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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (31 page)

BOOK: La cuarta alianza
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—Lucía, al escucharte puedo asegurar que estás consiguiendo cambiar el concepto que tenía de una científica. —Paula empezaba a ver con mejores ojos a aquella mujer.

Mónica se mantenía callada, y un tanto avergonzada, pues sabía que había hecho el ridículo hasta que Fernando entró en la habitación. Le preguntó qué noticias tenía.

—¡Todo está en orden! Gracias a Dios, no ha pasado nada. He aprovechado para pedir a la empresa de seguridad que doble la vigilancia de la joyería y que mande también a un agente a mi casa. Creo que así tendremos mejor protegido el brazalete. —Notó que había un ambiente, entre las tres mujeres, ligeramente tenso y decidió que lo mejor sería cortarlo, yéndose a comer todos juntos—. Toda esta situación me ha abierto el apetito. ¿Qué os parece si buscamos un buen restaurante?

Lucía decidió que ella iba en su coche, para no tener que volver a buscarlo al taller de Paula. Mientras iba siguiendo al de Fernando, pensaba en lo diferente y divertido que le estaba resultando ese día. Al acudir esa mañana a una cita que se presentaba como un acto profesional más —sirviendo de guía a Fernando y a Mónica por los entresijos históricos de la iglesia—, de forma casual, y sin haberlo imaginado, había redescubierto su feminidad, decidido dar un cambio a su vida personal y, lejos de su intención, protagonizado, incluso, una reacción celosa en una chica de veintitantos años por un hombre en el que apenas se había fijado.

Tras aparcar los coches en un aparcamiento del centro, llegaron hasta la puerta del restaurante, donde les recibió un joven camarero.

—Buenos días, señores. Humm... ¿Habían reservado mesa?

—No, no tenemos reserva. Seremos cuatro. ¿Les queda alguna libre?

El camarero se puso a comprobarlo en un aparatoso libro.

—Humm, veamos... ¡Sí, dispongo de mesa para cuatro! Humm..., de acuerdo. ¡Síganme, por favor!

Atravesaron un amplio salón, hasta llegar a uno de los laterales.

—Humm..., ¿Esta mesa les parece bien o prefieren alguna otra?

—Ésta puede estar perfecta, gracias —contestó Fernando.

Les invitó a sentarse y ayudó a hacerlo a las tres mujeres.

—Humm... ¿Desean algún aperitivo los señores, antes de pedir los platos?

Pidieron tres martinis blancos y un jerez.

—Humm..., ¿qué os parece este sitio? —bromeó Fernando.

—Humrn..., también nos hemos dado cuenta del detalle —apuntó Paula.

Se rieron por el deje tan cómico del camarero y se pusieron cada uno a recordar la muletilla que más gracia le había producido en su vida. Ganó Mónica por mayoría, al contar la que tenía un viejo profesor de su colegio, que acortaba en «mamente» la expresión «mismamente» y la repetía cada tres o cuatro palabras. Por lógica, en su colegio, por todos era conocido como el profesor Mamente.

Mientras leían la espectacular carta, el ambiente parecía haberse relajado. Eligieron sus platos, y para beber, Fernando escogió un tinto reserva Dehesa de los Canónigos, un vino de la Ribera del Duero que le encantaba.

Metidos en el segundo plato, Fernando expuso sus averiguaciones —que a todos parecieron bastante escasas— sobre la vida del papa Honorio III. Tal y como habían acordado en Zafra, cada uno de los tres se había quedado encargado de ahondar en un tema concreto.

Lucía le había escuchado con atención y terminó contribuyendo —dado el poco contenido que éste había aportado— con sus conocimientos acerca de ese Papa.

—¡Ya vemos lo que te has matado, hijo! —Paula, aprovechó la oportunidad para atacar a su hermano, deporte que le encantaba practicar—. Como el resto hayamos seguido tus mismos pasos, estamos buenos.

Mónica expuso lo que había averiguado sobre el brazalete. Había estado buscando bibliografía en el Instituto Nacional de Gemología, para situar algo mejor el origen del oro con el que se había confeccionado. Como el informe del laboratorio holandés afirmaba que era una variedad bastante común en las tierras bajas del Nilo y esa pista les había llevado a concluir que se trataba de un brazalete de la época faraónica, ella había querido confirmar, en la medida de lo posible, aquella tesis.

—De unas minas del desierto de Nubia se extrajo una gran cantidad de oro, con el cual los artistas egipcios elaboraron multitud de objetos y joyas para la decoración de los templos y para uso personal del faraón. Estos últimos, como ya sabemos, terminaban acompañando al faraón en sus fabulosas tumbas.

»Puedo asegurar que la variedad del oro nubio que se empleó para estos fines coincide al cien por cien con la del brazalete. Se trata de una clase de oro tan específico que no deja lugar a dudas. —Dio un sorbo de vino para aclararse la garganta—. También he estudiado el origen de sus doce piedras y he encontrado bastantes coincidencias, lo que aún refuerza más la tesis egipcia. Según he leído, a lo largo de la franja montañosa paralela al Nilo y cerca del mar Rojo, llamada colinas del mar Rojo, hubo abundantes yacimientos, de donde salieron todo tipo de piedras; desde esmeraldas a dioritas y amatistas y otras muchas más, presentes todas en el brazalete. Del macizo del Sinaí se extraían también unas famosas turquesas que sirvieron para la confección de amuletos y collares. Por consiguiente, tanto por la variedad del oro como por las piedras, estoy segura de que nos encontramos con un brazalete egipcio de la época del Imperio Nuevo.

Lucía, al igual que el resto, felicitó a Mónica por su completísima investigación, mientras Paula se dedicaba a atacar, sin misericordia, a su hermano por la suya. Aquellos datos sobre el origen de las piedras del brazalete habían llevado a Lucía a considerar una remota posibilidad. Se decidió a intervenir, aunque ella no hubiese tenido ningún encargo.

—Igual os parece muy aventurado, pero se me ha ocurrido un posible y apasionante origen del brazalete. Para ello antes necesitaría comprobar algo en una Biblia. Fernando, ¿podrías preguntar al
maître
si por una remota casualidad tienen una? Si no la tienen, que será lo más normal, pídele el número de fax del restaurante. Tengo al becario trabajando hoy y puedo pedirle que me mande unas páginas.

Como era de esperar, el restaurante no tenía ninguna Biblia, pero sí un aparato de fax. Tras la llamada de Lucía al archivo, pocos minutos después un camarero traía dos hojas que acababan de recibir a su atención. Comprobó que eran las páginas correctas.

—Fernando o Mónica, cualquiera de los dos me vale, ¿podríais decirme qué piedras tiene el brazalete?

—¡Claro que sí! —intervino Fernando—. Son doce piedras en estado puro, es decir, no fueron pulidas y, si no recuerdo mal, corrígeme Mónica si me equivoco, en la primera fila hay un rubí, un topacio y una esmeralda. En la segunda, una turquesa, un zafiro y un diamante...

Lucía le cortó, y siguió nombrando, por orden, las piedras que faltaban del anillo, mientras leía aquel fax.

—«En la tercera un jacinto, un ágata y una amatista; en la cuarta un crisólito, un ónice y un jaspe. Llevarán engarces de oro para sus encajes...»Todos la miraban asombrados, sin saber qué estaba leyendo.

—«Estas piedras serán doce, según los nombres de los hijos de Israel.» Éxodo 28, versículos 17 al 22. Fernando —Lucía le miró a los ojos, con expresión de triunfo—, ¿coinciden las piedras que te faltaban por nombrar, con las que te he leído?

—¡Pues, sí! Y en el mismo orden. Dime una cosa, lo que has leído ¿está en la Biblia, en el Éxodo?

—Sí. En el Antiguo Testamento. Y se corresponde exactamente con las especificaciones que Yahvé dio a Moisés para la elaboración de un peto y otros ornamentos que el sumo sacerdote debía llevar para entrar en el lugar santo, aquel donde sería guardada el Arca de la Alianza, que contenía las Tablas de la Ley, y que en definitiva sería su santa morada.

Paula y Mónica no salían de su asombro ante tamaña revelación, pero Lucía parecía no haber terminado con sus deducciones.

—¡Cada vez lo veo más claro! —Se apartó un mechón de pelo que le estaba tapando casi media cara y aspiró profundamente—. Lo que voy a deciros puede resultar un tanto alucinante pero, ese brazalete, aparte de antiquísimo, es extraordinariamente valioso. Empiezo a creer que pudo pertenecer al mismísimo Moisés. —Sus ojos brillaban de gozo tras haber llegado a esa conclusión. Los demás dejaron de comer ante la impresionante noticia—. Si nos atenemos a sus coincidencias de diseño con estas referencias bíblicas, hay que pensar que, si no fue suyo, por lo menos tuvo que tener conocimiento de él.

Fernando intervino para ratificar sus suposiciones.

—El laboratorio de Holanda lo ha datado entre el siglo XIV y el XIII antes de Cristo y, si no recuerdo mal, coincide con el éxodo del pueblo judío desde Egipto a la tierra prometida. ¿Estoy en lo cierto?

—Parece ser —le contestó Lucía—, y con las naturales dudas sobre la fecha precisa, que Moisés emprendió el camino hacia la tierra de Canaán, entre el mil trescientos al mil doscientos antes de Cristo. Por tanto, esos análisis prueban que no vamos mal encaminados, y aún hacen más razonable la participación del profeta.

»Seguramente nunca podríamos tener una certeza absoluta ya que, en los viejos testamentos, no se hace ninguna referencia a él y ésa es la única documentación escrita que nos ha llegado sobre Moisés. Pero todavía existe otro argumento para pensar que pudo ser su portador, si cruzamos las analogías que se producen entre los acontecimientos acaecidos en el monte Sinaí con otra historia, ocurrida unos años antes, en Egipto y en la corte del faraón.

A lo largo de su introducción había ido apareciendo un brillo especial en sus ojos que se había contagiado a Fernando, quien empezó a frotarse los suyos y a tragar saliva, ante su sorprendente argumentación.

Mónica llevaba un rato observando que Fernando no dejaba de mirar a Lucía con un gesto de entrega absoluta.

—Me explico. Se sabe que Moisés durante su juventud, en el palacio del faraón, recibió de éste otro brazalete que llevó durante muchos años. Se lo devolvió cuando esa estrechísima relación que tenían, casi como hermanos de sangre, se quebró ante la negativa del faraón a dejarle partir y llevarse al pueblo judío hacia la tierra prometida, tal y como se lo había mandado Yahvé, su Dios. Si lo vemos de esta manera, para Moisés un brazalete podía simbolizar una forma de fidelidad, en su momento al faraón, durante su juventud, o de unión con él. Pero después de recibir en el Sinaí las Tablas de la Ley y, con ellas, la alianza de Dios con su pueblo, me pregunto: ¿pudo querer guardar una prueba de esa divina alianza a través de un brazalete?... Y me respondo a mí misma que sí. Por eso pienso que tenéis el auténtico brazalete que Moisés usó después de protagonizar los acontecimientos sagrados ocurridos en el Sinaí.

A cada minuto que pasaba, la admiración de Fernando por Lucía iba creciendo. Nunca había conocido a una mujer como aquélla.

—¡Estoy casi al cien por cien segura de que estamos ante la más importante y sagrada reliquia que haya conocido el hombre, a lo largo de todos los tiempos!

—Lucía, ¡qué fuerte! —Paula llevaba tiempo queriendo intervenir—. Estás asegurando, nada menos, que podemos tener en nuestro poder un brazalete de Moisés, pero ¿cómo es posible que algo así pudiera caer en manos de mi padre?... Bueno, me refiero sólo en intención, porque luego, el pobre, ni lo llegó a ver.

Un camarero se dispuso a llenar las copas de vino para acompañar los platos, que todavía no habían casi probado. Paula esperó a que se fuera para seguir hablando.

—Antes de contestarme, y suponiendo que estés en lo cierto, sabemos que el brazalete se lo envió el tal carios Ramírez y que, según nos comentó su descendiente Lorenzo Ramírez, lo único que pudo relacionarles fue una hipotética pertenencia a un supuesto grupo templario y la iglesia de la Vera Cruz.

Lucía pidió que le resumieran aquella entrevista, cuyos detalles desconocía. Mónica se prestó voluntaria y le dio todos los detalles de lo que habían hablado. Durante su explicación, Lucía empezó a relacionar cosas. Coincidiendo con la llegada de una estupenda fuente de pasteles variados, una vez que Mónica había terminado y tras pensárselo unos minutos más, Lucía se lanzó a exponer una nueva teoría, que acababa de conjeturar.

—Por lo que me acabáis de contar tengo una nueva sospecha, que necesita algo más de tiempo para madurar, pero os avanzo lo que he estado pensando. Podría ser que el brazalete fuera encontrado por alguno de los nueve primeros templarios que fundaron la orden en Jerusalén, posiblemente durante alguna de las muchas excavaciones que debieron hacer en los sótanos del antiguo templo de Salomón. —Esta contundente afirmación produjo un nuevo efecto de absoluta perplejidad en su auditorio. Tras los lógicos comentarios iniciales de sorpresa, Lucía creyó que debía darles una pincelada histórica para que pudieran entender su nueva teoría—. Por si no lo sabíais, desde que se fundó la orden en 1119, y hasta el año 1128, los nueve primeros monjes vivieron solos durante esos nueve años en lo que es la actual mezquita de al-Aqsa, que les fue cedida por el rey de Jerusalén Balduino II, sin poder aceptar la entrada de ningún otro miembro hasta que su regla fuese aprobada, lo que sucedió en el Concilio de Troyes. Durante ese tiempo, pensad que fueron los primeros occidentales, desde los romanos, que tenían la oportunidad de investigar a conciencia aquel emplazamiento, que coincidía exactamente con el del varias veces destruido Templo de Salomón.

»El tesoro de Salomón ha sido uno de los objetivos más anhelados para cualquier arqueólogo, no sólo por su valor histórico y material, sino por su valor religioso. Hablamos de un tesoro que incluiría al Arca de la Alianza, con las Tablas de la Ley, la mesa de oro, objetos para el culto del sumo sacerdote y más cosas, todas perfectamente descritas en la Biblia y que estuvieron dentro del primer templo antes de su destrucción a manos de Nabucodonosor. Todo me lleva a pensar que el brazalete también formaba parte del tesoro, y no sé cómo, pero aquellos fundadores del Temple igual debieron encontrarlo.

—Lucía, si eso fuese cierto, confirmaría mucho más su autenticidad. Pero fíjate que estamos poniendo la mirada en un punto de la historia de hace nada menos que mil años. ¿No te preguntas cómo ha podido llegar hasta nosotros después de tanto tiempo? —Paula, sobre todo, no terminaba de asimilar tener en su poder una reliquia de aquella importancia.

—¡Lógicamente, sí! No sabemos todavía cómo, pero creo que si podemos concertar una entrevista con ese tal Lorenzo Ramírez y ponemos en común todo lo que sabemos igual podremos tener más datos para entender cómo llegó hasta Badajoz.

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