La cortesana de Roma (24 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
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Sin embargo, esa era su misión. Eso y algo más.

—¿En qué pensáis, Forli? Tenéis mal aspecto —dijo Carissimi de pronto, sin apartar la mirada del papel que tenía ante él.

Aparentemente, entre sus habilidades también se contaba la capacidad de observar de forma analítica por el rabillo del ojo.

—¿Y? —repuso Forli—. Vos siempre tenéis mal aspecto.

Carissimi rio.

—Touché
—respondió este.

Pasó un rato antes de que Forli prosiguiera:

—Estaba pensando en vuestro padre y en las sospechas que tenéis en torno a él.

Aquel comentario, al menos, no era enteramente mentira, y lo que le siguió a continuación era la pura verdad.

—He hecho investigar sus negocios. No hay nada de irregular ni de ilegal en ellos.

Carissimi alzó la vista.

—¿Estáis seguro?

—Transacciones comerciales normales: transporte y venta de algodón, seda y perfumes. Disfruta de una reputación intachable y nunca ha tenido conflictos con la ley.

—¿Le habéis examinado a fondo? La primera vez que hablamos del tema fue ayer por la tarde.

—No todo el mundo tiene la lentitud como undécimo mandamiento, Carissimi.

Sandro Carissimi volvió de nuevo la mirada a los documentos, mientras los dedos de Forli comenzaban una vez más su rítmico ataque. La perspectiva de pasar horas ante mil quinientos años de historia de la Iglesia le amodorraba, pero como no quería volver a pensar por sexagesimonovena vez en Francesca y vigesimocuarta en el encargo de Massa, desvió la atención a meditar sobre si en algún punto entre los numerosos documentos y recibos se encontraría también letras de cambio firmadas por el propio san Pedro. Justo cuando llegaba a la conclusión de que probablemente no sería el caso, puesto que documentos así serían como los huesos o fragmentos de diente, o pelos de barba del santo y, por tanto, se los habría expuesto como reliquias ante la maravillada cristiandad, Carissimi gritó de pronto:

—¡Aquí! Lo encontré.

Presentó a Forli ante sus mismas narices una línea de números, como si fuera un tesoro de valor incalculable perdido desde tiempos remotos.

—¿Qué es eso? —preguntó Forli.

—Lo que veis. Es la prueba de que hace seis meses la Cámara Apostólica realizó un pago en efectivo a una sucursal bancaria por valor de cuatro mil ducados. El asunto del pago viene especificado de la siguiente manera: «Un décimo».

—No estoy muy versado en la materia, Carissimi, pero me parece un hecho bastante usual.

—Sería muy usual, en efecto, teniendo en cuenta que la Cámara Apostólica concede y presta, sobre todo presta, dinero igual que un banco— entonces, prosiguió con un tono ligeramente reprobatorio—. Lo que esta sucursal tiene de particular, es que lleva el nombre «Augusta».

—La gargantilla de piedras preciosas —dijo Forli—. Las joyas formaban el nombre de Augusta.

—En realidad estaba buscando cantidades procedentes de la Cámara Apostólica y dirigidas a Maddalena Nera, pero en lugar de eso, di con Augusta.

—La coincidencia de nombres no puede ser casualidad.

—Eso mismo pienso yo. Y fijaos en lo elevado de la suma, Forli: cuatro mil ducados, no denarios. Es una fortuna.

—Quirini —exclamó Forli, que se despertaba de pronto como si le hubieran pinchado con un alfiler—. Quirini es quien está detrás. Ha utilizado el dinero de la Cámara Apostólica para pagar a Maddalena Nera el dinero del chantaje. Cuando comprendió que Quirini era una fuente de dinero inagotable, puesto que como
camerarius
cuenta con acceso al tesoro de la Iglesia, le exigió aún más. No sabemos exactamente qué utilizaba ella para presionarlo, pero puedo imaginarme que no sería la primera vez que él extrae dinero de la Cámara. Quizá pagaba los servicios de su querida directamente con fondos eclesiásticos y en un momento de irreflexión llegó a contárselo. Desde entonces, le tuvo en sus manos.

Carissimi suspiró.

—Me temo que no me habéis entendido, Forli —murmuró con voz tan baja que apenas se le podía oír.

—Incluso aunque no fuera así —exclamó el capitán, furioso—. Tenemos que apretarle las tuercas al cardenal Quirini.

Carissimi dobló el documento en el que se encontraban las cifras y lo metió dentro de su hábito.

—Es muy pronto para eso. No hay nada que demuestre que Quirini abonó esa suma personalmente, y que fue Maddalena quien lo recibió. Solo tenemos cuatro mil ducados que alguien pagó a alguien.

—¡Maldita sea, Carissimi! Quiero cerrar el caso tan rápido como sea posible.

—Y yo quiero cerrarlo con tanta perfección como sea posible.

—Teníamos un acuerdo.

—Que he mantenido. Estamos en la Cámara Apostólica, ¿no es así? Y hemos dado un paso adelante.

Forli se consumía de rabia.

—Si no queréis interrogar a Quirini, ¿se me permite entonces saber a quién queréis interrogar en su lugar?

—Tengo la intención de interrogar a mi hermana Bianca.

18

Ranuccio Farnese: peligroso, despiadado y arrogante, con el rostro de un delincuente juvenil de los barrios bajos. Aquella fue la primera impresión que Sandro se formó de su futuro cuñado. Aunque aquel rostro, aquella cabeza, se irguiera sobre un cuerpo vestido con aristocráticas sedas, el atributo «caro» cuadraba más con Ranuccio que el adjetivo «elegante». Medias azul zafiro, una túnica arrugada de color rojo, y una levita blanca componían un atuendo que le hacían parecer algún tipo de pájaro exótico traído del Nuevo Mundo y encerrado en una jaula para que todo el mundo lo contemplase. De hecho, aquella tarde, Ranuccio estaba allí para su discreta exhibición ante los invitados, si bien no por su vestimenta. El festín era tan espléndido como cabía esperar en la casa de una familia aristocrática venida a menos: los manjares más selectos, la cubertería de plata fina, los pajes más bellos con las libreas más hermosas, y el acompañamiento musical compuesto de madrigales y de un número de baile realizado por delicadas ninfas. Evidentemente, se podían encontrar espectáculos así cualquier tarde en Roma, especialmente en los
palazzi
de los Farnese, pero lo decisivo de aquel caso particularera que el anfitrión se llamaba Ranuccio Farnese. Aquella lujosa fiesta de compromiso era un símbolo, una especie de resurrección de la fortuna perdida, y Ranuccio se comportaba como si, de hecho, lo fuera.

Todos habían acudido: el clan entero de los Farnese, los Orsini, los Este y Colonna, algunos Medici, Sforza y Ghislieri. Las mujeres llevaban joyas y lucían la opulencia de sus exuberantes cuerpos; los hombres exhibían puñales laboriosamente labrados en sus caderas, donde ofrecían la cortés impresión de querer mantenerlos escondidos.

Entre aquellos grandes nombres, los Carissimi parecían extranjeros. El padre de Sandro se esforzaba por mantener la dignidad entre todos ellos, y no se daba cuenta de que así lo despreciaban todavía más. La antigua nobleza heredaba su alcurnia, y tenían por algo innecesario hacer gala de ella en su comportamiento. Para ser como ellos, había que actuar como canallas o como víboras, y no como seres pomposos o como monjas. La piedad de la madre de Sandro, de hecho, era un tema de chanza aún más jugoso que la pose señorial de Alfonso. Un beduino desnudo habría llamado menos la atención que
donna
Elisa, vestida con su discreto y pudoroso traje negro. Puesto que Sandro no era conocido entre los invitados, se enteraba de todo aquello que permanecía ajeno a sus padres y a Bianca, pues había tenido la precaución de no gritar a los cuatro vientos su pertenencia al círculo más interno de los Carissimi. La familia se encontraba desde hacía pocos años entre las más acomodadas de la ciudad, y quién sabe en qué ocasión podrían llegar a resultar útiles.

Las simpatías que Bianca recibía eran, al menos, algo más honradas. Pronto sería una Farnese, aportaría una dote impresionante y bombearía así a Ranuccio una corriente fluida de dinero que surgiría de la casa Carissimi directamente a su bolsillo. Por lo demás, Bianca se mostraba de lo más conformista, e iba alternando los morritos compungidos con la más amplia de las sonrisas.

—Sandro, es estupendo verte por aquí. Cuánto me alegro, después de tantos años. Pero, ¿qué te has puesto? Un hábito de monje, pero por favor, Sandro. Hoy celebro mi compromiso, ¿no podías haber elegido algo un poco más lustroso? Pensé que te habían ascendido a visitador, o como se llame. ¿Esos no tienen alguna túnica de gala como los obispos? ¿Por qué no tienes ningún vaso en la mano? No me extrañaría que estuvieras más seco que una piedra. ¿Has echado ya un vistazo al
palazzo
? ¿Verdad que es maravillosamente antiguo? Estoy enamoradísima de él. Evidentemente habrá que hacerle alguna cosilla, porque lo han descuidado completamente, aunque sea solo el techo. ¡Por Dios! En el fondo le hace falta una reforma completa... ¿No dices nada? ¿Es que has hecho voto de silencio?

—Te deseo todo lo mejor.

—¿Qué? Oh, bien, gracias —dijo ella, distraída, y sumergió la nariz en la copa de cristal casi vacía.

—Me gustaría hablar un momento contigo, Bianca. Es sobre... —miró a su alrededor, para comprobar que su madre no estuviera detrás de él—. Es sobre...

—Oh, discúlpame, es que por ahí viene Giulia d'Este. Es condesa, ¿lo sabías? Querida Giulia, es estupendo verte...

Sandro no hizo amago de atraparla. Estaba más centrado en intentar alcanzar a alguno de los pajes que llevaban copas de cristal de rojo contenido, si bien temía que no se conformara solo con un vaso, y no se atrevía a emborracharse delante de su madre. Prescindiendo del hecho de que considerara que los padres nunca deberían ver bebidos a sus hijos, y viceversa, para Elisa sería un duro golpe comprobar que su retoño no era el virtuoso jesuita que ella pensaba. Habló un rato con ella, a lo cual la mujer se agarró a su brazo como si fuera una rama a la que asirse en medio de un torrente. Para Elisa, el
palazzo
era un festín de Sodoma, pero por amor a su hija debía mantenerse entera y reprimir el deseo de salir corriendo provocando todo un escándalo. A Sandro no le importaba permanecer a su lado, pues le gustaba la sensación de que ella le necesitara y tuviera buen concepto de él. Así, podía hacer finalmente algo por ella, aunque solo fuera acompañarla.

Interrumpieron la conversación cuando vieron que Sebastiano Farnese penetraba en el salón de fiestas. Su hermano Ranuccio y el padre de Sandro acudieron de inmediato a hablar con él, y ambos intentaron llevarle hasta una sala contigua, más tranquila. Sebastiano, no obstante, parecía tener prisa, y les dejó allí, es más, se sacudió de encima con decisión la mano de Ranuccio, que le había agarrado del hábito. Entonces, corrió, subiendo los peldaños de dos en dos, por la amplia escalera que llevaba al piso superior.

La escena completa apenas había durando unos instantes, y casi nadie daba muestras de haberse percatado de lo sucedido, sin embargo, había despertado el interés de Sandro.

—¿Qué ha sido eso? —le preguntó a su madre.

—No lo sé, hijo mío, pero probablemente se deba a que Sebastiano esté preocupado por Francesca. Ya te he dicho que tienen un fuerte vínculo fraternal.

—¿Francesca no se encuentra bien?

Elisa bajó la voz.

—Ha tenido una recaída en su estado de salud. Algunos días se encuentra tan débil que apenas le falta un aliento para perder la vida. Me da mucha pena, rezo todos los días a la madre de Nuestro Señor.

—Debería ir a la orilla del mar, eso aliviaría sus molestias.

Elisa graznó de indignación.

—El verano pasado quise llevar conmigo a Francesca a Civitavecchia, pero Ranuccio no se lo permitió.

—¿Aunque le siente tan mal estar aquí?

—El insiste en que Francesca debe permanecer en Roma, supuestamente porque es donde se encuentran los mejores médicos. ¡Qué insensatez! Lo cierto es que disfruta jugando a ser el cabeza de familia. Obligó a Sebastiano a ingresar en los dominicos, e impide que Francesca entre en una orden. Es un déspota. ¡Y mira cómo se emborracha!

Sandro prefirió callar ante ese último comentario, pero lo cierto era que Ranuccio no solo estaba bebiendo demasiado, sino que su rostro se había demudado de forma pavorosa. Todo lo que había de peligroso y taimado en él salió al exterior, mientras su escasa educación desaparecía completamente. Insultó a un paje que, supuestamente, le había salpicado de vino el traje, aunque el propio Ranuccio había tenido la culpa. Cuando comenzó el baile, no tuvo reparo alguno en intercambiar miradas y roces excesivamente íntimos con algunas de las damas presentes, ante unos invitados que, no solo no se molestaron, sino todo lo contrario: a partir de ahí la velada comenzó a caer en la frivolidad más absoluta. Cuanto más tiempo transcurría, más fuertes y estruendosas eran las risas, más frenéticos los bailes y, después de que la madre de Sandro se despidiera y abandonara el
palazzo
, Ranuccio terminó de perder todo autocontrol. Voceaba y hacía el tonto de una manera que rompía todas las reglas del buen gusto. Inició una rueda de baile que él mismo dirigía y que abarcaba a todos los presentes. Su alegría antinatural y absolutamente exagerada tenía algo de inquietante, de brutal.

Durante un rato, Sandro liberó a su futuro cuñado de su atención y se centró en buscar a Forli, al que había perdido de vista en cuanto habían entrado juntos por la puerta y, como no podía encontrarlo, optó por buscar finalmente a Bianca. Al no hallarla en la sala de fiestas, entró en la habitación contigua: el despacho de Ranuccio. Las paredes estaban cubiertas con incontables dagas, sables, puñales y mosquetes, como el camarote de un capitán pirata. En el medio, había un cuadro que, con toda probabilidad, representaba a los padres de Ranuccio, pues entre este y el hombre del retrato había similitudes innegables: un rostro ajado, soberbio y antipático. A su lado, la madre, la encarnación de la resignación. ¿Qué podía hacer aquel vestido verde y reluciente, aquellos pendientes de plata y esmeraldas, ante unos marchitos ojos verdosos? Con la descripción de su madre, aquella era exactamente la imagen que Sandro se había formado de la pareja.

El escritorio parecía muy ordenado, probablemente porque Ranuccio no lo utilizara nunca.

Había una puerta abierta a otra habitación, de la que llegaron sonidos extraños que Sandro no pudo identificar. Parecía el sonido de un pergamino al rasgarse. Sandro se estaba aproximando lentamente al cuarto contiguo, cuando de pronto resonó en la sala un grito corto y ahogado, seguido inmediatamente de un fuerte golpe, como una palmada.

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