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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (30 page)

BOOK: La cuarta alianza
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—Correcto. La alarma no se activa si alguna puerta, tanto del taller como de la entrada, queda abierta. Con las de las cajas fuertes pasa exactamente igual; de no estar completamente cerradas y puestos todos los bloqueos, la alarma no se activa. Si me hubiera dejado algo abierto el sistema habría dado un aviso, un pitido intermitente y del todo reconocible.

—De acuerdo. La puerta estaba bien cerrada y la alarma puesta. Después de haber comprobado sus sistemas de seguridad, puedo afirmar que son bastante modernos; por tanto, el o los que hayan entrado y desactivado el sistema no son vulgares rateros. Nos encontramos ante unos profesionales.

—Efectivamente, hace sólo dos años mandé instalar un sistema de seguridad alemán muy caro que, según me aseguraron, era el mejor y uno de los más fiables del mercado. Creo que técnicamente es muy difícil anularlo. De todos modos, está visto que cuando quieren entrar les da igual lo difícil que se lo trates de poner. Al final, ya lo ven, lo acaban consiguiendo.

El policía más joven, que era el que tomaba las notas, alternaba sus apuntes con fugaces vistazos a las preciosas piernas de la mujer más madura y al espectacular cuerpo que se presumía debajo de los ajustados vaqueros de la otra, más joven. ¡Vaya par de señoras!, pensaba. Lucía se estaba dando cuenta de aquellas miradas, bastante sorprendida de sí misma y del efecto que estaba causando ese día en los hombres.

—Ahora nuestros expertos están analizando la caja fuerte. Pero, a primera vista, todo conduce a pensar que ha sido reventada con un pequeño explosivo y un dispositivo silenciador para evitar que la detonación les delatara. Ese detalle confirma que se trata de gente que sabía lo que venía a hacer o que conocía bien lo que se iba a encontrar. ¿Ha despedido a algún empleado hace poco tiempo que pudiese conocer detalles internos de su empresa?

—¡En absoluto! En los últimos años no he tenido que dar de baja a nadie. Por tanto, es difícil que se trate de alguien que trabaje aquí. Tengo veinte empleados, y estoy segura de que ninguno de ellos tiene algo que ver en ello, directa o indirectamente.

—Entiendo su posición, señora. Pero no crea de antemano nada que antes no haya sido probado. Se lo digo por experiencia. Nunca se sabe de dónde puede venirle a uno la traición. De cualquier modo, lo que más me extraña de este caso es que no haya echado en falta nada.

Fernando intervino, para preguntar qué se habían llevado.

—Paula, ¿no te falta nada?

—Pues eso es lo extraño, Fer. No se han llevado casi nada. Para ser más exacta, de la caja fuerte sólo me falta algo de dinero, que guardaba en billetes, y no más de trescientos euros. Pero lo raro es que, incluso, han dejado objetos terminados de mucho valor y los lingotes de plata que usamos en todos nuestros trabajos. Lo que han dejado dentro puede valer entre trescientos y cuatrocientos mil euros, y lo han dejado tal y como estaba. Por no hacer, ni lo han movido de sitio.

Mientras hablaba Paula, un tercer policía entró en el despacho y se dirigió hasta donde estaba el inspector jefe, para pasarle una información. Fraga le contestó algo que nadie oyó y el policía abandonó el despacho.

—Me acaban de informar de que tiene usted pinchado su teléfono y, por supuesto, no por nosotros. Alguien ha estado espiando sus conversaciones desde hace un tiempo. No sabemos cuánto. —Paula sintió un escalofrío, mezcla de miedo y sorpresa, al sentirse espiada. Trataba de entender quién podía estar interesado en sus conversaciones y qué interés podían tener, mientras el inspector seguía hablando—: Señora, empiezo a pensar que aquí hay algo más importante que un simple robo. Desde hace un tiempo alguien ha estado escuchando todas sus conversaciones privadas. En mi opinión, posiblemente a partir de algún comentario que haya realizado y en referencia a un posible objeto de valor o a una fuerte cantidad de dinero, debieron de creer que merecía la pena venir hasta aquí a tratar de hacerse con ello. Esos hombres han pensado que usted guardaba aquí alguna cosa muy valiosa. —Se tiró repetidamente del lóbulo de la oreja izquierda. Todos los que le conocían sabían que eso significaba que había encontrado un rastro definitivo. Lo hacía siempre, cuando se sabía en el momento más crítico de una investigación—. Empiezo a ver el tema tan nítido como el agua.

»Señora, a usted no han venido a robarle unas piezas de plata para revenderlas en el mercado negro y sacar unos euros. Los autores del allanamiento de su taller venían con una idea clara de lo que buscaban. Y parece que se han marchado sin encontrarlo. ¿Tiene usted alguna idea de lo que podrían buscar, primero, y segundo, recuerda haber mantenido recientemente alguna conversación que pudiese haber provocado un especial interés en ellos?

Inmediatamente, tanto Fernando como Paula y Mónica pensaron en el brazalete. De él habían hablado varias veces por teléfono entre ellos. Fernando trató de acordarse de cada conversación y recordó una, cuando supo su verdadera antigüedad por el informe del laboratorio holandés, en la que comentó que le parecía más prudente guardarlo en la caja fuerte del taller y no en la de su joyería, vista la oleada de robos que se estaban produciendo últimamente en Madrid.

Se miraron los tres y decidieron, tácitamente, que no comentarían nada del brazalete, de momento, a la policía.

Los agentes no se dieron cuenta del intercambio de miradas, ya que —y ahora eran los dos— estaban la mar de entretenidos con las piernas de Lucía, que acababa de cambiar de postura. A ella el hecho le resultaba de lo más insólito. Hacía mucho tiempo que no se ponía falda, aunque tampoco ésta era tan corta, y tenía más que olvidada la época en que estas cosas le pasaban con más frecuencia. De estar tanto tiempo entre papeles, tras quedar viuda, y sabiéndose más bien normalita de cara, no se había vuelto a plantear el poder de su condición femenina sobre los hombres. Se prometió empezar a salir un poco más de ahora en adelante y dejar de parecer una rata de biblioteca.

—Han revuelto los archivos que guardo en la habitación de al lado —dijo Paula— y, como pueden comprobar, este despacho lo han puesto patas arriba. Estoy de acuerdo con sus deducciones. Buscaban algo más, pero no entiendo el qué. En mi negocio no entra ni sale ningún otro tipo de objeto que no sea plata. No sé qué interés pueden tener mis conversaciones por teléfono para esos hombres. Sólo hablo con proveedores, bancos y con otras muchas joyerías que, como clientes habituales, me pasan periódicamente algún pedido. El resto de las llamadas que normalmente tengo son de índole personal, muchas veces con mis amigas y mi familia. Como pueden suponer, la mayor parte de las veces los temas de conversación son de lo más intrascendente.

—De acuerdo, señora Luengo, creo que por hoy es suficiente. Sólo le pediré que, con un poco más de tiempo, revise todo su archivo, y si echa en falta alguna cosa, que no haya recordado hasta ahora, me llama. Ésta es mi tarjeta, con el teléfono de la oficina y el móvil. Puede usted llamarme a la hora que sea. —Dejó también otra a cada uno de los asistentes.

Se levantaron a la vez. El inspector jefe Fraga estrechó la mano de Fernando y, a continuación, la de Paula. El más joven se acercó a Lucía, dándole un sonoro beso en su mano. Lucía notó con tal intensidad el áspero bigote del policía que retiró la mano de forma refleja.

Una vez solos, se sentaron más tranquilos para comentar sus impresiones. Fernando y Lucía lo hicieron en un mismo sillón, nada amplio por cierto, quedando sin remedio bastante pegados. Mónica, desde una de las sillas, y Paula en su sillón, comprobaron, con cierto desagrado, los escasos milímetros que apenas lograban separar sus dos cuerpos.

Fernando fue el primero en arrancar a hablar.

—¿Estás más tranquila ya, Paula?

—Pues sí, y no. Sí, porque os tengo aquí y está todo en manos de la policía, pero sigo bastante inquieta al no saber por qué han querido robarme. Además, y no sé vosotros, temo posibles acciones en el futuro. Me he acordado del brazalete cuando el inspector estaba enumerando los supuestos motivos del robo y excluyó, expresamente, la plata como único móvil.

—Ese brazalete del que habláis —preguntó Lucía, que apenas había abierto la boca desde que habían salido precipitadamente de la iglesia— entiendo que es el mismo que me enseñaste en el archivo y que, supongo, debes de tener en tu casa. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí. Pero no está en mi casa —respondió Fernando—. Está más protegido, en la cámara acorazada de la joyería. —Tenía que preguntar algo a su hermana antes de que se le olvidase—. Paula, he recordado hace sólo un momento que mantuvimos una conversación acerca del posible cambio del brazalete a tu caja fuerte. ¿La recuerdas?

—Sí, me he acordado antes. Estabas preocupado por los robos en Madrid y hablamos de guardarlo en mi caja fuerte, cuando te informaron de su alto valor histórico.

—¡Exacto! Ya tenemos el móvil del fallido robo. Esos hombres iban buscando el brazalete. Escucharon nuestra conversación y creyeron que lo tenías tú. —La idea le produjo un respingo—. No puedo entender cómo han podido saber que lo tenemos, ha pasado muy poco tiempo desde que lo recibí en la joyería; pero empiezo a estar preocupado, sobre todo porque no sabemos contra qué o contra quién nos enfrentamos.

Lucía puso una mano sobre el hombro de Fernando, para comunicarle sus fundados temores.

—Fernando, si esos hombres han escuchado vuestras conversaciones, saben algo sobre el brazalete, y si han sido capaces de entrar hasta aquí, aunque no lo hayan conseguido, ¿no creéis que igual lo están intentando ahora, en tu joyería o en tu misma casa, o que puedan hacerlo en otro momento?

—Tienes toda la razón, Lucía. ¡Ahora mismo voy a llamar a mi portero para que se dé una vuelta por casa y vea si todo sigue normal! Llamaré también a la empresa de seguridad para que me informen de la situación en la joyería. —Sacó su móvil y se puso a marcar el número de la portería.

—Fer, aquí dentro no tienes cobertura. Sal a la calle a llamar o, si quieres, llama desde el fijo.

—Casi prefiero el móvil. Después de saber que tu fijo está pinchado, no me da ninguna seguridad.

Fernando cerró la puerta tras él y se fue a la calle.

Las tres mujeres se quedaron solas, y bastante preocupadas, en el despacho. Ahora que eran conscientes de los verdaderos motivos de esos hombres, hubieran preferido permanecer en una cómoda situación de ignorancia. Tras unos tensos segundos de silencio, Paula se arrancó a hablar con Lucía, para cambiar el rumbo de sus pensamientos.

—Es raro que, con lo pequeño que es Segovia, no nos hubiésemos visto antes, ¿verdad?

Lucía se arrimó hasta el borde del sillón y cruzó las piernas, dirigiendo su mirada hacia la hermana de Fernando.

—Posiblemente nos hayamos visto alguna vez sin que ahora lo recordemos, aunque, por otro lado, puede que tampoco sea tan raro teniendo en cuenta el poco tiempo que le dedico a mi vida social. El trabajo absorbe todo mi tiempo y el poco que me queda lo empleo en leer, supervisar aburridas tesis doctorales o estudiar tratados que, seguro, os resultarían aburridísimos. Algunos fines de semana los paso en Extremadura, en una finca que tengo cerca de Cáceres. Y además, llevo viviendo en Segovia relativamente pocos años. Sabíais que no soy de aquí, ¿verdad?

—Yo no lo sabía —mintió Mónica—. ¿De dónde eres, entonces?

—Soy de Burgos, aunque he pasado muchos años en Madrid, a la que considero casi mi ciudad natal.

—No tengo muchos contactos con el mundo de la investigación histórica, aunque, últimamente, contando al catedrático de Cáceres y a ti, casi debería decir lo contrario, pero te ruego que no me tomes a mal lo que te voy a decir: ¿el tuyo no resulta un trabajo bastante ineficaz y del todo aburrido?

Nada más acabar de hablar, Mónica lamentó el insolente acento de su pregunta, que no había pretendido en ningún caso dar. La presencia de esa mujer, no sabía por qué, la descolocaba. Tenía que ser más prudente, pensó.

Lucía calibró a toda velocidad la situación y a punto estuvo de seguirle el juego. Pero responderle con lo primero que le venía a la boca —«¿y acaso estar metiendo relojes, sortijas o pendientes en cajitas más o menos delicadas te resulta un trabajo excitante?»— no le pareció lo más adecuado si quería mantener la compostura. Trataría de suavizar su respuesta. Al haberla visto sólo en dos ocasiones, no podía tener todavía una imagen muy definida sobre ella, pero le había parecido que era una joven mucho más sensata y equilibra de lo que acababa de demostrar. Durante la mañana había notado más de una mirada suya de rechazo, aunque tampoco le dio mayor importancia. ¿Qué había hecho ella para que se mostrase tan desabrida? De pronto, se le encendió una lucecita y lo entendió todo: ¡Mónica estaba enamorada de su jefe y había visto en ella una posible competencia! ¡Tonterías, propias de una veinteañera! Ahora le cuadraban las cosas.

—Desde fuera puede parecerlo. Lo reconozco. Y tal vez se deba a lo poco conocido que es nuestro trabajo en general. Debéis imaginar que trabajar en un archivo histórico es algo parecido a coleccionar, en un recinto más o menos silencioso y de olor un tanto rancio, a un conjunto de tipos raros, por lo general decrépitos ancianos y jubilados, desde ni se sabe cuándo, dedicados, en cuerpo y alma, a la búsqueda del dato más peregrino e inútil que puedan encontrar entre una montaña de libros polvorientos. ¿Lo he descrito más o menos bien?

Mónica acababa de recibir toda una lección de «saber estar». Lucía había respondido a la provocación, contrarrestándola con estilo e ironía.

—Creo que se ajusta bastante bien a la idea que se suele tener de ello, sí —intervino Paula, echando un capote a Mónica—. Tal vez Mónica ha tratado de reflejar, mediante una pregunta, esos tópicos que has descrito después.

—¡Claro, no he tenido ninguna duda de ello!

La ironía era una de sus habilidades. «Ahora se ha cerrado el triángulo —pensó—. Mónica quiere a Fernando, Paula ayuda a Mónica y supongo que a la vez empuja a Fernando hacia ella. ¿Estará Fernando jugando esa misma partida?»

Lucía reconoció que una parte de la imagen que se tenía del trabajo habitual de un investigador se aproximaba bastante a la realidad. Pero añadió que, por debajo de esa visión, un tanto estereotipada, existían otros factores, menos conocidos por la gente, que lo convertían en algo apasionante.

—A veces pensamos que somos como los buzos que buscan un tesoro en la inmensidad del océano. Metemos la nariz en sucesos ocurridos cientos de años atrás, buscando nuestro pequeño cofre del tesoro, con la emocionante sensación de estar como viviendo dentro de esas escenas, preguntando a sus personajes y entendiendo sus intenciones. Nos dedicamos a construir un enorme y difícil puzzle, donde a veces te cuesta años encontrar la pieza que debe encajar en un punto determinado.

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