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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (25 page)

BOOK: La cuarta alianza
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El secretario papal interrumpió el relato después de llamar tres veces a la puerta y pedir permiso para entrar. Una vez dentro, se acercó al Papa y, tras besar su anillo, se aproximó a su oído para darle algún mensaje que no deseaba que los invitados pudieran oír. Antes de volver a salir a toda prisa, el Papa le pidió que le trajese unas copas y una ampolla de vino de la Toscana.

Inocencio continuó su relato que, hasta el momento, ninguna relación tenía con el relicario de la Vera Cruz.

—Os puedo adelantar que, entre los muchos documentos de Honorio, encontré dos que me resultaron especialmente curiosos. Uno justificaba el pago de un relicario de plata a un prestigioso taller de Roma. Hasta aquí todo normal. Pero también apareció otro recibo, de mucha menor cuantía y pagado a un taller de poca monta de la ciudad de Ostia, en concepto de una supuesta reforma del anterior.

Los dos templarios le seguían con enorme atención, tratando de no perder el hilo de su relato.

Cuando Inocencio comprobó las fechas de ambos documentos, vio que sólo les separaba una semana. Tras sopesar esa curiosa circunstancia sacó la conclusión de que se trataba del mismo relicario. Pero ¿para qué se iba a reformar un relicario nuevo que se suponía que ya habría sido revisado por sus originales orfebres y, además, en un taller desconocido y sin prestigio?

Para responderse a esa pregunta, decidió que Honorio habría utilizado el segundo taller para mejorar o corregir algún detalle, posiblemente propuesto por él y no bien aceptado por sus creadores. Aunque no era lo más frecuente, él sabía que en ocasiones una obra de arte podía ser retocada por otro artista, para evitarle al primero el sacrificio de tener que corregir o modificar su obra original.

Pensó que, como mera posibilidad, podía tener cierta lógica, pero también fue madurando una segunda alternativa, que, finalmente, pasó a convencerle mucho más. Decidió que se había servido del segundo taller para introducir algo en su interior de una manera discreta. Algo que, por algún motivo desconocido, Honorio III no quiso que formase parte de los tesoros de Letrán y que escapara al conocimiento de la curia romana.

Les miró con gesto de satisfacción, consciente de que el tiempo que les había dedicado se estaba agotando.

—Bueno, queridos hijos míos, pues ese mismo relicario fue el que donó a la iglesia del Santo Sepulcro de Segovia en 1224. En ese año, a requerimiento suyo y por motivo de la presencia de la Santa Reliquia, la iglesia pasó a ser llamada de la Vera Cruz. —Forzó una solemne pausa—. ¡Creo saber qué es lo que ocultó!, pero me lo reservo hasta cerciorarme con mis propios ojos.

Se sirvió un poco más de vino y lo contempló al trasluz, apreciando su brillo y coloración. Luego bebió un sorbo. Le gustaba saborearlo despacio, apreciando su calidad. «¡Está muy bueno!», pensó. Sirvió con sus propias manos una generosa cantidad en las copas preparadas para sus invitados y se las ofreció.

—¡Gracias por el vino, Santidad! ¡Está delicioso! No querría ocuparos mucho más de vuestro valioso tiempo, pero aún tengo una última pregunta. —Guillem era el único que se mantenía con suficiente ánimo para hablar. El gran maestre Armand todavía necesitaba un poco más de tiempo para digerir las consecuencias que tendría para su orden si fracasaban en su misión—. Como bien sabéis, las relaciones entre vuestro antecesor, Honorio III, con el Temple no fueron muy fluidas. ¿Pudo tener algún otro motivo para enviar ese relicario a un emplazamiento de nuestra orden?

—¡Excelente pregunta, maestre Cardona! También yo lo he pensado más de una vez. Creo que debió de tratarse de algo temporal y que por eso nunca les llegó a informar de su contenido real. Sabía que en vuestras manos estaba completamente a salvo hasta que surgiera el momento adecuado para llevarlo a su destino final, que debía ser el Santo Sepulcro de Jerusalén. ¿Con quién iba a contar mejor, para ese destino final, que con sus propios y valientes defensores? La razón de que fuese primero a Segovia creo que se debió sólo a una coincidencia. Se acababa de inaugurar allí un templo, a imagen del Santo Sepulcro de Jerusalén, también dirigido por el Temple. Honorio III sabía que en esos momentos no tenía ninguna garantía de hacer llegar a Jerusalén la reliquia de la cruz, su contenido secreto, por la falta de seguridad de esas tierras. Por ello, debió decidir que permaneciera durante un tiempo en Segovia. Pero le llegó la muerte antes de poder dar la orden para que fuera enviado a Jerusalén, y allí se quedó. Hasta ahora. Ese relicario no fue el único que mandó realizar. De hecho, he seguido la pista de otro más, que fue encargado en esas mismas fechas y que también pasó por el taller de Ostia. Honorio III decidió adornar con él la tumba del apóstol san Juan en Éfeso. Ahora no puedo explicaros más, pero leí un documento manuscrito por él donde se indicaban, precisamente, esos dos lugares como destino final de los relicarios: Jerusalén y Éfeso. Aunque el primero hiciese escala temporal en Segovia. —Les miró fijamente—. ¿Entendéis ahora su importancia y la necesidad de recuperarlo junto con los otros dos sagrados objetos, con total discreción y sin demora?

—¡Santidad, dejadlo en nuestras manos! ¡Esta vez no os fallaremos!

Inocencio miró a los ojos de Armand de Périgord. Si quería más ayuda para Tierra Santa, ya sabía lo que tenía que hacer.

—¡Hijos míos, entonces nada más nos queda por hablar! Ya os haré llegar el relicario en cuanto esté terminado. No es necesario que nos volvamos a ver antes de vuestra partida. ¡Espero, eso sí, que la próxima ocasión traigáis el auténtico relicario!

Se levantó de la silla obligando a ambos a hacer lo propio. Acercó su mano para que besasen su anillo y, con ello, dio por terminada la reunión. Antes de salir del salón les impartió su bendición, poniendo sus manos sobre sus cabezas.

—¡Id con la ayuda de Dios! Que Él os llene de su auxilio para que os guíe y oriente en vuestra misión. ¡Id en paz, hijos míos!

Los dos hombres abandonaron el salón de los espejos y atravesaron las dependencias papales hasta dejar atrás uno de los palacios anexos a la bella catedral de San Juan de Letrán.

Superado ya el duro trance, el aroma y el bullicio de la calle contribuyeron definitivamente a eliminar sus últimos restos de tensión. Instintivamente aspiraron una larga bocanada de aire fresco y decidieron dar un paseo para pensar con más tranquilidad qué estrategias tomar en su nuevo encargo. Allanar la delicada situación con Esquivez para conseguir en alguna medida su colaboración, junto a la imprescindible protección del secreto de las investigaciones en curso, parecía una empresa bastante complicada. Como consuelo, disponían de varios días en Roma para encontrar la solución.

En una plaza vecina a la catedral había un mercadillo. A los pocos minutos de estar paseando entre los numerosos puestos, admirados por la enorme variedad y belleza de los muchos objetos que allí se exponían, se sintieron tan cautivados que, casi sin querer, olvidaron momentáneamente su conversación con el Santo Padre.

Las sucesivas cruzadas habían perseguido, además de preservar los Santos Lugares y los reinos francos de Palestina, mantener abiertas las rutas comerciales entre el lejano Oriente y Occidente. Y aunque en 1188 se había perdido Jerusalén, y con ella muchos de los principados francos de Tierra Santa, el puerto de Acre y los puertos de Venecia y Génova seguían siendo origen y destino de la mayor parte de los productos que luego se movían por el resto de Europa. Muchos de ellos estaban ahí expuestos, entre aquellos tenderetes que fueron recorriendo juntos.

Guillem de Cardona se había quedado parado frente al puesto de un grueso mercader veneciano, escuchando una entretenida conversación que éste mantenía con un cliente. El sudoroso vendedor apenas le dejaba moverse, manteniéndole agarrado del brazo para evitar que se le escapase.

—La alfombra que tenéis en las manos es única, caballero. ¡No encontraréis una igual en todo Roma! Está confeccionada con la producción de más de quinientas ovejas de raza karakul. Esas ovejas sólo viven en las altas cumbres de las montañas de unas lejanas y frías regiones de Oriente. Al soportar tan bajas temperaturas, la calidad de su vellón es única y consigue esta suavidad. ¡Tocad vos mismo y sentiréis su inigualable tacto! Notaréis la misma sensación que si tocarais la delicada piel de una beduina del desierto. —Se rió con una abierta carcajada, demostrando con sus gestos que sabía de lo que hablaba—. Para su confección es necesario el trabajo de un artesano durante al menos tres largos meses, normalmente una mujer, para alcanzar un resultado como el que veis ahora. —Respiró un segundo, buscó otro ángulo, y aproximando su gruesa y redondeada nariz hasta casi rozar la del cliente, le susurró—: ¡Hoy estáis de suerte, querido amigo! Tengo que volver a San Juan de Acre por nueva mercancía y debo deshacerme de lo poco que me queda. Hoy lo vendo todo por debajo de su coste.

Le dio un precio que al maestre Guillem, sin entender nada del asunto, le pareció excelente. Pero, casi a punto de cerrarse el trato, el efecto de una chirriante voz a su espalda dejó paralizado al cliente hasta entender de qué se trataba. Un hombre se acercaba protestando hacia el puesto.

—La alfombra que me vendiste ayer era de ovejas karakules de calidad inigualable, ¿verdad? Pues resulta que ayer, a la hora de la cena, se derramó una jarra de agua encima, y esta mañana ha aparecido el dibujo borroso. La lana se ha puesto áspera y tiene un aspecto deplorable. Como no me devuelvas todo mi dinero te aseguro que vas a tener un problema parecido al de mi alfombra. ¡Puede ser que tu cara te la borre con mis manos y no te reconozcas luego ni tú mismo!

El romano abusaba de toda suerte de gestos y movimientos con sus manos para atemorizar al grueso vendedor. Éste, a pesar de su difícil situación, empezó a argumentar con maestría.

—Perdonad, caballero. ¡Os recuerdo perfectamente! Ayer estuvisteis por la tarde con una bellísima mujer, seguro que vuestra señora, y unos maravillosos niños en esta mi humilde tienda. Os vendí una alfombra estupenda. Pero me decís que, en sólo un día, le ha desaparecido parte del dibujo. ¡Vaya desastre! Habréis pensado que os he intentado timar, ¿verdad?

El hombre, más tranquilo al ver que lo estaba reconociendo todo, afirmó que, efectivamente, así lo había pensado. El veneciano continuó hablando y Guillem permaneció entre ellos, disfrutando de la habilidad de aquel comerciante.

—Esa alfombra que os vendí ayer debieron colármela dentro de las muchas que compro a mis proveedores. Cuando trabajo con los más serios no me pasan cosas de este estilo, pero cuando pruebo con alguno nuevo, y éste ha debido ser el caso y el de vuestra alfombra, me intentan engañar y me meten, entre las buenas, alguna alfombra de mala calidad. De todos modos, me extraña lo que ha ocurrido porque, y como vos podéis entender, antes de ponerlas a la venta las reviso una a una.

Se acercó hasta el hombre, le agarró del brazo y en voz baja le explicó cómo se lo iba a compensar. Guillem oyó el arreglo.

—Mirad, la alfombra que os llevasteis ayer ya no vale para nada. Os la regalo. Me costó doce piezas de oro pero, y para que no os quedéis con las ganas de tener una buena alfombra, os voy a dar esta otra —levantó, de uno de los montones, una nueva— por sólo una cuarta parte del precio de la que os vendí ayer. Vos me dais tres piezas de oro y os quedáis con las dos alfombras: esta nueva, que vale en realidad veinte piezas de oro, y la de ayer, que podéis usar perfectamente. Os envuelvo esta segunda. Me dais ahora sólo tres piezas de oro, y todos tan contentos.

Casi sin dejarle hablar, ya le había conseguido meter el paquete con la nueva alfombra entre su brazo y recibía las tres piezas de oro. Aún le despidió, diciéndole en voz baja:

—Por favor, os pido que no contéis a nadie lo barato que os he vendido las alfombras. ¡Sois un pillo! Habéis conseguido ser la persona que me ha sacado el mejor precio por una alfombra en todos los años que llevo con este negocio. Si se enterase la gente, me hundiríais el negocio, caballero.

El hombre, con una sonrisa algo bobalicona, le prometió su total discreción. Todavía, y antes de irse, el veneciano le regaló unos cordones de seda trenzados con unas gruesas borlas que colgaban de ellos para que se los regalara a su bella esposa, por si le hiciesen falta para algún cortinaje.

Guillem de Cardona brindó una felicitación silenciosa al veneciano por su maestría cuando sus miradas se cruzaron por un instante. Sin entender muy bien sus razones y lejos de ver satisfecha su curiosidad, el vendedor le perdió de vista al mezclarse éste entre el gentío. Fruto de la casualidad, Guillem iba entusiasmado buscando a Armand entre aquellos puestos. Aquel hábil personaje acababa de darles la pista para engañar a Esquivez. Localizó al gran maestre en un puesto de frutas mientras compraba unas cerezas de sabroso aspecto.

—Armand, acabo de ver clara la estrategia. ¡Lo tengo todo solucionado!

El maestre De Périgord se volvió hacia él, muy intrigado.

—Me alegra mucho saberlo, hermano Guillem. —Pagó lo que debía y le ofreció unas cerezas que confirmaron su elección—. No perdamos más tiempo y cuéntame lo que has pensado mientras seguimos con el paseo.

Guillem detalló toda la escena que acababa de presenciar en el puesto de las alfombras, así como las distintas reacciones de los personajes que la habían protagonizado. El gran maestre no acababa de entender qué relación podía tener aquello con la solución a sus problemas.

—El habilidoso veneciano no sólo ha sido capaz de solucionar un serio problema, sino que lo ha aprovechado para realizar una nueva venta, dejando a un cliente contento, y, además, ha alimentado su ego por hacerle creer que había comprado mejor que nadie y por tener la más bella mujer y niños de todo Roma. ¡Toda una lección de habilidad! —Decidió que había llegado el momento de entrar a explicar su idea—. Cambiando el sentido de nuestro mensaje, Esquivez va a creer que su situación es justo la contraria de la que suponía. Si hasta ahora pensaba que nuestra reacción ante la muerte de Uribe iba a ser muy dura y su situación en la orden de lo más complicada, le haremos ver todo lo contrario; que estamos muy satisfechos de su comportamiento y que vamos a anunciarle un posible ascenso a maestre provincial.

—Tu idea me parece bastante acertada; pero ¿cómo haremos para darle la vuelta a la autoría de su crimen, si sabe que estamos informados sobre ella? —Las dudas sobre la eficacia de la propuesta le estaban asaltando.

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