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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (99 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Y acarrearán enfermedades.

—¿Enfermedades? ¿A quién? Cuando mi padre deje las puertas clavadas para siempre, no quedará un ser vivo en Asculum Picentum. Si algunos de las mujeres y los niños vuelven cuando nos hayamos marchado, no podrán entrar. Asculum Picentum ya no existe y nadie volverá a vivir en él —respondió Pompeyo.

—Ahora ya veo por qué a tu padre le llaman el Carnicero —dijo Cicerón, sin preocuparle si le ofendía o no.

En realidad, Pompeyo se lo tomó como un cumplido; tenía curiosas lagunas en su inteligencia y sus creencias eran inamovibles.

—Es un buen sobrenombre, ¿verdad? —inquirió con voz ronca, temeroso de que aquel profundo cariño por su padre estuviera convirtiéndose en debilidad—. ¡Vamos, Marco Tulio, camina —añadió, apretando el paso—, no quiero que esos
cunni
empiecen sin mi, cuando he sido quien les ha procurado las mujeres!

Cicerón apretó el paso, pero le quedaba algo por decir.

—Cneo Pompeyo, tengo que decirte una cosa —añadió jadeante.

—Dime —contestó Pompeyo, ausente.

—He pedido el traslado a Capua, donde creo que mis conocimientos estarán más aprovechados. Escribí a Quinto Lutacio y me ha contestado diciendo que acepta muy complacido mis servicios. O que a lo mejor me pone a las órdenes de Lucio Cornelio Sila.

Pompeyo se había detenido y le miraba estupefacto.

—¿Y por qué has hecho eso? —inquirió.

—El estado mayor de Cneo Pompeyo Estrabón es estrictamente militar, Cneo Pompeyo, y yo de militar no tengo nada —contestó, mirando con gran sinceridad y afecto con sus ojos marrones el rostro atónito de su protector, quien dudaba entre echarse a reír o indignarse—. ¡Te ruego que me dejes ir! Siempre te estaré agradecido por tu ayuda y nunca lo olvidaré, pero tú no eres tonto, Cneo Pompeyo, y sabes perfectamente que no me adapto al estado mayor de tu padre.

Las nubes tormentosas se disiparon y los ojos azules de Pompeyo lanzaron un destello de contento.

—¡Como quieras, Marco Tulio! ¿Sabes que te echaré de menos? —añadió con un suspiro.

Sila llegó a Roma a primeros de diciembre, sin tener ni idea de si iban a celebrarse las elecciones. Tras la muerte de Aselio, Roma estaba sin pretor urbano y la gente andaba diciendo que el cónsul que quedaba, Pompeyo Estrabón, vendría cuando le apeteciera y sanseacabó. En circunstancias normales, esto habría desesperado a Sila, pero ahora nadie tenía ya la menor duda de quién iba a ser el próximo cónsul, porque la fama de Sila se había acrecentado de la noche a la mañana. Gente que no le conocía, le saludaba como a un hermano, las mujeres le sonreían y se le insinuaban con la mirada, los niños le aclamaban… y había sido elegido augur
in absentia
como sustituto del difunto Aselio. Toda Roma creía indefectiblemente que Lucio Cornelio Sila había ganado la guerra contra los itálicos. No Cayo Mario, ni Cneo Pompeyo Estrabón. ¡Sila, Sila, Sila!

El Senado nunca le había nombrado oficialmente comandante en jefe del frente sur después de la muerte del cónsul Catón, y todo lo que había llevado a cabo lo había hecho en condición de legado de un muerto. Sin embargo, pronto sería el nuevo primer cónsul, y entonces el Senado tendría que concederle el mando que exigiera. El embarazo de algunos jefes de fila senatoriales, como Lucio Marcio Filipo, ante esa laguna legalista divertía a Sila cuando hablaba con ellos. Era evidente que todos le habían creído un hombre sin fuste, incapaz de realizar milagros. Ahora era un héroe popular.

Una de las primeras visitas que efectuó a su regreso a Roma fue a Cayo Mario, a quien encontró tan mejorado que fue para él una sorpresa. Con el viejo estaba el niño de once años Cayo Julio César, ya casi tan alto como Sila, aunque aún no mostraba signos de pubertad. Tan inteligente como durante las visitas que Sila había hecho a casa de Aurelia. Había estado cuidando a Mario un año, escuchando con la tensa atención de una criatura de su edad cada palabra que salía de la boca del maestro, sin olvidar nada.

Sila supo por boca de Mario la desgracia que había estado a punto de ocurrirle al joven Mario, que aún proseguía su servicio militar al mando de Cinna y Cornutus en la campaña contra los marsos, ya más tranquilo y responsable. También supo de la peligrosa y casi mortal caída del pequeño César, quien, mientras Mario relataba lo sucedido, permanecía sentado sonriente y mirando al vacío. La presencia del Lucio Decumio en el incidente suscitó inmediatamente, por lo inopinada, la alarma en Sila. ¡Qué raro en Cayo Mario! ¿Hasta dónde se iba a llegar si el propio Mario se rebajaba a contratar a un asesino profesional? Tan claramente accidental había sido la muerte de Publio Claudio Pulcher, que Sila comprendió que no había sido un accidente. Pero ¿cómo lo habrían hecho? ¿Y qué papel había desempeñado en ello el pequeño César? ¿Sería posible que aquel… aquel chiquillo se hubiera jugado la vida para empujar al cadete hacia el precipicio? ¡No! Ni siquiera Sila era capaz de semejante flema en un asesinato.

Dirigiendo su inquietante mirada al niño mientras Mario parloteaba (era evidente que no creía que hubiera sido necesaria la intervención de Lucio Decumio), Sila centró todas sus energías en infundir miedo al pequeño. Pero el muchacho, al sentir aquellos rayos invisibles, simplemente miró a Sila de arriba abajo sin el menor atisbo de temor. Ni la más leve aprensión. Y tampoco le sonreía; el pequeño César le miraba con profundo y escueto interés. ¡Sabe cómo soy!, se dijo Sila, ¡ah, jovencito, pero yo también sé cómo eres! Que el Gran Dios se sirva de ambos para salvaguardar Roma.

Generoso como era, Mario no experimentó más que alegría por los éxitos de Sila. Incluso la corona de hierba —única condecoración militar que no figuraba en la panoplia del gran hombre— mereció su aplauso sin resentimiento ni envidia.

—¿Qué tienes que decir ahora sobre las dotes de general no innatas? —inquirió Sila, provocador.

—Digo que me había equivocado, Lucio Cornelio. ¡Ah, pero no a propósito del generalato aprendido! No, me equivoqué al pensar que no lo llevabas en la sangre. Y lo llevas, lo llevas. Enviar a Cayo Cosconio por mar a Apulia fue genial, y tu maniobra de tenaza se efectuó de una manera que nadie habría sido capaz, por mucho que hubiera estudiado, de no ser un general nato hasta la médula.

Respuesta que habría debido satisfacer totalmente a Lucio Cornelio Sila. Pero no fue así. Porque Sila tenía la impresión de que Mario seguía considerándose mejor general que él, convencido de que habría sido capaz de someter mejor y con mayor rapidez a los itálicos del Sur. ¿Qué tendré que hacer para que este viejo burro tozudo vea que ha encontrado la horma de su zapato?, exclamaba Sila para sus adentros, sin dar el menor indicio externo de su descontento. Mientras la cólera le reconcomía miró al pequeño César y vio en sus ojos que leía su pensamiento.

—¿Qué piensas, joven César? —inquirió Sila.

—Mi admiración no puede ser mayor, Lucio Cornelio.

—Respuesta poco elocuente.

—Bien sincera.

—Vamos, jovencito, te llevo a casa.

En principio caminaron en silencio; Sila vestía su impoluta toga blanca de candidato y el niño la toga infantil bordada de púrpura con el amuleto de la
bulla
en una correilla al cuello. Sonrisas e inclinaciones de cabeza de los que se cruzaban con ellos hicieron creer a Sila que iban dirigidos a él, hasta que advirtió que, en su mayor parte, eran para el pequeño.

—¿Cómo es que todos te conocen?

—Simple reflejo de la gloria, Lucio Cornelio, por acompañar a todas partes a Cayo Mario.

—¿Así que no es por ti mismo?

—Por estas cercanías del Foro me conocen como el chico de Cayo Mario, pero una vez en el Subura se me conoce por lo que soy.

—¿Está tu padre en Roma?

—No, sigue con Publio Sulpicio y Cayo Baebio ante Asculum Picentum —contestó el niño.

—Entonces pronto regresará, porque ese ejército está en camino.

—Supongo que sí.

—¿No tienes ganas de ver a tu padre?

—Sí, claro que sí —contestó el pequeño llanamente.

—¿Te acuerdas de tu primo, mi hijo?

—¿Cómo podría olvidarle? —contestó, esta vez con un auténtico destello de entusiasmo en su rostro—. ¡Era tan bueno…! Cuando murió le escribí un poema.

—¿Y qué dice? ¿Me lo recitas?

El pequeño César movió la cabeza.

—En aquella época no se me daba muy bien; así que, perdona que no te lo recite. Algún día le escribiré uno mejor y te daré una copia.

¡Qué tontería remover la herida por el simple hecho de que le costaba encontrar conversación con un chiquillo de once años! Sila guardó silencio y contuvo las lágrimas.

Como de costumbre, Aurelia estaba ocupada en su despacho, pero salió en cuanto Eutico le dijo quién había traído al niño a casa. Cuando se sentaron en la sala de visitas, el pequeño permaneció con ellos, observando atentamente a su madre. ¿Pero qué mosca le habrá picado?, se preguntó Sila, fastidiado porque la presencia del pequeño le impedía preguntar a Aurelia cosas que le interesaban. Afortunadamente, ella advirtió su irritación y despidió en seguida a su hijo, que se fue a regañadientes.

—Qué le sucede?

—Sospecho que Cayo Mario le ha dicho alguna cosa que le ha causado una idea equivocada sobre mi amistad contigo, Lucio Cornelio —contestó Aurelia muy tranquila.

—¡Por los dioses! ¡Cómo se ha atrevido ese viejo villano!

—¡Oh! —exclamó la bella Aurelia riendo—, ¡ya hace tiempo que esa clase de cosas ha dejado de preocuparme! Sé de cierto que cuando mi tío Publio Rutilio escribió a Cayo Mario en Asia Menor dándole la noticia de que el marido de su sobrina se había divorciado de ella al ver que había dado a luz un niño pelirrojo, Julia y Cayo Mario creyeron que la sobrina era yo y el padre del niño… tu.

Ahora fue Sila quien se echó a reír.

—¿Tan mal te conocen? Tus defensas son más inexpugnables que las de Nola.

—Cierto. Bien lo sabes tú.

—Soy un hombre como los demás.

—No estoy de acuerdo. ¡Deberías llevar heno en el cuerno!

Con el oído pegado al falso techo de un escondite de su cuarto, el pequeño César experimentó un gran alivio. ¡Su madre era una mujer virtuosa! Pero esa emoción fue desplazada por otra más difícil de vencer: ¿Por qué nunca le había mostrado a él esa faceta de su carácter? Allí estaba, riendo y relajada, dedicada a una especie de chanza que él consideraba simple chismorreo de adultos. ¡Mira que gustarle aquel hombre repelente! Por las cosas que le decía se notaba su antigua y profunda amistad. No sería amante de Sila, pero existía entre ellos una intimidad que él se daba perfecta cuenta que no existía con su padre. Su marido. Enjugándose inquieto las lágrimas, se tumbó y esforzó su mente para distanciarse de la manera que conseguía hacerlo aquellos días, cuando ponía en ello toda su voluntad. ¡Olvida que es tu madre, Cayo Julio César, hijo! ¡Olvida lo mucho que tú detestas a Sila! Escúchalos y aprende.

—Muy pronto serás cónsul —decía ella.

—A los cincuenta y dos años. Más viejo que Mario cuando lo fue.

—¡Y ya abuelo! ¿Has visto a la niña?

—¡Oh, Aurelia, por favor! Supongo que más tarde o más temprano tendré que ir a casa de Quinto Pompeyo con Elia del brazo, a cenar y a hacerle gracias al niño. ¿Pero por qué voy a preocuparme por el nacimiento de una niña de mi hija al extremo de apresurarme a verla?

—La pequeña Pompeya es preciosa.

—¡Pues que levante más revuelo que Helena de Troya!

—¡No digas eso! Yo siempre he pensado que la pobre Helena tuvo una vida muy desgraciada. Fue un bien mueble, un juguete de dormitorio —replicó Aurelia.

—Las mujeres son bienes muebles —añadió Sila sonriendo.

—¡Yo no! Yo tengo mis propiedades y mi trabajo.

—Ya se ha levantado el sitio de Asculum Picentum —dijo Sila, cambiando de tono—. Cayo Julio regresará un día de éstos. ¿Qué será entonces de todo eso que me dices?

—¡No me lo recuerdes, Lucio Cornelio! Aunque le amo tiernamente, temo el instante en que cruce por esa puerta y empiece a encontrar faltas en todo, desde los niños a mi papel de casera, y yo intentaré desesperadamente complacerle hasta que me mande algo que no aguante.

—Y entonces, mi pobre Aurelia, le dirás que no tiene razón y comenzarán las escenas desagradables —añadió Sila con afecto.

—¿Tú te adaptarías a mí? —inquirió ella desafiante.

—Ni aunque fueses la única mujer sobre la tierra, Aurelia.

—Pues Cayo Julio se adapta a mí.

—¡Ah! ¡Qué vida ésta!

—¡Bah, deja de hacerte el frívolo! —espetó ella.

—Pues cambiaré de tema —dijo Sila, reclinándose hacia atrás apoyado en las dos manos—. ¿Cómo está la viuda de Escauro?


Ecastor
! —exclamó ella con los ojos brillantes—. ¿Aún te interesa?

—Desde luego.

—Tengo entendido que se halla bajo la custodia de un hombre relativamente joven… Mamerco Emilio Lépido Liviano, hermano de Livio Druso.

—Le conozco. Es ayudante de Quinto Lutacio en Capua, pero combatió con Tito Didio en Herculaneum y fue a Lucania con los Gabinos. Un tipo fornido… de esos que todos consideran la sal de la tierra. — Se incorporó, adoptando, de pronto, la postura de un gato que acecha una presa—. ¿Va por ahí la cosa? ¿Va a casarse con Lépido Liviano?

—¡Lo dudo! —contestó Aurelia riendo—. El esta casado con una mujer horrible que no le quita ojo. La Claudia que es hermana de Apio Claudio Pulcher… ya sabes, su esposa hizo limpiar a Lucio Julio el templo de Juno Sospita revestido con la toga. Y ella murió de parto dos meses después.

—Es prima de mi Dalmática… me refiero a la Baleárica fallecida —dijo Sila con una sonrisa.

—Tiene muchos primos —añadió Aurelia.

—¿Crees que Dalmática se interesaría por mí actualmente? —inquirió Sila enérgico.

—No tengo ni idea —respondió Aurelia, moviendo la cabeza—. Te lo digo con toda sinceridad, Lucio Cornelio. No tengo ningún contacto con las mujeres de mi clase que no son de la familia.

—Pues quizá podrías hacer amistad con ella cuando regrese tu marido. Entonces tendrás más tiempo libre —dijo Sila malicioso.

—¡Basta, Lucio Cornelio! Por decir eso, te vas ahora mismo.

Fueron juntos hasta la puerta. En cuanto dejó de verlos por el agujerito, el pequeño César salió de su escondite.

—¿Harás amistad con Dalmática por mí? —inquirió Sila, mientras ella le abría la puerta.

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