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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (19 page)

BOOK: La cuarta alianza
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Habrían pasado algo más de tres horas cuando acabó de poner la última piedra que tapaba completamente el lugar donde quedaba enterrado Uribe. Agotado por el esfuerzo, se sentó para descansar un rato antes de partir hacia la hacienda templaría.

—Te estaré eternamente agradecido por toda tu ayuda. —Gastón trataba de dar conversación al agotado Pierre, pero seguía preocupado por saber si sus soldados habían podido capturar a Lucas—. Si al final escapa, me va a traer muchas complicaciones. No puedo imaginar la reacción que puede provocar en mis superiores; pero, bueno, hablemos un poco de ti. ¡Bastante te he hecho pasar, para cargarte ahora más problemas a las espaldas! Al final, y con todo lo que ha pasado y hemos hablado, ¿cuál crees que pudo ser el motivo por el que Juan hizo que vinieses hasta aquí?

—Aún no lo sé, pero a medida que pasa el tiempo me siento más perdido y desesperado. Durante las últimas semanas he visto morir a todos a los que más quería en el mundo. A mi mujer y a mi mejor colaborador en Montségur, junto con otros muchos queridos hermanos. Y en Puente la Reina, a nuestro amigo Juan, asesinado. La de ése, poco me ha importado. —Señalaba hacia el enterrado—. También me han perseguido, amenazado, y no sé qué más me puede pasar. Pero volviendo a tu pregunta, no sé qué tenía que buscar aquí.

—Pierre, mi querido amigo, me apena mucho verte así. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Me gustaría que te sintieras igual que cuando estuviste con Atareche en Navarra.

Pierre veía en su afectuoso rostro el mismo de Juan. Se sentía muy solo, pero al menos había encontrado alguien a quien poder confiar todos sus secretos. De pronto recordó la escena con Juan, mientras le enseñaba el medallón.

—Cuando vi por última vez a Juan, su comportamiento cambió de repente cuando le enseñé mi medallón. Entonces insistió en contarme algo que podría ser vital para mí, pero como no pudo, al final lo dejó dibujado, con su sangre, para que lo interpretara.

—¿De qué medallón me hablas? —Esquivez, intrigado por aquella nueva noticia, casi había perdido el resuello.

—De este medallón. —Lo sacó de su jubón, mostrándoselo sin reparos—. ¡Del medallón de Isaac!

Esquivez no salía de su asombro ante tamaña sorpresa. De ser verdad lo que decía, acababa de entender el verdadero propósito de su amigo, Juan de Atareche, al enviarle a Subignac. En realidad, le había mandado el medallón para que se hiciese con él, sirviéndose de un engañado y bien confiado portador.

—¿Y cómo sabes que es auténtico? —dijo, empezando a planear la manera de hacerse con él.

Pierre le relató todo lo que había escuchado de su padre acerca de su procedencia y del modo en que había llegado hasta él. Mientras, Esquivez escuchaba encantado, deleitándose por adelantado al saberse muy pronto en posesión de la más antigua de las reliquias conocidas en todo el orbe.

—Ahora que me has revelado tu mayor secreto, haré yo lo mismo. —Pierre le miró con curiosidad—. El cofre que pretendía encontrar Uribe perteneció a la comunidad esenia del mar Muerto. Lo llevaron doce de los sacerdotes que vivían en el Templo, que abandonaron para constituirse en esa nueva sociedad en el desierto, como parte del tesoro del Templo de Salomón que no pudo esconderse en el monte Nebo. Ese cofre fue encomendado a Juan, para su protección, por el grupo esenio y contiene un brazalete de enorme valor. El papiro con el que vino encierra una antiquísima profecía muy importante. —De pronto, su rostro se transformó—. ¡Necesito que me des tu medallón! Su energía será definitiva para nuestros propósitos.

El cambio que había experimentado su rostro produjo a Pierre una alarmante sensación de inquietud. Instintivamente, Pierre lo agarró con una mano y volvió a ocultarlo bajo su jubón. Le asustaba aquella mirada. Era la misma que Esquívez tenía tras la muerte de Uribe.

—Este medallón se queda conmigo —afirmó con contundencia—. Jamás abandonará mi cuello —concluyó ante un cada vez más azogado Esquivez.

El que había considerado un amigo, el que le había ayudado a eliminar a Uribe y era el destinatario del mensaje de su querido Juan empezaba a ser un peligro para él.

Antes de que Pierre pudiese reaccionar, un cuchillo que había aparecido repentinamente de entre las ropas del templario se había clavado en su cuello, atravesándolo hasta dar con las vértebras cervicales. Un flujo de sangre se le coló por la tráquea y, tras un gorgoteo, Pierre cayó muerto a sus pies.

—Ya ha abandonado tu cuello, Pierre de Subignac.

De un tirón arrancó el medallón y lo guardó en un bolsillo. Escondió el cuerpo de Pierre en una cueva y se dirigió a caballo de vuelta a la Vera Cruz. Los monjes habían regresado sin haber dado caza al huido.

Gastón entró en la iglesia y subió hasta la segunda planta. Se sirvió de una escalera para alcanzar la trampilla y la abrió con una llave. Accedió a una cámara muy estrecha. A escasa altura de ella, había otra segunda cámara, abovedada. Localizó una piedra, que separó de la pared, y, de detrás de ella, extrajo un pequeño cofre de madera de enebro. Lo abrió e introdujo el medallón junto a un bello brazalete. Volvió a colocar la piedra en su sitio y abandonó las dos cámaras.

Cuando bajaba hacia la planta principal del templo pensó: «¡Ahora se podrá cumplir la profecía!».

Capítulo 6

Jerez de los Caballeros. Año 2002

Los gruesos neumáticos del coche hacían crujir la gravilla del aparcamiento del Parador Nacional de Zafra. El reloj digital del vehículo indicaba las diez de la noche. El portero del parador abrió la puerta del acompañante, por la que salió Mónica. Fernando abrió el maletero desde el cuadro de mandos para recoger su cartera de mano. Entraron en la recepción del viejo hotel palacio del siglo XV. Era un viernes de la segunda quincena de enero del recién estrenado año 2002.

Habían salido de Madrid a las seis de la tarde para llegar a cenar a Zafra. Fernando quería aprovechar la mañana del sábado, en la vecina ciudad de Jerez de los Caballeros, para tratar de saber quién era el tal carios Ramírez, personaje directamente ligado con el envío del brazalete a su padre.

Resultó un viaje de lo más tenso. Mónica no había logrado superar todavía el decepcionante final de aquella tarde en Segovia y se mostraba un tanto fría. Durante el camino, apenas habían hablado más que de trabajo. Fernando tampoco había estado muy locuaz. Comprobó que llevaba el anillo puesto y que se mostraba distante. Viajaban solos, ya que Paula, dos días antes, había llamado a Fernando para decirle que iría desde Sevilla. Iba a cerrar un acuerdo con una importante cadena de joyerías durante la mañana de ese viernes y, por la tarde, tenía planeado alquilar un coche para acudir a Zafra. Posiblemente llegaría antes que ellos.

El mostrador estaba situado al fondo del vestíbulo.

—Buenas noches y bienvenidos al Parador Nacional de Zafra. ¿En qué puedo servirles? —Una joven recepcionista sonreía al otro lado del mostrador, cautivada por los ojos azules de Fernando.

—Buenas noches. Tengo una reserva de tres habitaciones a nombre de Fernando Luengo, para dos noches.

La recepcionista, tras consultar en su ordenador, lo confirmó y les pidió su carnés de identidad.

— ¿Puede decirme, por favor, si ya ha sido ocupada alguna por doña Paula Luengo?

—Lo siento, pero de momento no ha venido nadie preguntado por sus habitaciones.

La joven se fijaba, con cierto descaro, en los rasgos del apuesto cliente, mientras avisaba al botones para darle sus dos llaves.

—Les he dado dos habitaciones contiguas, la número 5 para doña Mónica García y la 6 para usted, tal y como nos pidió, señor Luengo. Son nuestras mejores suites. Bienvenidos de nuevo y esperamos que su estancia entre nosotros sea del todo agradable.

Siguieron al botones hasta el ascensor, en silencio. En la primera planta y, tras recorrer un amplio pasillo, llegaron a la habitación que mostraba en su puerta el número 5.

—Esta habitación es la que tiene más historia de todo el castillo. En ella durmió el conquistador Hernán Cortés. Si me permiten, en un momento se la muestro a la señora, y luego le llevo a la suya, caballero —les informó el botones, que introdujo la tarjeta magnética en la cerradura electrónica y abrió la puerta, invitándoles a pasar.

Después el botones encendió el interruptor general, dejó la bolsa de viaje de Mónica en una banqueta y explicó dónde se encontraba el minibar, así como el funcionamiento de las luces de toda la habitación. Mientras daba a Mónica su llave, le enseñó el uso de otras dos que la acompañaban.

—La pequeña es la del minibar. Y esta otra abre la puerta —señalaba a su izquierda— que comunica con la suite de al lado; la número 6. —Mónica recibió del botones una breve mirada llena de complicidad—. Si necesita algo, marque el nueve. Le atenderemos gustosamente —dijo e invitó a Fernando a seguirle.

Fernando le despidió con una generosa propina tras recibir también sus oportunas explicaciones. Asimismo, le mostró la llave que abría, esta vez desde su lado, la puerta que daba a la habitación de Mónica. Una vez solo, Fernando marcó el número de teléfono de Paula para saber a qué hora iba a llegar.

Mónica estaba impresionada con el enorme salón anejo al dormitorio. Era rectangular, con bóveda circular de piedra y mampostería decorada con dibujos geométricos. Las paredes estaban recubiertas con grandes tapices antiguos. Dos cómodos sillones de color blanco, con una mesa baja de estilo francés frente a ellos, ocupaban uno de los ángulos de la habitación. Enfrente del ventanal había un escritorio con una lámpara con tulipa de cristal verde, y un teléfono. Mónica se quitó el abrigo y lo tiró en uno de los sillones, ansiosa por investigar el resto de la habitación.

«Es preciosa», pensó mientras se dirigía hacia el dormitorio.

Este ocupaba una de las esquinas del castillo y sus dimensiones eran fabulosas. Sus paredes también estaban vestidas con bellos tapices flamencos y el techo estaba cubierto por un fantástico artesonado de madera adornado con dibujos florales e incrustaciones doradas. En uno de sus ángulos, una puerta conducía a una pequeña salita circular, que debía corresponder a la planta de uno de los torreones. La cama era enorme, de madera de roble, y con un dosel decorado con bellos lienzos damasquinados. ¡Era una auténtica pieza de anticuario!

«Qué desperdicio de habitación, tan romántica y maravillosa, únicamente para dormir, y además sola», se decía, imaginándose lo muy diferente que hubiera podido ser en la compañía de Fernando.

Dirigió la vista hacia la puerta que unía las dos habitaciones. «Tal y como nos pidió, señor Luengo.» No había entendido bien si la recepcionista se refería a la expresa reserva de dos suites o a que estuvieran contiguas. De todos modos, y sin saber cuál era la verdadera intención de Fernando, prefería pensar que se trataba de la segunda opción.

—¿Paula?, ¿Me oyes bien ahora?

—Sí, perfectamente, Fernando.

Un suave aroma a flor de naranjo invadía el patio interior del restaurante sevillano La Chica, por donde Paula paseaba con mejor cobertura que en su interior.

—Nosotros acabamos de llegar al hotel, ¿por dónde andas tú? —preguntó, confiando en que, durante la cena, su hermana contribuyese a rebajar la tensión que existía entre Mónica y él.

—Sigo en Sevilla, Fer, y aún tengo para un buen rato. Me has encontrado justo cuando iba a empezar a cenar con mis clientes. Aunque he tratado de escaparme, se han empeñado en celebrar nuestro acuerdo y no he podido negarme.

—¡Vaya faena, Paula! Entonces te quedarás a dormir allí, claro. —Iba a tener que solucionar lo de Mónica sin la ayuda de nadie.

—¡Faena la que vais a tener los dos esta noche tan solitos y sin mi control! —Soltó una carcajada—. Espero que mañana me cuentes todos los detalles de vuestra noche loca y...

—Deja de decir tonterías, Paula —la cortó Fernando—. No va a ocurrir nada, porque nada hay entre nosotros, y, cambiando de tema, ¿a qué hora esperas llegar mañana?

—No creo que sea antes de comer. De todos modos, ya te llamaré de camino para confirmártelo. —Fernando se despedía ya, con intención de colgar—. ¡Espera, no me cortes todavía! Llevo varios días queriendo decírtelo, pero no he encontrado el momento; quiero que sepas que Mónica me cayó estupendamente el otro día. Creo que encajaríais muy bien. ¡Vamos, en otras palabras, que me gusta mucho para ti, Fer!

—¡Vale, mamaíta! Veo que nunca abandonas tus tradiciones. Ya te contaré cosas en otro momento, pero no por teléfono.

Mónica estaba guardando su ropa en un armario cuando oyó que llamaban a la puerta. Abrió a Fernando y le invitó a pasar. Éste le contó el cambio de planes de Paula y le preguntó si le apetecía salir a cenar.

—Te lo agradezco mucho, pero es un poco tarde y estoy bastante cansada y con poca hambre. Sólo me apetece una buena ducha y luego meterme en la cama. —Se sentía algo confusa y aquello de cenar solos no le parecía una buena idea.

—Como tú quieras, Mónica. Lo entiendo. De cualquier modo, si lo deseas, pido que te suban algo a la habitación. —Ella accedió al ofrecimiento—. ¿Hay algo que te apetezca especialmente? —Fernando estaba descolgando uno de los teléfonos para hacer el pedido a recepción.

—¡Pide lo que quieras! No tengo ningún capricho, sólo que sea poca cantidad.

Quedaron que la recogería a las nueve para bajar a desayunar y finalmente se marchó tras desearle buenas noches.

El baño estaba separado del dormitorio por dos grandes puertas correderas de madera de roble y cristal, con unos visillos blancos en su interior. Un largo lavabo de mármol y un gran espejo presidían el frontal del mismo. En un lateral, y tras una mampara de cristal, estaba la ducha, revestida de mármol blanco, tanto en paredes como en suelo.

Mónica seguía impresionada. Nunca había estado en un hotel tan lujoso. Le dio a un mando y en pocos segundos unos chorros de agua caliente salían por varias bocas, formando una auténtica cortina de agua que ocupaba toda la ducha.

Sonó el teléfono en la habitación de Fernando.

—Perdone que le moleste, señor Luengo. —Fernando reconoció la voz de la recepcionista—. Se me había olvidado entregarle un mensaje que tenía para usted. Se lo leo: «Bar La Luciérnaga. Once de la mañana». El mensaje me lo dio por teléfono esta tarde un señor que dijo ser don Lorenzo Ramírez, de Jerez de los Caballeros.

—¡Muchas gracias! Ha sido usted muy amable. Por cierto y antes de colgar, ¿podría usted mandar a la habitación de la señora García, junto con la cena, una botella fría de Möet Chandon con una breve nota que diga únicamente:
«carpe diem»,
por favor?

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