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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (15 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Creo que la ballena azul no es tan ágil ni peligrosa —dijo Stephen, después de una pausa.

No, aunque podría serlo, porque tiene unas barbas enormes. Puede romper una lancha en dos fácilmente, pero casi nunca lo hace. A veces destroza las lanchas con las aletas al hundirse cuando está herida de muerte, pero no lo hace intencionadamente. No es mala. En aquella época, cuando apenas habían ido balleneros a los mares del sur, se quedaba en la superficie observando tranquilamente los barcos con sus pequeños ojos. Yo la he tocado, la he tocado con mis propias manos.

¿Las ballenas atacan sin que se las provoque? —preguntó Martin.

No. Pueden tropezar con los barcos y hacer que se rompan las burdas, pero eso ocurre porque están dormidas.

¿Qué siente cuando mata un animal tan grande, cuando priva de la vida a un ser enorme?

Me alegro porque eso me hace ser más rico —dijo Allen, riendo, y después de un momento añadió—: Pero entiendo lo que quiere decir. A veces he pensado que…

¡Tierra a la vista! —gritó el serviola desde lo alto de la jarcia—. ¡Cubierta! ¡Tierra alta a quince grados por la amura de estribor!

Ése debe de ser el Teide —dijo el oficial de derrota.

¿Dónde está? —preguntó Martin. Se subió al cabillero, pero no se colocó en una posición estable, sino con los talones inclinados hacia atrás y con casi todo el peso del cuerpo en el primer y el segundo dedos del pie izquierdo de Stephen.

Mire en la dirección que señala el bauprés —dijo el oficial de derrota—. Un poco a la derecha, entre dos nubes, puede verse la blanca y brillante cumbre de la montaña.

¡Por fin he visto Gran Canaria! —exclamó Martin, y su único ojo tenía tanto brillo como podía haber en dos—. ¡Oh, estimado Maturin —dijo en tono ansioso—, espero no haberle hecho daño!

No, no. No hay nada en el mundo que me guste más. Pero permítame decirle que esa no es Gran Canaria sino Tenerife, y que es inútil que salte de alegría porque, por lo que he visto en la Armada, puedo decirle que no le permitirán bajar a tierra. No verá usted canarios, ni grandes ni pequeños, en su tierra de origen.

Los profetas que predicen algo malo casi siempre tienen razón. Lo único que Martin pudo ver de la isla lo vio desde la cofa del mayor de la
Surprise
cuando la fragata se quedó cerca de la costa para esperar a que la lancha fuera hasta ella, navegando por entre numerosos barcos, y volviera con un hombre alto y moreno a bordo. El hombre estaba en medio de un montón de sartenes de cobre y tenía una carta en la que el gobernador de la ciudad, un viejo conocido del capitán Aubrey, le recomendaba y decía que sabía hacer pastel de carne y pudín de Navidad.

No importa —dijo Stephen—. Hay muchas posibilidades de que nos aprovisionemos de agua en alguna isla del archipiélago Cabo Verde. ¡Cuánto me gustaría que fuera en Sao Nicolau o Santa Luzia! Entre las dos hay una pequeña isla deshabitada que se llama Branco en la que habita un frailecillo peculiar, distinto de todos los demás, y nunca he visto ninguno vivo.

Martin sonrió y preguntó:

¿Cuánto tiempo cree que tardaremos en llegar allí?

¡Oh, no más de una semana cuando encontremos los vientos alisios! A veces el viento sopla desde el norte de las Canarias y nos permite llegar con las escotas sueltas hasta el otro lado del trópico, y casi hasta el ecuador. ¡Imagínese lo que es recorrer unas dos mil millas con las escotas sueltas!

¿Qué es una escota suelta?

¿Qué? Recuerdo que Johnson definió la escota como el cabo más grande que hay en los barcos, y quizá sea conveniente que la escota esté suelta, o quizá la expresión sea una de las frases poéticas que usan los marinos. Sea por lo que sea, se emplea para indicar que el barco navega velozmente sin dificultad. A menudo los marinos usan un lenguaje metafórico. Cuando los barcos llegan a una amplia zona donde soplan vientos flojos y variables, una zona situada al norte del ecuador, entre los lugares por donde pasan los vientos alisios del noreste y los del suroeste, y que los franceses llaman
pot au noir
, o sea, caldero con brea, los marinos ingleses dicen que están en la zona de las calmas, como si quisieran decir que los barcos están descansando allí, con las velas gualdrapeando, en medio de un calor asfixiante y bajo el cielo nublado.

Pero en ese momento el cielo estaba despejado, y aunque en la
Surprise
no había vuelto a reinar la armonía porque aún había demasiados bastardos que tenían que ser instruidos, no había tristeza ni indisciplina. Encontró los vientos alisios en los 28°15' N, y a pesar de que los vientos no eran fuertes, todos los marineros empezaron a pensar en las pocas cosas placenteras de Cabo Verde, unas islas estériles donde el calor era intolerable. La fragata navegaba de manera rutinaria, siempre a la misma velocidad, por las azules aguas; el sol, que salía todos los días por la aleta de babor, calentaba más cada día y secaba la cubierta recién fregada en cuanto aparecía en el cielo y permanecía allí mientras se realizaban ordenadamente diferentes tareas: subir los coyes a la cubierta, llamar a los marineros a desayunar, limpiar y airear la cubierta inferior donde dormían los marineros, entrenar a los nuevos marineros en el manejo de los cañones o en la toma de rizos de las gavias, mandar a los marineros a ordenar la fragata, medir la altitud del sol, calcular la latitud en que se encontraba la fragata, medir el avance diario, avisar de la llegada del mediodía, llamar a los marineros a comer, celebrar la ceremonia de la preparación del grog (tres partes de agua, una de ron y zumo de limón y azúcar en la proporción adecuada), que siempre llevaba a cabo el ayudante del contramaestre, el toque del tambor una hora después para llamar a los oficiales a comer. Por la tarde había menos actividad, y luego, cuando tocaban las seis campanadas, se llamaba a los marineros a cenar y se les daba grog otra vez. Más tarde se pasaba revista, se hacía zafarrancho de combate y todos los marineros ocupaban los puestos en que les correspondía estar en las batallas. Posteriormente, casi siempre disparaban los cañones, pues, a pesar de que era importante que practicaran cómo sacarlos y guardarlos, Jack estaba convencido de que nada era mejor para preparar a los marineros para el combate y enseñarles a apuntarlos en la dirección correcta que hacerles disparar los cañones de verdad y ver cómo estallaba una carga real. Jack daba mucha importancia a la artillería. Tenía una provisión de pólvora de su propiedad (la cuota que tenía asignada oficialmente era demasiado pequeña para disparar con cargas de verdad en las prácticas de tiro) para adiestrar a la tripulación, y puesto que pocos de los antiguos tripulantes del
Defender
sabían algo del asunto, la mayoría de esa provisión se la daba a ellos. A menudo, cuando se terminaba la guardia de primer cuartillo, se veían en la penumbra de la tarde rojas lenguas de fuego, pues en la fragata parecía formarse una tormenta que caía sobre el vasto y tranquilo océano, una tormenta en la que había nubes, truenos y rayos anaranjados.

El océano estaba demasiado tranquilo para el gusto del capitán Aubrey. Le habría gustado que al principio del viaje hubieran llegado del norte una o dos tempestades violentas, aunque no tanto como para derribar palos importantes, por muchas razones. En primer lugar porque, a pesar de que tenía al menos un mes y probablemente seis semanas para llegar a su destino, hubiera querido disponer de más tiempo, pues estaba convencido de que en la mar nunca se disponía de bastante; en segundo lugar, porque le daba un absurdo placer el tiempo desapacible, el viento de gran intensidad y la fuerte marejada, y también ver la fragata atravesar las olas; en tercer lugar, porque una fuerte tempestad que durara dos o tres días y que obligara a poner los masteleros sobre la cubierta y andariveles de proa a popa era casi tan buena para unir a una tripulación heterogénea como una batalla. Y, en su opinión, era necesario que estuviera unida. Era la hora de la guardia de segundo cuartillo, y como los marineros habían hecho muy bien las prácticas de tiro con los cañones, se pusieron a bailar y a entretenerse. Ahora en el castillo uno estaba disfrazado de rey Arturo, con un soporte de bandeja a modo de corona, y otros tenían que tirarle cubos de agua hasta que él hiciera reír a alguno con muecas, gestos o chistes, y el que reía ocupaba su lugar. Ese era un juego de verano muy viejo y popular y divertía mucho a quienes no sufrían el castigo por reír. Cuando Jack, seguido por Pullings, avanzó un poco por el pasamano, en parte para ver cómo jugaban y en parte para arañar una burda para que el viento soplara con más fuerza (una superstición tan antigua como el juego), se dio cuenta de que ninguno de los antiguos tripulantes del
Defender
jugaba o, al menos, reía. Durante una pausa en que esperaba a que le lanzaran los siguientes cubos de agua, el rey Arturo vio que el capitán estaba cerca y se irguió y se tocó la corona con los nudillos. Era un diligente gaviero llamado Andrews, a quien Jack conocía desde que estudiaba en la Marine Society.

Continúen, continúen —dijo Jack.

Tengo que recobrar el aliento antes, señor —dijo Andrews amablemente—. Estoy soportando esto desde hace más de media hora.

Durante el breve silencio se oyó gritar a alguien que tenía una voz que no parecía humana, una voz similar a la de los cómicos Punch y Judy:

¡Te diré lo malo de esta fragata! ¡La gente no es amable, a los tripulantes del
Defender
siempre nos están criticando, hay que hacer demasiadas tareas, hay que trabajar doble! ¡A los tripulantes del
Defender
nos están criticando siempre, día y noche! ¡Tom Pipes se burla de nosotros! ¡La gente no es amable!

La costumbre de no denunciar a los demás estaba tan arraigada entre los marineros que todos excepto los más estúpidos miraron inmediatamente hacia abajo, fuera de la borda o hacia el oscuro cielo; e incluso los más estúpidos, después de haber mirado un momento con perplejidad al que había hablado, hicieron lo mismo. Había sido Compton, el antiguo barbero del
Defender
. Apenas había movido la boca y miraba hacia la proa como si estuviera absorto en sus meditaciones, pero era él quien había emitido esos sonidos. Entonces Jack recordó que era un ventrílocuo y comprendió que por eso su voz era extraña. El mensaje parecía anónimo, impersonal, y fue emitido en una reunión informal como tantas otras que había a bordo, y a pesar de que Pullings deseaba castigar al marinero, lo más apropiado era olvidar el incidente.

Continúen —ordenó a los que estaban alrededor del rey Arturo, y esperó a que le tiraran media docena de cubos de agua antes de regresar al alcázar en medio de la oscuridad.

Aquella noche, cuando Stephen y Jack estaban en la cabina afinando sus instrumentos, Jack dijo:

¿Has oído a un ventrílocuo alguna vez, Stephen?

Sí. En Roma. Hizo hablar a la estatua de Júpiter de tal modo que si hubiera hablado el latín un poco mejor, cualquiera juraría que las palabras salían de la boca del dios. Recuerdo la pequeña y oscura habitación, la voz profunda y el tono solemne. Lo hizo muy bien.

Quizá deberían hablar en un lugar cerrado o en una galería con eco. En la cubierta no se oía bien, pero ese tipo habló. Ocurrió algo muy extraño: ese tipo me dijo cosas a la cara y parecía que hablaba un hombre invisible, pero yo podía verle tan claro como…

¿Como el agua?

No, no como eso. Tan claro como… ¡Maldita sea! Tan claro como el cristal o…

¿Como el diamante?

Sí, eso es. El caso es que los tripulantes del
Defender
me han dado a entender que no están contentos.

En ese momento el gato del contramaestre se cayó por la claraboya de la cabina, que estaba abierta. Era un gato flaco, sin gracia y libidinoso, y enseguida empezó a restregarse contra las piernas de ellos maullando.

Esto me recuerda que Hollar quería que le buscaras un nombre hermoso, un nombre clásico que diera categoría a la fragata —dijo, tirando de la cola del gato distraídamente—. Cree que
Puss
o
Tib
son nombres vulgares.

El único nombre que puede tener el gato de un contramaestre es
Azote
—dijo Stephen.

El capitán Aubrey comprendía rápidamente los chistes, y enseguida brotó de sus labios su alegre risa, que hizo sonreír a todos los que estaban de guardia en el costado de babor hasta el castillo.

¡Dios mío! —exclamó, secándose por fin sus brillantes y azules ojos—. ¡Cuánto me gustaría haber dicho eso! ¡Apártate, maldita bestia! —dijo al gato, que se había subido a su pecho y, con los ojos cerrados como si estuviera extasiado, le rozaba la cara con los bigotes—. ¡Killick, Killick! Saca de aquí el gato del contramaestre y llévalo a su cabina. ¿Sabes cómo se llama, Killick?

Killick se dio cuenta de que la voz del capitán temblaba ligeramente y como tenía una actitud benévola hacia él, como pocas veces, respondió que no.

Se llama
Azote
—dijo Jack y se echó a reír otra vez—. ¡El gato del contramaestre se llama
Azote
, ja, ja, ja!

Muy bien —dijo Stephen—, pero ese instrumento es despreciable y no es motivo de risa.

Martin dice lo mismo —dijo Jack—. Si se hiciera lo que vosotros dos queréis, nadie sería azotado ni ahorcado y esto sería una casa de locos. ¡Dios mío, cómo me duele el estómago! Pero no puedes decir que en esta fragata se apliquen muchos castigos corporales, pues no hemos preparado el enjaretado ni una vez desde que salimos de Gibraltar. Detesto el azote tanto como cualquiera, pero a veces tengo que ordenar que lo usen.

¡Bah! —exclamó Stephen—. Sólo en una institución donde hay servidumbre sería aprobado su uso. Pero ¿vamos a tocar hoy? Mañana estaré muy ocupado.

Aunque navegaba despacio, probablemente la
Surprise
cruzaría el trópico al día siguiente, y en ese lugar a Stephen le gustaba hacer sangrías a los marineros que estaban a su cuidado para prevenir calenturas y las consecuencias de comer demasiada carne y beber demasiado grog bajo los rayos casi perpendiculares del sol. Si él fuese el capitán, todos los marineros tendrían una dieta de sopa y gachas entre las latitudes 23°28' N y 23°28' S. Las sangrías se hacían en el alcázar. Los tripulantes se reunían allí como si fueran a pasar revista y luego pasaban uno a uno de un costado al otro para que ninguno pudiese librarse de la sangría escondiéndose en la parte del sollado donde se guardaban las cadenas del ancla o dentro de los enormes rollos que formaban las cadenas. A algunos de ellos no les importaba hacer derramar sangre a otros en las batallas ni derramar la suya, pero no soportaban ver la incisión que les hacían deliberadamente. Aunque las sangrías se iban a hacer por la tarde, desde por la mañana muy temprano los dos cirujanos empezaron a afilar las lancetas y los flemes. A Higgins todavía le cohibía la presencia de su jefe, pues temía que en cualquier momento se dirigiera a él en latín. Pero sabía tan pocas palabras en esa lengua y tan pocos términos en inglés pertenecientes a la jerga de los médicos que Stephen sospechaba que usaba el nombre de otro profesional, tal vez su antiguo jefe, y se había apropiado de su certificado. No obstante eso, no lamentaba haberlo traído a bordo. Higgins actuó como cirujano dental, demostrando su innegable habilidad, en dos ocasiones en que Stephen no quiso hacer las intervenciones. Todos los marineros le consideraban un fénix, y algunos de ellos, los hipocondríacos que desde hacía tiempo formaban parte de la tripulación de la
Surprise
, marineros fuertes y saludables que una vez por semana decían que se habían puesto enfermos y a los cuales había que consolar con pastillas de yeso y azúcar, ya no querían que Stephen les atendiera e iban en secreto a consultar a Higgins. A Stephen no le importaba eso, pero estaba un poco preocupado porque había oído algunas historias que no parecían verosímiles, por ejemplo, que Higgins sacó una anguila viva del vientre de John Hales, y pensaba que con el tiempo tendría que acabar con su tendencia a contarlas. Ahora no tenía mucho que decir a Higgins, y éste no tenía nada que decirle a él, así que ambos permanecieron en silencio.

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