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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (26 page)

BOOK: La cuarta alianza
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—¡Ya había pensado en ello! Recuerda que nuestro informador nos contó que se había encontrado a Esquivez y al cátaro junto al cuerpo de Uribe; pero que no llegó a ver quién había sido el responsable de su muerte. Le convenceremos para que piense que nuestras sospechas nunca habían ido dirigidas hacia él, sino hacia el cátaro. —Se sentía satisfecho de sus argumentos—. También he pensado que lo más conveniente sería que le visitara yo solo. Si nos viera aparecer a los dos, con la sorpresa de ver nada menos que al gran maestre del Temple junto a su provincial, se pondría en peligro nuestra estrategia, basada en transmitirle nuestra más plena confianza. Por el contrario, una visita de su provincial, sin la presencia de escolta armada y sólo con su auxiliar, anunciándole buenas noticias sobre su situación y restando trascendencia al lamentable suceso, conseguirá el efecto deseado.

—¡Excelente, Guillem! —Palmeó su espalda en señal de aprobación—. ¡Creo que puede funcionar! —Empezó a rascarse su poblada barba con gesto pensativo—. Todavía tengo una duda. Una vez que superes su desconfianza, ¿cómo conseguirás hacerte con los tres objetos?

—Anunciaré mi voluntad de pasar dos o tres semanas con ellos. A lo largo de esos días, trataré de reforzar la relación de confianza con Esquivez para conseguir que relaje su incomodidad por mi presencia, e intentaré investigar entre sus monjes y en la iglesia el posible escondrijo de los objetos. De todos, el cambio de los relicarios con el
lignum crucis
es el que inicialmente menos me preocupa. Localizar el cofre y el papiro puede resultar algo más complicado.

Como las mayores dudas que abrigaba Armand sobre el plan de Cardona parecían haber encontrado soluciones aceptables, la viabilidad del mismo le acabó convenciendo. Además, ese plan tenía la virtud de no hacerle viajar hasta Segovia, pues su ausencia de Tierra Santa hubiera retrasado con toda seguridad el inicio de las nuevas campañas. Lamentaba de corazón tener que dejar toda la responsabilidad del éxito o del fracaso a Guillem, pero no había una alternativa mejor.

Satisfechos, dejaron atrás el mercado y se dirigieron hacia la sede del Temple en Roma. Se separarían durante una semana: uno se quedaría en Roma para atender las necesidades más urgentes de la orden y acelerar las gestiones con Letrán para el envío de los ansiados suministros; el otro visitaría Nápoles, donde residía una rama de su familia, pues había decidido aprovechar esos días libres con los que no contaba.

Quedaron en volver a verse, antes de la partida de Guillem, para visitar juntos la famosa iglesia de San Pablo Extramuros y conocer los mosaicos que el papa Honorio III había mandado colocar en ella y que tanto habían interesado al actual pontífice. Se despidieron y cada uno tomó caminos diferentes; hacia sus obligaciones uno, y hacia sus familiares el otro.

Cuando Armand de Périgord y el maestre Cardona volvieron a verse, pasada ya esa semana, fue frente al atrio de la imponente iglesia de San Pablo. Accedieron a su interior y de inmediato se asombraron de su magna estructura. Constaba de tres naves rectangulares, la central más amplia, separadas entre ellas por una larga fila de imponentes columnas de mármol. Se dirigieron hacia el arco que separaba la nave central del transepto y buscaron la capilla donde sabían que Honorio III había mandado colocar el misterioso mosaico de la Virgen con su Hijo.

—Mira, Guillem, ¡ahí está! ¡Tan bello como nos lo describió el Santo Padre! Observa qué majestuoso contraste de colores. El azul turquesa del vestido de María, con el rojo del Hijo, enmarcados en un fondo de oro. ¡Es un conjunto soberbio!

El gran maestre Armand se aproximó para observar más de cerca los pendientes de la Virgen que tanto habían llamado la atención del Papa. Sólo se apreciaba el de un lado, al quedar oculto el otro por el ángulo que adoptaba la posición de su rostro, que se dirigía hacia su Hijo. La mano derecha del Niño lo señalaba simbólicamente, enseñando al mundo el camino para llegar a Él, a través de su Madre.

De no haber sido por el comentario del Papa, se les hubiera pasado por alto el detalle del pendiente. Seguro que muchos de los que visitaban a diario el templo ni se habían percatado de su existencia. Armand quiso memorizar su aspecto, con la dificultad de que apenas llegaba a apreciarse realmente su forma por efecto de la natural falta de precisión, al tratarse de un pequeño objeto, reproducido además en un material de por sí fragmentado como era el mosaico. Si esa joya había existido alguna vez o todavía existía en algún lugar, él lo desconocía; pero, por los comentarios del Papa, aunque no había querido revelarles todo lo que sabía, se podía deducir que lo que buscaba dentro del relicario igual tenía algo que ver con ese mosaico y con el pendiente.

Había que estar muy ciego para no casar las dos historias que les había contado. Aunque no podía estar del todo seguro, se inclinaba a pensar que era tal y como lo estaba imaginando.

Visitaron el resto de la magnífica iglesia y la tumba de san Pablo. Admiraron la belleza del monumental mosaico, realizado por encargo también de Honorio, que engalanaba el ábside. Abandonaron el templo y se dirigieron a los Palacios Papales de Letrán para recoger el relicario falso. Un día antes, había llegado un emisario a su residencia avisándoles de que estaría listo para ese día.

Fue el mismo secretario papal quien hizo entrega del objeto, discretamente guardado en una caja de madera que simulaba contener botellas de vino.

—¡Mañana partiré, gran maestre! He sabido que al alba sale un barco desde el puerto de Ostia a Barcelona. Por mar ganaré tiempo y así podré despachar, en nuestra casa de Barcelona, aquellos asuntos que demanden más urgencia de mi provincia, antes de emprender camino a Segovia.

Antes de despedirse, Armand le deseó suerte en su misión y le dio un encargo personal para el rey Jaime I.

—¡Estoy seguro de que lo lograremos, mi buen Guillem! Aguardaré lleno de ansiedad tus noticias. En cuanto regreses de Segovia y parta algún barco de Barcelona para Acre, hazme saber todo lo que haya pasado y el resultado del plan.

Ese mismo día, a mucha distancia de Roma, Gastón de Esquívez había mantenido una reunión en Sigüenza con algunos miembros de su comunidad secreta. Les había informado de la reciente captura del preciado medallón de Isaac, que había ocultado en la Vera Cruz. Detalló exactamente cómo había llegado hasta sus manos y también cómo había tenido que sacrificar la vida de su portador, Pierre de Subignac, a fin de asegurar su propiedad para la orden. Ninguno de los presentes pareció asombrarse mucho por la muerte del hombre y por ello no le reprocharon haber usado ese procedimiento para hacerse con la preciada reliquia. No sería la primera vez, ni seguramente la última, que habría que emplear métodos parecidos para alcanzar algún objetivo importante para su obra. Además de aquella muerte, y en un tono bastante más triste, declaró la del templario Pedro Uribe, viejo conocido de algunos de los presentes y responsable de la de Juan de Atareche, miembro fundador del grupo. Narró la fuga del ayudante de Uribe y discutieron sobre las posibles consecuencias una vez que fuese conocida la noticia en la sede. Decidieron posponer cualquier otra reunión hasta pasado un tiempo, para no levantar sospechas.

También les mostró la última carta recibida de Roma con el sello de Inocencio IV, exigiendo una vez más la devolución del relicario con el fragmento de la Vera Cruz. Todos compartían la negativa a hacerlo y estudiaron ideas para evitar que la reliquia pudiese ser sustraída cuando se conocieran los firmes deseos de la Iglesia de Roma por recuperarla. El más anciano de los presentes propuso ocultar el relicario durante un tiempo en un lugar seguro y exponer una copia exacta para su culto. De esa manera, si alguien pretendiese hacerse con él de forma indebida, se llevaría la pieza falsa y el fragmento de la Vera Cruz, que era lo que ellos precisaban para sus cultos, seguiría en sus manos. Así lo decidieron a mano alzada y por mayoría, y confiaron al propio Esquivez el encargo de la copia para tenerla expuesta, lo antes posible, en la iglesia de la Vera Cruz.

A la mañana siguiente un nuevo pasajero era admitido, tras pagar su pasaje y una excelente propina a un antipático y apestoso capitán, en un galeón que partía esa misma mañana en dirección a Barcelona. Guillem había tenido que pagar el doble de un pasaje normal para que le fuera permitido meter en las bodegas sus dos caballos y el resto de equipaje que llevaba.

Una vez en alta mar y alojado en el mejor camarote de que disponía el barco, dada su alta condición, había dedicado largos ratos a la lectura para aliviar el pesado transcurrir del tiempo a bordo.

Durante los diez días que duró la travesía les acompañó un tiempo francamente malo, con una persistente tormenta que mantuvo el mar embravecido y al capitán teniendo que servirse de todas sus artes de navegación para mantener el barco a flote y en rumbo. Una buena parte de la tripulación, aunque experimentada en aquellas y peores circunstancias, padeció los efectos de un intenso y tenaz mareo. El maestre templario no fue una excepción y sufrió como el que más las consecuencias del penoso viaje.

Cuando llegaron a los enormes muelles del puerto de Barcelona el deseo de pisar suelo firme y recobrarse de la sensación de estar en un mundo en permanente bamboleo hizo que el monje abandonase el barco a toda prisa por la escala de madera, tras encomendar a un marinero que se hiciese cargo de sus caballos y de su equipaje. Pasados unos minutos, y seguro ya de sus pasos sobre el firme suelo del muelle, se sentó sobre unos fardos, a la espera de sus pertenencias, observando muy entretenido la bulliciosa e intensa actividad de aquel familiar puerto.

Barcelona era el tercer o cuarto puerto más importante del Mediterráneo, pues desde la conquista de Tierra Santa, y a causa de la mayoritaria participación en ésta de los señores francos y venecianos, las rutas comerciales reabiertas con Oriente habían favorecido más a sus puertos rivales de Venecia, Génova y Marsella.

Desde aquel punto Guillem oía a un grupo de nubios, de facciones tan negras como el basalto, hablando en una extraña lengua a otros extranjeros ataviados con largas túnicas blancas, rematadas con bellas pieles de animales salvajes y vistosos turbantes. A tan extraños personajes se les sumaba un intenso y variado tráfico de carros con las más cautivadoras mercancías. En uno, dos mujeres estaban colocando unas grandes piezas de seda de Damasco; en otro, unos voluminosos tarros de cristal llenos de especias de todo tipo procedentes de Arabia. Allí, maderas de los bosques de la India, más lejos, cuernos de marfil o porcelanas de China. Podía uno perder toda una mañana observando aquel animado escenario sin apenas darse cuenta de ello. Así permaneció Guillem hasta que apareció el tripulante con uno de sus caballos, ensillado, y el otro cargado con todas sus pertenencias.

Guillem de Cardona fue por las callejas del puerto hacia su residencia habitual en la ciudad, dejando atrás las atarazanas, y entonces recordó el encargo del gran maestre para el rey Jaime. Nada más llegar a la casa de Barcelona pediría a su secretario que solicitase una audiencia inmediata. Confiaba en que el monarca estuviera en la ciudad, cosa infrecuente dadas sus intensas ocupaciones. Apodado el Conquistador, había logrado ser el rey que más había ensanchado sus dominios: hacia el este, conquistando las Baleares en 1229, y hacia el levante, reconquistando a los almorávides la ciudad de Valencia en 1238. La importancia de las nuevas plazas había compensado, aunque sólo en parte, sus deseos de ampliación hacia los antiguos territorios perdidos —la Occitania—, tras la fatídica muerte de su padre en la batalla de Muret, en defensa de sus súbditos cataros y contra los cruzados francos. El Temple había colaborado en cada una de las campañas, y sus relaciones personales con el monarca, aunque habían pasado por momentos mejores, eran buenas. Recordaba ahora la última ocasión que se habían visto, poco antes de partir a Roma, en el sitio de Játiva, por cuya conquista el Temple había obtenido como pago a sus servicios la mitad del astillero de la vecina ciudad de Denia. Sus antecesores habían sido más generosos que él a la hora de los repartos, dándoles siempre la quinta parte de lo obtenido. El rey Jaime había empezado a reducir ese porcentaje con las últimas ocupaciones, lo que había dado origen a algunas discusiones y al propio encargo del gran maestre, que veía reducida la contribución de la Corona de Aragón a las necesidades de Tierra Santa.

Los abundantes asuntos de la provincia, que le había reservado su secretario para atender con más urgencia, ocuparon sus siguientes veinticuatro horas, encerrado en su despacho. Desde hacía varios años habían conseguido del rey el mandato de acuñar la moneda para toda su corona, actividad que estaba generándoles tantos ingresos como la mejor de las encomiendas. Uno de los problemas que demandaba una solución inmediata era la sospechosa desaparición de reservas de moneda de un almacén bajo su control. De llegar a oídos del rey Jaime, el asunto podía desencadenar la pérdida de aquella rentable actividad para la orden y un demérito para nuevas empresas. Redactó la resolución del alejamiento a distintas encomiendas de los monjes mayores encargados de su gestión y el envío de los más jóvenes a San Juan de Acre, para que purgaran allí sus pecados luchando contra el enemigo. También tenía que cubrir la baja del comendador de Puente la Reina, Juan de Atareche, que había fallecido poco antes que su segundo, Pedro Uribe. Durante las pocas horas que le restaban para abandonar Barcelona resolvió algunos asuntos más de verdadera importancia, los que no demandaban tanta urgencia quedarían para su vuelta de Segovia.

A la mañana siguiente acudió al Palacio Real junto con un auxiliar que había solicitado que le acompañara. Iban preparados para emprender un nuevo viaje en cuanto terminase la entrevista. Esta vez no deseaba ir solo.

El rey Jaime le recibió sin las formalidades habituales. Su mujer, Violante de Hungría, le saludó con afecto, excusando posteriormente su presencia. El pequeño Pedro se quedó jugando a los pies de su padre.

—Cuando he sabido de tu presencia en Barcelona me ha tranquilizado mucho la noticia. —La profunda voz del rey parecía extenderse por el salón como una pesada alfombra—. Te esperaba para iniciar una nueva conquista hacia la región de Murcia y en una zona muy próxima al califato de Granada. Pero y tú, ¿dónde te has metido todo este tiempo?

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