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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (16 page)

BOOK: La cuarta alianza
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Carlos, maravillado por el descubrimiento, no terminaba de entender las secretas razones de Juan.

—Pedro, ¿por qué piensas que no quiso que sus superiores supieran de su existencia? Y por otro lado, tampoco entiendo qué motivos podía tener para ocultarlo. —Suspiró, intrigado—. ¿Sabes algo más sobre su extraño comportamiento o, al menos, qué podía motivarlo?

—¡Pues sí, carios, sí que averigüé algo más! Juan pertenecía a un selecto y secreto grupo de freires que practicaban algún tipo de prácticas ocultas o esotéricas, al margen y sin el conocimiento de nuestros superiores. Más de una vez convocó alguna de esas reuniones en nuestra misma encomienda y a puerta cerrada. Me había contado muchas de sus aventuras en Oriente, narrándome increíbles experiencias y describiéndome los fantásticos lugares que había conocido. Pero de sus muchos relatos, había uno que le provocaba un brillo especial en su mirada. Era, con seguridad, el que más le apasionaba de todos. Te puedo asegurar, carios, que se transformaba cada vez que recordaba algo relacionado con sus estudios y descubrimientos en torno a una secta judía contemporánea a Jesucristo: los esenios. Los estudió con tanta profundidad que creo que terminó admirándolos en exceso. Decía, incluso, que Juan Bautista había sido uno de ellos.

Carlos se rascaba la calva, en señal de reconocimiento de que no sabía nada sobre esa secta.

—Por lo visto —le explicó Pedro—, esos hombres vivían en el desierto, en cuevas, aislados de todo contacto con la civilización y en la más estrecha comunidad de bienes. Pienso que allí encontró el cofre y el papiro. —Sus palabras traslucían una gran seguridad—. Se hacían llamar «los hijos de la luz», en una clara simbología dualista, en oposición a los hijos de las tinieblas, que personalizaban los falsos escribas y fariseos. —Golpeó con decisión el brazo de la silla, para subrayar la conclusión a la que había llegado tras una laboriosa y larga deducción—. ¡Creo que Juan terminó imitándolos, contagiado por sus creencias y prácticas! Posiblemente ese grupo de freires, imitadores de alguna manera de los antiguos esenios, se servían de objetos sagrados para aprovechar su innegable poder, empleándolos así para algún tipo de rito iniciático.

Carlos no podía casi pestañear ante aquel sorprendente relato. Le parecía increíble.

—Aun con todas tus explicaciones, no entiendo todavía qué relación tiene todo lo anterior con tu viaje.

Pedro pasó a referirle la aparición de Pierre de Subignac, así como su participación en la construcción de Eunate y su especial amistad con Juan. Le hizo partícipe de sus muy fundadas sospechas sobre la influencia que Juan había tenido en la pérdida de la fe de Pierre y en su posterior abrazo de las creencias cátaras, que tenían demasiadas similitudes con las de los esenios. También le relató los extraños acontecimientos de la muerte de Juan, saltándose los métodos que había empleado para intentar sonsacarle la información. Le contó sus sospechas sobre la visita nocturna de Pierre, previa a su muerte, y las pruebas que le habían llevado a pensar que éste se dirigía al lugar donde había sido escondido el cofre y el papiro. Por esa razón le iban siguiendo, camino de Soria, para tratar de hacerse con los objetos en cuanto Pierre los encontrase.

—Mañana partiremos al alba para seguirle más de cerca. —Se interrumpió un momento para tomar aire—. Bueno, carios, ¡ahora ya conoces toda la historia!

Consciente del mucho tiempo que habían pasado hablando, Pedro creyó que era un buen momento para irse a dormir.

—Querido primo, me temo que se nos ha hecho ya demasiado tarde. Hoy necesito descansar, pues no sé si lo lograré en las próximas jornadas.

Pedro se durmió casi al instante, pero carios se mantuvo un buen rato recordando todo lo que había escuchado esa noche. Pensó que su primo, a pesar de sus antecedentes delictivos en su vida laica, tras entrar en la orden había tenido más suerte que él con los destinos a los que había sido enviado. «¡Estas pequeñas posesiones de la orden, como la mía, son muy aburridas! ¡Nunca pasa nada apasionante! ¡Si pudiera, pediría un cambio a otra más grande!»

A primera hora de la mañana, Pierre inició la marcha siguiendo el curso del río, que apenas se llegaba a divisar, debajo de la espesa niebla, salvo por el rugido de sus aguas. Cuando veía un claro aceleraba el paso para ganar tiempo.

Durante la mañana recorrió bastante trecho y alcanzó, pasado el medio día, la población de Yanguas. Como el yermo paisaje que recorría no contribuía nada a distraerle, se había dedicado a pensar en el destino de ese viaje. Partiendo de la indicación sudoeste que Juan le había dejado señalada, los destinos posibles eran demasiado numerosos. Podía tratarse de Soria, Segovia, o más al sur, Toledo, o Cáceres, mucho más lejos; además, entre esas importantes ciudades había innumerables pueblos, lo que podía convertir su empresa en un imposible.

Conociendo bien a Juan, si había querido dirigir correctamente sus pasos a través de su críptico dibujo, su destino no podría ser otro que alguno donde pudiera localizar a un íntimo de él, alguien que supiera interpretar su mensaje. Se puso a recordar algunas conversaciones con Juan en las que apareciesen sus amigos más próximos. Recordó una, en la que mencionó a un joven comendador de la provincia templaría de Aragón y Cataluña, del que habló maravillas. Pero ése no coincidía con la dirección indicada. De pronto le vino a las mientes un apellido, Esquivez. Le había hablado bastantes veces de él y, si no recordaba mal, era muy amigo suyo y comendador de una posesión templaría cercana a Segovia. ¡Todo parecía coincidir en el caso de Esquivez! Ante el número de opciones que se le presentaban, decidió que debía probar primero en Segovia. Siempre podría buscar de nuevo un destino si ése no era el acertado.

Había estado en una ocasión allí, siendo muy joven, y la recordaba como una de las más bellas ciudades que había visitado. Lo hizo con apenas dieciocho años, pero recordaba bien todas sus iglesias y, sobre todo, su soberbia catedral. Aunque había abandonado su oficio hacía años, aún seguía sintiendo curiosidad por aprender y observar nuevas técnicas y soluciones constructivas, por más que ya no fuera a hacer uso de ellas. En su anterior viaje, la iglesia del Santo Sepulcro, que tanta fama había ganado entre el gremio de constructores por su peculiar planta, no había sido todavía levantada. Había oído hablar de ella a colegas y, por ellos, sabía que era dodecagonal y que, al igual que en Jerusalén, en su centro se había construido un edículo. Esa estructura le parecía muy interesante. La sola idea de examinarla con detenimiento hacía que ese viaje fuera de gran atractivo. Técnicamente hablando, ese tipo de construcciones modificaban los clásicos flujos de presiones ejercidos por las paredes y los techos, pues el edículo central hacía las veces de tronco de árbol o eje único. Nunca había investigado una composición arquitectónica de esas características. Una parada en esa iglesia podía ser interesante, aunque no fuese el destino que Juan le había querido señalar.

A media tarde atravesaba las frías llanuras de Soria sin notar que, a escasa distancia, un grupo de tres templarios acababan de divisarle. Los perseguidores, ahora tranquilos, le siguieron manteniéndose a una distancia prudencial.

Durante las siguientes jornadas el tiempo fue empeorando. Había salido de Navarra con un sol espléndido y una tibia temperatura, pero a medida que se dirigió hacia el sur, las nubes y el frío empezaron a adueñarse del cielo. Nada más pasar Soria una intensa lluvia le acompañó, sin descanso, hasta llegar a Burgo de Osma. Atravesó la rica y bella ciudad sin detenerse en ella más que para almorzar y siguió camino. La siguiente población importante estaba a tres jornadas y, aunque la lluvia había cesado, un gélido viento le cortaba la respiración. Unas leguas detrás, Pedro Uribe seguía ideando cómo y dónde capturar a Pierre.

—Queridos hermanos, no sabemos hacia dónde se dirige ahora. Tras pasar Burgo de Osma, y por la dirección que lleva, o va a Burgos o hacia Segovia. En cualquiera de los dos casos, debemos esperar hasta adivinar su destino.

Pedro disfrutaba imaginándose la cara que pondría Pierre cuando se viera frente a ellos. El inmenso placer que le producían esos pensamientos estaba incluso ayudándole a superar el intenso frío que recorría los páramos por donde cabalgaban.

Sus dos acompañantes llevaban unos días hablando, de espaldas a él, de su extraña y precipitada partida del monasterio, de la absurda persecución sin un destino claro, sin entender tampoco los verdaderos motivos que podían estar animando aquella decidida voluntad de Pedro. Sabían del odio que profesaba a Subignac, pero no se les escapaba que debía existir otro motivo de índole personal, además del de recuperar aquel misterioso objeto robado, que le empujaba a desear tanto su captura. De hecho, varias veces habían preguntado por la naturaleza de aquellos objetos expoliados, pero Pedro nunca les había dado ninguna explicación. A tenor de esas extrañas reacciones, estaban empezando a pensar que esos objetos se hallaban más en la mente de Pedro que en las manos de Pierre. Pero le debían obediencia y no podían hacer otra cosa que seguirle, tras haber intentado convencerle varias veces de volver a la encomienda sin el menor éxito.

—Hermano Pedro, llevamos varias jornadas persiguiendo a ese hombre sin saber adónde vamos ni, lo que es peor, cuándo volveremos. Por eso pensamos que deberíamos caer sobre Pierre esta misma noche, mientras esté dormido. Una vez en nuestro poder, recuperaríamos lo robado y posteriormente lo podríamos entregar en algún monasterio dominico.

—Lo hemos hablado entre los dos y creemos que de este modo nos evitaríamos esta persecución sin sentido a la que nos estás llevando —se sumó el otro, con voz más firme—. Tenemos muchas obligaciones en el monasterio y no podemos estar fuera tanto tiempo. ¡O actuamos inmediatamente o te avisamos de que no seguiremos adelante con la misión! ¡Te lo advertimos, nos volveremos al monasterio!

Pedro, molesto ante la indisciplina de sus monjes y advirtiendo su repugnante flaqueza, les mandó parar y bajar de los caballos en ese mismo instante. Se acercó hasta donde estaba el último que había hablado y, sin descabalgar, levantó la fusta de cuero. Le asestó un fuerte latigazo en la mejilla al sorprendido monje, que al instante empezó a sangrar.

—¡Me debéis obediencia! ¡No permitiré ni un atisbo de indisciplina de ninguno de los dos! Os recuerdo que sois monjes soldados y que, por ambas condiciones, os debéis a las órdenes de vuestro superior, que soy yo, tanto en el trabajo y en la oración, como en la lucha o en la guerra.

El monje herido, en contra de la reacción de sumisión que Pedro esperaba como efecto de sus enérgicas palabras, lleno de odio por la afrenta a la que se había visto sometido, perdió la cabeza, desenfundó su espada y se abalanzó contra Pedro. Éste sólo tuvo el tiempo necesario para desenfundar la suya. Recibió un fallido golpe que le supuso un ligero corte en el brazo. Su respuesta, con más atino, cayó sobre el hombro del atacante, que se derrumbó rendido de dolor en el suelo. El otro, perplejo ante la violenta escena que se había desarrollado en sólo unos segundos, se quedó paralizado. Pedro se le quedó mirando, atento a sus posibles movimientos, entendiendo por su gesto de espanto que no tenía intención de secundar al otro. Bajó del caballo con la espada en alto, sin perder de vista al segundo, y se dirigió al dolorido monje, que todavía seguía vivo y desangrándose lentamente.

—Marcos, sabes que estás herido de muerte. No podemos llevarte a ningún sitio pues retrasaría la persecución. Tu estupidez te ha acarreado este terrible final. Tú solo has causado tu muerte, y créeme que lo siento. ¿Prefieres morir con dignidad o aguardar con agonía tu suerte?

El otro asistía atónito a la escena.

El monje apretaba su hombro abierto, intentando contener la hemorragia, sin apenas poder hablar por el intenso dolor que sentía. El corte de la espada le había seccionado los músculos y los tendones, y la cabeza le había quedado extrañamente ladeada hacia el hombro sano. Pedro, viendo la imposibilidad de obtener de él una respuesta, sintió pena por aquel hombre; pero, sin pensarlo dos veces, le atravesó el corazón con su espada. En su última mirada Pedro pudo leer una mezcla de horror y de impotencia. Se dirigió al otro, que estaba a punto de entrar en una crisis de pánico al ver a su hermano muerto. Aunque había entendido la primera reacción de defensa de Pedro, esa cruel forma de rematarlo le había parecido injustificable.

—He tenido que hacerlo en defensa propia. Si quieres correr la misma suerte que el hermano Marcos, ya sabes cómo conseguirlo, aunque espero que no se te ocurra. —Su gélida expresión reflejaba la escasa trascendencia que para ese hombre suponía el hecho de matar—. Si quieres seguir con esta misión, necesito tu plena obediencia y entrega. Lo que ha pasado, pasado queda. ¿Puedo contar contigo para completar la misión o deseas irte? Siéntete libre.

El monje, tras meditarlo unos segundos, confirmó su voluntad de seguir a su lado.

—Un verdadero templario no abandona jamás a un hermano en una misión —se justificó.

—Me alegro por tu fiel determinación, hermano. Montemos inmediatamente a los caballos y vayámonos ya. No quiero más demoras como ésta.

Clavaron con furia las espuelas en los animales para, al galope, dar de nuevo caza al perseguido. El intenso frío de ese atardecer, en aquel páramo soriano, provocaba en sus rostros el mismo efecto que el de cientos de afilados pinchos clavándose en su piel. Pedro apretaba con fuerza los dientes mientras pensaba en su próximo destino. Debía recuperar las reliquias para su orden tal y como se lo había pedido el gran maestre, y a éste el propio Papa. Robaron, de una pequeña casa de campo, unas ropas más discretas y algo más adecuadas para el viaje que sus hábitos templarios. Las suyas las ocultaron dentro de las alforjas.

Pasados cinco días Pierre alcanzó la ciudad de Segovia y su majestuoso acueducto que se recortaba en el cielo sobre un fondo de tortuosas callejuelas, palacios y casas.

Una vez que llegó a su base, descendió del caballo, asombrado de aquella obra de la ingeniería romana que había soportado el paso de más de mil doscientos años. Las grandes piedras se sostenían, unas sobre otras, por efecto sólo de su propio peso y sin necesidad de argamasa o cemento, dotando al conjunto de un aspecto insólitamente ligero.

Pasados unos minutos dejó a su espalda el acueducto y se adentró en el centro de la ciudad. Quería llegar a la plaza principal. Un gran tumulto de gente pululaba por un ruidoso y animado mercado. Lo empezó a recorrer encantado, descubriendo las más variadas viandas y objetos. Algunos le eran completamente desconocidos. De las cuerdas dispuestas en algunos de los primeros puestos colgaban diferentes tipos de embutidos, así como jamones y tiras de lomo desecado. Sobre las mesas, encima de unos blanquísimos paños de algodón, se mostraban, perfectamente ordenados, unos aromáticos quesos de múltiples tamaños, formas y colores. En una de las esquinas de la plaza, un hombre de aspecto enjuto servía con generosidad unos vasos de un especiado y fuerte vino, que anunciaba a voz en grito como el mejor vino de toda Castilla. Más adelante encontró a una vieja mujer completamente de luto, rodeada de cestos de mimbre de buen tamaño, llenos de sabrosas setas de distintas clases. Se decidió por degustar allí mismo algunos de aquellos manjares, llenando sus alforjas de vino y de variados productos curados para dar buena cuenta de ellos en las jornadas siguientes. Finalmente, tras recorrer casi todos los puestos, se adentró por una de las estrechas calles que salían de la plaza.

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