Durante un rato no se dijeron nada. Milo caminaba delante, en silencio, y la joven le seguía igualmente callada. El hijo de la Signora parecía pensativo, pero de pronto, como si hubiera tomado una decisión repentina, se detuvo en medio de un puente que cruzaba el Tíber y miró en distintas direcciones.
—¿Verdad que es magnífico? —preguntó.
Ella no entendió qué quería decir. El se colocó tras ella y le tapó los ojos con las manos.
—¿Qué oyes? ¿Qué sientes?
Sentía las manos de él, y una parte de su cuerpo contra la espalda.
—Espera un poco —insistió el joven.
Ella esperó; ambos esperaron, sin hablar. Milo aún tenía las manos colocadas sobre el rostro de Antonia, y el calor que desprendían sus palmas se mezclaba con la calidez del sol del mediodía. Ella le dijo exactamente lo que estaba experimentando.
—Bien —repuso él—. ¿Y qué más?
Ella comenzó a escuchar el río, que fluía indolente y casi mudo en dirección al mar; su ronco murmullo, su gorgoteo; después, los cascos de pequeños botes que se frotaban entre sí, el chillido de una gaviota, una campana a lo lejos, voces infantiles. Con el tiempo, sus sentidos comenzaron a mezclarse de manera extraña: olía el calor de las piedras del puente; sentía el Tíber bajo sus pies; paladeaba el sol en sus labios. Los ruidos de la Ciudad Eterna se fundían los unos con los otros en una melodía, como instrumentos variados componiendo una sonata. Podría haberse quedado allí escuchando eternamente.
—Increíble —dijo ella—. ¿Este lugar es mágico? Percibo aromas que no están aquí en realidad.
—¿Como cuáles?
—Madera de sándalo. Huelo madera de sándalo en un puente del Tíber. No tienen ningún sentido.
El apartó las manos de la cara de la muchacha.
—¿Sigues oliendo el sándalo?
—No.
—El aroma venía de mis manos —dijo él—. Siempre me ha gustado el olor del sándalo, y por eso me froto las manos con él todas las mañanas —miró azorado al suelo y sonrió—. Ya lo sé, suena un poco estúpido.
—No, en absoluto —repuso ella—. Me gustan esas manías. Como pintora de vidrieras, yo misma tengo algunas. Por ejemplo, me gusta acariciar el cristal antes de montarlo.
—¿Lo acaricias?
—Sí.
—¿Como si fuera piel? ¿Como hago ahora contigo? —él le acarició la mano.
A Antonia le gustó el tacto de aquellas manos de madera de sándalo.
—Sí, algo así.
Milo no intentó conseguir de la hermosa intimidad que había surgido entre ellos más que aquel roce, se apoyó con los brazos cruzados sobre la barandilla.
—Cuando era más joven, venía aquí siempre a observar el río durante todo el día, a escuchar su murmullo bajo mis pies —su voz parecía haber cambiado de repente; ya no era tan frívola como la tarde anterior, sino más seria, casi taciturna, melancólica—. A menudo soñaba con dejarme llevar por él, allá donde me arrastrara, y vivir aventuras, sumergirme en las historias que transportara la corriente, y de allí saltar a la siguiente orilla, hacia nuevas aventuras e historias. He querido ver muchos cielos distintos, cielos infinitos, cielos púrpuras, cielos dorados, unidos al océano por una fina franja de horizonte. Todo eso soñé, en aquellas mañanas y aquellas tardes que he pasado, con el río entrando por mis ojos y mis oídos, justo en este mismo puente, en este mismo punto central.
Antonia se apoyó a su lado en la barandilla, tan cerca que los codos de ambos se rozaban. Milo miró hacia el punto en el que se encontraba la barandilla y dijo:
—En un momento dado, cuando yo tenía catorce o quince años, mi madre se acercó y me dijo que me había concebido en este puente.
—¿Aquí?
—Aquí. El era un alto cargo eclesiástico y ella era una prostituta. Soy hijo de un prelado y de una prostituta que se encontraron una noche en un puente. Si hubiera sido mínimamente honrado, y me hubiera reconocido como su hijo, al menos de forma no oficial, entonces podría haber estudiado y haber hecho carrera en la Iglesia. Ya sería al menos obispo.
Antonia miró, igualmente, a aquel punto en el que ambos tenían colocados los codos.
—Y yo que pensé que estabas satisfecho con quien eres. Al menos, esa era la impresión que me había formado.
—Y lo estoy —replicó él—. No hay nada que se pueda hacer contra el pasado, así que aceptarlo es lo mejor. Tengo una vida cómoda, y hago lo que me gusta, ¿qué más puedo querer? ¿Has visto mis pantalones? Los llevo porque son cómodos y me gustan. Si fuera obispo, no podría llevarlos. Los días calurosos, prefiero caminar descalzo. ¿Alguna vez has visto algún obispo que dé la misa descalzo?
Antonia rio.
—Apuesto a que también serías capaz.
Milo se unió a su risa.
—¿De verdad lo crees?
—Sí. Estás completamente loco.
—¿Que yo estoy loco? ¿Me has llamado loco? —respondió, haciéndole cosquillas a la joven en la cintura—. Retira lo dicho o...
Ella se retorció de la risa.
—Lo retiro, lo retiro —gritó ella—. Diré justo lo contrario, si quieres, pero para ya, por favor.
La liberó del ataque, y ella se inclinó de nuevo sobre la cálida piedra de la barandilla. Respiraron al unísono y se miraron.
—¿Tienes algún compañero? —le preguntó él—. Ya sabes, alguien con quien... estés.
¿Qué debería responder ella? ¿Que sí había alguien? ¿Que tenía un sueño muy parecido a ese anhelo juvenil de Milo de cielos, aventuras e historias junto a la corriente de un río, con la única diferencia de que el sueño de ella era de carne y hueso? ¿Que en realidad el motivo de que ella hubiera acudido al Teatro había sido tratar de seducir a un hombre al que ella amaba y que temía perder?
—¿Por qué lo preguntas? —dijo ella, para evitar la respuesta.
—Eres una mujer con la que he ido a dar un paseo. Eres una mujer hermosa con la que he ido a dar un paseo. Eres una mujer hermosa que, al igual que yo, escucha, huele y siente cuando se apoya en este puente. Por eso quiero saberlo.
—¿Te molestaría si hubiera alguien?
—No.
Ella quiso responder, pero no supo qué decir, y Milo no insistió.
—Está bien —dijo—. Vamos a buscar a Porzia.
Al igual que antes, él volvió a caminar algunos pasos por delante. Antonia analizaba su cuerpo, observaba la holgura de la musculatura de su espalda bajo la túnica, y aquella forma tan peculiar suya de caminar, totalmente desenfadada. Era todo tan fácil con él... La tuteaba, la acariciaba, caminaba descalzo, compartía su pasado con ella, le rozaba la mano, le llamaba hermosa. Todo con desenvoltura. Con Sandro todo era tan solemne como una misa. Su mirada, sus palabras, sus emociones, causaban gozo solo porque exponía muy poco y se guardaba la mayor parte. Nunca le había llamado hermosa, nunca la había cogido de la mano. Cada elogio, cada palabra cariñosa surgía como si fuera una brasa al rojo vivo que estuviera quemándole la garganta. La única que vez que la había hecho un auténtico cumplido, en Trento, se había expresado de forma tan compleja y abochornada como un padre que trata de explicarle a su hijo de ocho años de dónde vienen los niños. Hacía seis meses que conocía a Sandro, y habían pasado por muchas cosas juntos, pero a ella le parecía que apenas le conocía mejor que a Milo, de quien ni siquiera había sabido su existencia hasta la tarde anterior, y con quien, desde entonces, ya había charlado animadamente dos veces.
Antonia se puso a la altura de Milo con dos saltos, le miró y dijo:
—Me alegro de que no seas obispo.
El cuarto de Porzia estaba en una casa que no parecía compuesta de paredes, sino del moho que las cubría. Ni en la puerta principal ni en la del cuarto había cerraduras funcionales o, al menos, un simple pestillo, y los chavalines que se encontraron en la escalera tenían aspecto de ganar dinero sirviendo en aquellas mismas habitaciones sin cerrojo. Con cada paso aparecían excrementos de ratón o de rata, que crujían bajo los pies como guisantes, y en las esquinas, masas informes de las que Antonia no quería ni imaginarse el orificio corporal del que procedían.
Porzia no estaba allí, pero una casera, de cuya mandíbula inferior asomaban una decena de dientes como guijarros grises, le mostró el cuarto. Cuando Milo le dio una moneda, la vieja les dejó solos, y Antonia se sintió tan llena de curiosidad como de consternación.
El alojamiento consistía en un cuartito diminuto, en el que un hombre del volumen de Milo apenas tenía que estirar los brazos para rozar las dos paredes laterales. En la cara frontal de la estancia, había una cama con la ropa revuelta y no demasiado limpia, y aún quedaba espacio para un pequeño arcón para la ropa, un tocador cojo y una silla. Sobre la silla, se repartían el espacio un espejo roto, una jarra sin tapa llena de vino tinto, una botella transparente con algún fluido pardo de aspecto repugnante, y una fuente con restos de sopa y una mosca ahogada como única guarnición.
—No quiero esperarla aquí —dijo Antonia—. Con solo girar la cabeza ya me empieza a picar todo.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Informaré a Sandro.
—Sandro —dijo Milo—. Entonces ese es el hombre que quiere encontrar a Porzia.
Por la forma en que lo dijo, Antonia se dio cuenta de que él comprendía que Sandro no era solo el hombre que quería encontrar a Porzia, sino también era el hombre por el que le había estado preguntando. El otro hombre.
—Sí —repuso ella—. Sandro debe saber dónde vive Porzia.
La mano de Milo le recorrió el brazo y la mejilla.
—Si quieres —le dijo—, puedo hacerlo por ti.
El recuerdo que conservaba de la cámara apostólica era la de un archivo, una gigantesca sala hecha para la memoria y la conservación, constituida por monumentales estanterías, cajones rotulados e información inconmensurable. Las librerías conformaban avenidas polvorientas flanqueadas de tomos, de pergaminos y de mapas. Dado que solo había cuatro ventanucos que, además, en ese momento estaban cerrados, flotaba en el aire el aroma mohoso de la descomposición, cargado además con el polvo acumulado y el cuchicheo de los funcionarios que recorrían los pasillos como espectrales susurros.
El capitán Forli y Sandro Carissimi estaban sentados, a buena distancia de cualquier fuente de luz natural, sobre un pupitre, y Carissimi estudiaba un documento que acaba de extraer de las estanterías. Línea a línea, hoja a hoja, bloque a bloque, comprobaba cada registro. Forli, que no tenía nada que hacer, tamborileaba con los dedos sobre el pupitre. De vez en cuando, se interrumpía brevemente para levantarse y dar vueltas, inquieto. Odiaba estar sentado sin hacer nada, odiaba los silencios prolongados, odiaba aquella montaña de conocimientos que le rodeaba. Sin embargo, lo que más le perturbaba aquella tarde era la idea de no llegar a tiempo a la fiesta de compromiso de Ranuccio Farnese y Bianca Carissimi. Francesca le había invitado el día anterior, cuando habían estado preparando juntos el café, y no quería perderse por nada en el mundo la posibilidad de volver a verla.
—Quizás habéis cogido el documento que no era —repitió, por cuarta vez aquella tarde.
Sandro Carissimi contestó por cuarta vez, muy lentamente y sin levantar la vista:
—No lo creo.
—Maldita sea, ¿cómo podéis estar tan seguro? Sois un monje, no un archivero, y si hubiéramos hecho lo que propuse, si hubiéramos consultado con alguno de los encargados de la cámara, hacía tiempo que habríamos salido de esta gruta de cifras.
Carissimi examinó cuatro líneas de registros antes de contestar, medio ausente:
—Creer en los números es como creer en Dios. En ellos reside la verdad.
—¿Pero qué clase de tontería jesuita es esa? A veces me sacáis de mis casillas con tanta parafernalia religiosa.
Sandro comprobó tres líneas más.
—No siempre he sido jesuita, Forli. No olvidéis que provengo de una familia de comerciantes, y siempre me quedan restos de ello, aun cuando me lave dos veces al día.
—¿Y qué queréis decir con ese discurso?
Sandro siguió comprobando entradas, después colocó la hoja a un lado y miró a Forli.
—Que, como monje, tengo conocimientos de bibliotecas y archivos, y como hijo de un mercader, tengo conocimientos de cifras. He elegido el documento correcto, solo que aún no he extraído la verdad que contiene.
Forli se recostó de nuevo e hizo chasquear las falanges de cuatro dedos. La oscura perspectiva de pasar la noche entre polvorientas actas y un monje que hablaba con acertijos en lugar de bailar hasta reventar con Francesca Farnese se mezclaba con el espantoso malestar que le torturaba desde la noche anterior, algo que le ponía aún más nervioso, pues habitualmente no le «torturaba» ningún tipo de «malestar». Eso era algo propio de las mujeres y los artistas, no de los capitanes, de los hombres de verdad y, lo que era aún peor, le ponía nervioso estar nervioso: un círculo vicioso de nervios absolutamente involuntario y contrario a su filosofía personal.
La lealtad había sido para Forli, hasta aquel día, una cuestión simple, una vía recta de la que no surgía ninguna bifurcación y de la que resultaba imposible extraviarse. Desde que se había hecho soldado, su lealtad había pertenecido al príncipe-obispo de Trento, y no le había molestado en lo más mínimo. Ahora que servía en Roma, evidentemente se veía obligado para con el Papa. Si se mantenía fiel y no se comportaba como un idiota, lograría de forma inminente hacer carrera, que no solo le sacaría de aquella odiosa prisión, sino que le llevaría a los círculos dirigentes de las tropas policiales de la ciudad, quizá incluso a su cumbre. No había motivos para dudar de las afirmaciones de Massa, como tampoco había ninguna razón de peso por la cual abandonar el sendero recto que siempre había llevado, el sendero de la obediencia.
Sin embargo, en aquella ocasión, le resultaba difícil. Las instrucciones que Massa le había dado procedían del Papa y eran claras, y sin embargo él las había seguido a regañadientes. No solo porque los trucos y las artimañas, que él detestaba, pero debía aplicar, le afectaran al estómago como la col cruda, sino también por otro motivo, uno que se sentaba al lado suyo, que llevaba un odioso hábito y que se encontraba temporalmente fascinado por la contabilidad. Carissimi se las apañaba para hacer muy difícil el verle como a un enemigo, pues tenía demasiadas cualidades honorables. El jesuita había cometido muchos errores, que podían llegar a considerarse graves, al inicio de sus investigaciones en Trento, si bien, él los había aceptado sin reparos ni condiciones. Con su negativa a permitir que se torturara a Carlotta da Rímini se había arriesgado mucho, y había puesto su vida en juego para librar a Antonia Bender del mismo destino. No le faltaban ni valor ni perspicacia, y sus pesquisas eran tan imparciales que ni su propio padre había logrado reprimirlas. Con la excepción del intento del día anterior por parte de Carissimi de degradarle a él, a Forli, a la categoría de simple ayudante, no había motivo alguno para desconfiar de él.