¡Hoy es un gran día, amigo mío! —exclamó—. ¡Acabamos de cruzar el trópico!
¿Ah, sí? —preguntó Martin, con la cara roja de alegría—. Ja, ja! ¡Por fin hemos llegado a la zona tropical y se ha hecho realidad una de las ilusiones que he tenido durante toda mi vida! —Miró ansioso hacia el mar y el cielo, como si creyera que lodo era diferente ahora, y, casualmente, ocurrió algo que causaba más satisfacción a un naturalista que a otros hombres: un ave tropical llegó con el viento y empezó a volar sobre la fragata describiendo círculos. Era un ave de color blanco satinado matizado de rosa y tenían dos plumas extraordinariamente largas en la cola.
Cuando Stephen y Higgins empezaron a hacer las sangrías a los marineros, todavía el ave estaba allí, unas veces dando vueltas alrededor de la fragata, otras cerniéndose sobre la proa y otras posándose en la punta de un mástil. Martin, que no había querido comer para no dejar de contemplarla ni un momento, seguía observándola. Sacaron solamente ocho onzas de sangre a cada uno, pero juntando la de unos y otros obtuvieron al final casi nueve cubos de sangre espumosa de extraordinaria belleza. Entre los tripulantes había muchos tipos débiles que se desmayaban porque el olor a sangre era cada vez más fuerte debido a que el viento amainaba y el calor aumentaba. Uno de ellos, un joven infante de marina, literalmente había metido la cabeza en un cubo lleno al desmayarse y había provocado que se derramaran tres más. El doctor Maturin se enfadó tanto que mandó a algunos hombres a vigilar los cubos, y al menos a los seis pacientes siguientes les sacaron sangre hasta que casi les dejaron blancos como el papel. Los dos cirujanos terminaron de hacer todas las sangrías en solamente una hora y quince minutos, pues usaban los flemes con rapidez. Entonces varios marineros llevaron abajo a sus amigos desmayados para reanimarles con agua de mar o vinagre, según su gusto, y luego los dos cirujanos decidieron actuar con equidad y se hicieron sangrías el uno al otro. El ave se fue, pero, antes de que se alejara, Martin pudo ver que tenía el pico amarillo y los dedos palmeados, y entonces Stephen se volvió hacia su amigo y dijo:
Creo que ahora podré mostrarle algo que causará satisfacción a cualquier persona especulativa y que tal vez permita determinar la especie.
Pidió a Honey, quien estaba encargado de la guardia, que le proporcionara seis hábiles pescadores y al contramaestre que le diera dos montones de filástica del tamaño de un bebé. Hasta ese momento todos los marineros, el capitán y los oficiales se habían estado apretando el brazo donde les habían hecho el pinchazo y tenían un gesto preocupado, pero de repente Jack puso una expresión alegre y avanzó hacia donde estaba el doctor para preguntarle:
¿Qué vas a hacer, doctor?
Espero cazar a los cazadores —respondió Stephen, estirando el brazo hacia las drizas de la sobremesana, donde estaban enganchados los anzuelos para pescar tiburones con sus correspondientes cadenas—. Pero sobre todo espero determinar su especie. Estoy seguro de que son del género de los
carcharias
, pero no sé de qué especie. ¿Dónde está ese condenado Padeen? Bien, Padeen, engancha estos bebés en los anzuelos y sumérgelos en la sangre hasta que yo haya logrado que esos villanos se acerquen a la popa.
Cogió un cubo de sangre y la echó despacio por el imbornal del costado de estribor más próximo a la popa. Tanto Mowett como Pullings dieron un grito cuando vieron mancharse la pintura, que para ellos era sagrada, pero los marineros que tenían que quitar la mancha fueron a la popa alegres y llenos de curiosidad. Los marineros no fueron defraudados, pues tan pronto como la sangre (aunque infinitamente diluida) llegó adonde se encontraban los tiburones, ambos salieron a la superficie, se acercaron a la fragata y empezaron a nadar de un lado a otro de su estela, asomando sus negras aletas por encima de las blancas aguas. La sangre de otros dos cubos, que se extendió por detrás de la popa formando una gran mancha rosada, les causó una gran excitación. Entonces ambos, ya sin precaución, pasaron por el lado de la fragata y luego regresaron a la estela por debajo de la quilla repetidamente, con gran rapidez y agilidad, haciendo borbotar el agua y formando espuma, y a veces nadando con la mitad del cuerpo fuera del agua y otras justo por debajo de la superficie.
¡Deja caer el primer bebé y espera a que el tiburón muerda el anzuelo! ¡No se lo saques de la boca, por lo que más quieras!
El marinero que estaba al final de la popa apenas había dado una vuelta a la polea para bajar la cadena cuando el anzuelo quedó clavado en la boca de un tiburón y la cadena se puso tensa. Entonces el tiburón empezó a dar violentos golpes contra el costado de estribor por debajo del agua, y el otro, enfurecido, comenzó a arrancarle pedazos del vientre y de la cola.
¡El siguiente bebé! —ordenó Stephen y vertió el resto de la sangre.
El tirón que dio el segundo tiburón fue más fuerte que el del primero, y entre los dos hicieron que la
Surprise
se desviase de su rumbo treinta grados.
¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Martin, mirando los monstruosos y peligrosos peces que habían capturado—. ¿Tendremos que soltarles? Si los subimos con las cadenas, destrozarán la fragata.
No sé qué hacer —respondió Stephen—, pero creo que el capitán Aubrey sabrá.
Disminuya la velocidad —ordenó Jack al timonel, que había estado contemplando el espectáculo en vez de mirar la tablilla, y luego, volviéndose hacia el contramaestre, añadió—: Señor Hollar, amarre una par de bolinas a las puntas de la cruceta y procure subirlos a bordo sin causar daños a los obenques.
Al final los pesados, fuertes y furiosos animales subieron a bordo sin ocasionar daños, debido al cuidado que pusieron los marineros al hacerlo. Cuando estaban tendidos sobre la cubierta parecían mucho más grandes y más peligrosos, pues abrían y cerraban sus potentes mandíbulas haciendo un ruido similar al de un baúl al cerrarse de repente. Todos los marineros que Stephen había conocido hasta entonces sentían un inmenso odio por los tiburones, y, obviamente, esos no eran una excepción, pues miraban con satisfacción los moribundos monstruos y los maltrataban. A pesar de eso, a Stephen le sorprendió ver que Nagel, que había sido azotado hacía poco, pateaba e insultaba al más grande. Más tarde, después que los marineros del castillo cortasen la cola del tiburón que estaba entero para colocarla en la proa, para que sirviera de adorno y trajera suerte a la fragata, y mientras Stephen y Martin hacían la disección del animal, Nagel fue a verles y les preguntó tímidamente si podían darle un pequeño trozo de la espina dorsal, aunque fuera la punta del pescuezo, porque había prometido a su hija que le llevaría un pedazo.
¡Por supuesto! —exclamó Stephen—. Y también puedes darle estos —añadió, sacándose del bolsillo tres grandes dientes triangulares, que eran necesarios para identificar la especie.
¡Gracias, señor! —exclamo Nagel, envolviéndolos enseguida en un pañuelo—. Le estoy muy agradecido —añadió, guardándose el pañuelo en el pecho y haciendo una mueca de dolor, y luego se tocó la frente con los nudillos y avanzó hacia la proa caminando muy tieso.
Cuando llegó a la mitad del pasamano se volvió y dijo:
Ella se pondrá muy contenta, su señoría.
Al menos ese día Stephen acertó en su predicción. Cuando llegó la hora de cantar esa tarde, después que los tambores tocaron como si se fuera a pasar revista, las sangrías y la excitación que habían provocado los tiburones ya habían hecho olvidar a los marineros el castigo corporal aplicado esa mañana. El cocinero les deleitó con una balada de ochenta y una estrofas que hablaba del pirata escocés Barton, acompañado de tres armónicas; y el coro que había creado recientemente el señor Martin cantó bastante bien parte de un oratorio que el pastor quería que llegaran a cantar antes de que volvieran a Inglaterra. En una ocasión en que Martin viajó como pasajero en un navío de línea al mando del capitán Aubrey, había formado un coro con los tripulantes que tenían aptitud para la música y consiguió que cantaran a la perfección el
Mesías
, y en la
Surprise
había muchos de los antiguos cantantes del coro. Martin tenía una voz corriente y no tocaba ningún instrumento, pero era un excelente profesor y los marineros le apreciaban. Cuando el concierto terminó, muchos de los tripulantes se quedaron en la cubierta para disfrutar del agradable aire de la tarde. Hollom fue uno de ellos y se sentó en el pasamano de babor con las piernas colgando por encima del combés. De vez en cuando tocaba algunas notas con la guitarra de Honey, buscando una melodía, y cuando la encontró, cantó la letra dos veces muy bajo y luego tocó un acorde y, con su hermosa voz de tenor, empezó a cantar más alto. Stephen no prestó atención a la letra hasta que Hollom llegó al verso «Brote tarde o temprano, recogeré una rosa en junio». Hollom cantó la canción tres o cuatro veces haciendo variaciones y en un curioso tono como el de alguien que hacía una confesión. «Tiene una voz maravillosa», pensó Stephen, mirándole. Entonces se percató de que a pesar de que Hollom estaba sentado de frente al otro costado, miraba de soslayo hacia la proa, y, al seguir su mirada, vio a la señora Horner, que en ese momento, justo cuando empezaba la canción por tercera vez, dobló la prenda que cosía, se puso de pie y se fue abajo.
Por la mañana muy temprano, cuando Jack nadaba en las verdes aguas, sin nada por debajo de él a mil brazas de profundidad y solamente la cercana costa de África a la izquierda y la lejana costa de América a la derecha, pudieron verse varios mercantes que hacían el comercio con las Indias Orientales. Nadaba y se sumergía de cabeza una y otra vez, disfrutando del frescor de las aguas que resbalaban por su cuerpo desnudo y sus largos cabellos. Estaba a gusto y satisfecho porque había comprobado que era muy fuerte. Durante esos breves momentos en que no estaba en la fragata no tenía que pensar en los innumerables problemas relacionados con su avance, el rumbo, el casco, la jarcia y los tripulantes; problemas en los que pensaba constantemente cuando estaba a bordo. Tenía más cariño a la
Surprise
que a las demás embarcaciones en que había navegado, pero, a pesar de eso, tomarse unas vacaciones de media hora y no pensar en ella también era agradable.
¡Vamos! —gritó a Stephen, que estaba de pie en el pescante y tenía un gesto de temor—. El agua parece champán.
Siempre dices eso —dijo Stephen.
Vamos, señor —dijo Calamy—. Verá que cuando esté en el agua le gustará.
Stephen se persignó, aspiró profundamente, se apretó la nariz con una mano, se tapó un oído con un dedo de la otra, cerró los ojos, saltó y cayó de nalgas en el agua. Puesto que no podía flotar con facilidad, permaneció bajo el agua un tiempo considerable, pero al final salió a la superficie, y entonces Jack le dijo:
Ahora no hay nadie en la
Surprise
que pueda dirigirla desde el punto de vista náutico ni desde el sanitario ni desde el espiritual. ¡Ja, ja, ja!
Eso era cierto, pues la
Surprise
llevaba a remolque las lanchas para que el calor no separara las juntas, y en la última de ellas estaba el señor Martin. Ahora la fragata estaba al borde del mar de los Sargazos, y Martin había recogido diversas algas, caballitos de mar y cangrejos pelágicos de siete especies distintas.
¡Barco a la vista! —gritó el serviola cuando el sol naciente disipó la niebla que se veía a lo lejos—. ¡Cubierta! ¡Un barco a veinticinco grados por la amura de estribor… no, dos! ¡Tres barcos con las sobrejuanetes desplegadas!
Stephen, tengo que irme enseguida. Puedes llegar hasta las lanchas, ¿verdad?
Habían estado nadando (si se podían llamar así las sacudidas que Stephen daba para avanzar por el agua, casi siempre justo por debajo de la superficie) a cierta distancia de la
Surprise
, y debido al movimiento de la fragata y al suyo, ahora el capitán se encontraba a unas veinticinco o treinta yardas de ella, una distancia que era casi la máxima que Stephen podía recorrer.
¡Oh…! —empezó a decir, pero una ola le llenó de agua la boca, y luego tosió y tragó más agua todavía. Se hundió, y parecía que iba a ahogarse.
Como era habitual, Jack se sumergió y agarrando un mechón de su pelo ralo le sacó a la superficie y, como también era habitual, Stephen se colocó de espaldas sobre el agua, dobló los brazos, cerró los ojos y se dejó arrastrar. Jack le dejó en la lancha donde estaba Martin, fue nadando rápidamente hasta la escala de popa, subió por el costado y, después de detenerse para ponerse los zapatos, subió al tope del palo mayor. Un momento más tarde pidió un telescopio y confirmó lo que había pensado al principio, que eran mercantes que hacían el comercio con las Indias Orientales y se dirigían a Inglaterra. Al oír la voz de la esposa del sargento James, ordenó que le llevaran un par de calzones a la cofa del mayor. En la cubierta trazó un rumbo para interceptarlos (la
Surprise
tendría, que desviarse sólo un poco de su rumbo actual) y se fue abajo corriendo al sentir el olor a café mezclado con el de tostadas y el de alimentos fritos, sobre todo el del beicon. Stephen ya estaba en la cabina y había aprovechado la ventaja que tenía para comer salchichas. Tan pronto como Jack entró, llegaron los demás invitados: Mowett y el joven Boyle. De vez en cuando un guardiamarina era enviado a dar información al capitán del aspecto y el comportamiento de los barcos desconocidos, y antes de que el festín terminara, Calamy comunicó con desconsuelo al capitán que eran simplemente mercantes que hacían el comercio con las Indias Orientales y que Pullings decía que el más próximo era el
Lushington.
Me alegro de oírlo —dijo Jack—. Por favor, Killick, dile al cocinero que se esmere hoy, pues vendrán a comer tres capitanes de la Compañía de Indias, y sube enseguida una caja de botellas de champán por si nos reunimos pronto. Envuelve media docena de botellas en una manta húmeda y cuélgalas del peñol de la verga mesana para que queden debajo de la parte de barlovento del toldo.
Los capitanes llegaron pronto y se fueron tarde, sonrosados y alegres, después de una comida que terminó con el pudín de Navidad (que había dado tan merecida fama al nuevo cocinero de Jack) y un extraordinario vino. Fue una comida alegre, pues dos de los capitanes, Muffit y M'Quaid, habían estado junto con Aubrey, Pullings y Mowett en esa misma fragata cuando se encontraron con una escuadra francesa en el océano Índico, y tenían muchas cosas de qué hablar y muchas que recordar, por ejemplo, cómo había rolado el viento y cómo el marqués de Linois había virado a sotavento y se había alejado navegando con el viento en popa.