días, Lucio Cornelio —contestó Cosconio.

—Si tienes que remar, rema —añadió Sila.

—Estaré en mi destino dentro de cincuenta días, puedes estar seguro, Lucio Cornelio.

—Sin perder un solo hombre; y menos una nave.

—Todas llevan un buen capitán y estupendos timoneles, y se han previsto todas las eventualidades de la singladura. No fallaré. Llegaremos a Brundisium lo antes posible y aguardaremos allá lo que sea necesario; ni un día más ni un día menos —dijo Cosconio.

—¡Muy bien! Y recuerda una cosa, Cayo Cosconio. Tu mejor aliado es la Fortuna. Ofrécele sacrificios cada día. Si ella te tiene tanto afecto como a mí, todo saldrá bien.

La flota que transportaba a Cosconio y a las dos legiones de choque zarpó de Puteoli al día siguiente a luchar contra los elementos, fiando en un factor determinante: la suerte. Apenas había zarpado, Sila regresó a Capua y partió hacia Pompeya. Se trataba de un ataque mixto por tierra y mar, ya que Pompeya contaba con soberbias instalaciones portuarias junto a la desembocadura del Sarnus. El plan de Sila consistía en bombardear la ciudad con proyectiles incendiarios lanzados desde naves ancladas en el río.

Pero una duda persistía en su mente, y era algo que no podía modificar. La flotilla estaba al mando de un hombre al que no le gustaba cumplir las órdenes y en el que no se podía confiar del todo: nada menos que Aulo Postumio Albino. Veinte años atrás, había sido el mismo Aulo Postumio Albino quien había provocado la guerra contra el rey Yugurta de Numidia. Y no había cambiado.

Al recibir órdenes de Sila para que llevara sus naves de Neapolis a Pompeya, Aulo Albino decidió primero hacer saber a la marinería quién mandaba y lo que les sucedería si no se ponían marcialmente firmes cada vez que chascase los dedos. Pero la marinería era toda de Campania y de origen griego y las cosas que Aulo Albino les dijo les parecieron insoportablemente insultantes. Y, al igual que el cónsul Catón, quedó enterrado bajo un alud de proyectiles: pero éstos eran piedras, no terrones de barro, y Aulo Postumio Albino murió.

Afortunadamente, Sila no se hallaba muy lejos cuando le llegó la noticia del asesinato. Dejó que sus tropas prosiguieran la marcha al mando de Tito Didio y se dirigió con su mula a Neapolis para enfrentarse a los cabecillas de la sedición. Se hizo acompañar por su otro legado, Metelo Pío el Meneítos. Tranquilo e impasible, escuchó las apasionadas alegaciones y pretextos de los amotinados y respondió friamente:

—Mucho me temo que o demostráis que sois los mejores marinos y guerreros de la historia naval de Roma, o no olvidaré que habéis asesinado a Aulo Albino.

Luego nombró almirante a Publio Gabinio y así concluyó el motín.

Metelo Pío el Meneitos se mordió la lengua hasta que él y Sila iban camino de reunirse con el ejército. Ya no podía aguantar más.

—Lucio Cornelio, ¿vas a aplicarles algún castigo?

Sila alzó deliberadamente el ala del sombrero para que el Meneitos viese sus ojos glaciales y risueños.

—No, Quinto Cecilio, no pienso hacerlo.

—¡Tendrías que haberles despojado de la ciudadanía y mandar azotarlos!

—Si, eso es lo que casi todos los comandantes habrían ordenado… los necios. De todos modos, como tú eres sin duda uno de esos comandantes necios, te explicaré por qué no lo he hecho, para que lo veas tú mismo.

Sila alzó la mano derecha y fue enumerando las razones una por una.

—En primer lugar, no nos podemos permitir perder esos hombres. Se han curtido con Otacilio y tienen experiencia. Segundo, yo admiro su gran sentido común al deshacerse de un hombre que los habría mandado muy mal y que quizá los habría conducido a la muerte. Tercero, ¡yo no quería a ese Aulo Albino!, pero era un consular y no podía prescindir de él ni marginarle.

Con los tres dedos en el aire, Sila se volvió en la silla para mirar al desventurado Meneítos.

—Voy a decirte una cosa, Quinto Cecilio. Si por mi fuese, en mi estado mayor no habría lugar en absoluto para ineptos tan despreciables como Aulo Albino, el FInado cónsul Lupo y el actual cónsul Catón Liciniano. Le concedí el mando naval a él porque pensé que sería un mal menor. ¿Cómo voy a castigar a unos hombres que han hecho lo que yo habría hecho en similares circunstancias? Y cuarto —añadió estirando otro dedo—, esos hombres se han puesto en el brete de que si no actúan como espero, sí que puedo despojarlos de la ciudadanía y mandar azotarlos; lo que significa que tendrán que luchar como fieras. Y quinto —espetó, estirando el pulgar—, me es indiferente cuántos asesinos y ladrones tenga en mis tropas, con tal de que luchen como fieras.

La mano cayó con fiero ademán, cual hacha bárbara.

Metelo Pío abrió la boca, pero optó prudentemente por callarse lo que pensaba.

En el punto en que la carretera a Pompeya se dividía en dos ramales, uno hacia la puerta del Vesubio y el otro hacia la puerta Herculánea, Sila dispuso a las tropas en un campamento bien fortificado. Cuando ya se hallaba bien protegido entre trincheras y empalizadas, la flotilla había alcanzado su destino e iniciaba el bombardeo de proyectiles incendiarios sobre la ciudad con mayor celeridad de lo que era capaz de recordar el más viejo centurión. Las caras aterradas que se veían en lo alto de las murallas daban a entender que era una clase de arte militar que nadie se esperaba. Pero peor fue el incendio.

Al día siguiente se evidenció que los samnitas de Pompeya habían enviado desesperados mensajes de socorro al aparecer un ejército samnita, superior en más de diez mil hombres al de Sila, que hizo alto a menos de trescientos pasos del campamento romano. Sila tenía un tercio de sus veinte mil hombres fuera, efectuando incursiones, y con la inesperada presencia del enemigo era una tropa que quedaba aislada. Con aspecto más temible que nunca, Sila se personó en las empalizadas con Metelo Pío y Tito Didio para escuchar los insultos y rechiflas que el viento traía desde las murallas de la ciudad, y que le gustaron menos aún que la aparición del ejército samnita.

—Ordenad la llamada a las armas —dijo a sus legados.

Tito Didio se volvía para hacerlo, cuando Metelo Pío le agarró por el brazo, deteniéndole.

—¡Lucio Cornelio, no podemos enfrentarnos a ésos! —exclamó el Meneitos—. ¡Nos harán pedazos!

—No nos queda más remedio que salir a luchar —replicó Sila tajante, mostrando su cólera por la objeción—. Ese que ha llegado es Lucio Cluentio y viene con ganas de quedarse. Si le dejo construir un campamento tan fortificado como el nuestro, volveremos a encontrarnos en la situación de Acerrae. ¡Y no pienso dejar estancadas cuatro legiones durante meses en un sitio como éste, ni necesito que Pompeya demuestre al resto de puertos rebeldes que Roma es incapaz de recuperarlos! ¡Y si eso no fuese motivo suficiente para atacarlos ahora mismo, Quinto Cecilio, ten en cuenta que cuando regresen las tropas que tenemos en incursión de avituallamiento se van a meter sin previo aviso entre el ejército samnita y será su perdición!

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