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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (35 page)

BOOK: La cuarta alianza
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No sólo el olfato y la vista se habían visto estimulados durante su recorrido, también el tacto. Empujones, pisotones, vendedores de paño amarrados a sus brazos queriendo arrastrarlos hacia sus puestos, o decenas de chiquillos tirando de sus túnicas para recibir una moneda o cualquier otro objeto posible. También las palmas de sus manos habían sido interpretadas por gitanas y videntes que iban al asalto de extranjeros y hombres de apariencia acomodada.

Después de abandonar aquel laberinto de callejuelas y plazas alcanzaron una plaza de enormes dimensiones, cerrada a su izquierda por el magnífico palacio del emperador de Bizancio, el más monumental y lujoso recinto imperial de todo Occidente hasta el devastador ataque cruzado, que parecía haberlo dejado bastante deteriorado. Tras preguntar, les indicaron que la iglesia de Santa Irene estaba justo a la derecha y a la vista de donde se encontraban.

—Fíjate, Cario, en su monumentalidad. ¡Es grandiosa! He deseado ver antes esta iglesia porque fue la primera de gran tamaño que se levantó en esta ciudad. Constantino fue su impulsor, y como podrás observar, a pesar de que han pasado por sus piedras más de seiscientos años, no ha perdido todavía su majestuosidad. ¡Vayamos a verla!

Se mezclaron entre un numeroso grupo de personas que, como ellos, entraban por uno de sus laterales para visitarla. Su interior se repartía en dos grandes espacios cuadrangulares. A su izquierda y al fondo quedaba un ábside rematado con una cúpula semiesférica y, un poco más cerca de ellos, una gran cúpula que daba fe de la ambición de sus constructores. Aquí y allá subsistían fragmentos desiguales de mosaico, dando una idea de la increíble decoración que en su momento habría enriquecido sus paredes y techos.

Inocencio sabía que muchos de ellos habían sido saqueados durante la cuarta cruzada. Al comprobar su lamentable estado, dudó encontrar el de la Virgen en mejores condiciones. Se dirigieron a su derecha y entraron en un grandioso atrio cuadrangular bordeado de numerosas capillas. Llenos de ansiedad, fueron recorriéndolas hasta dar con una, en el eje de la nave principal, que mostraba los restos del famoso mosaico. Le faltaban más de la mitad de las teselas y apenas se distinguía su dibujo original, pero Inocencio estaba seguro de que se encontraba frente al auténtico.

—Cario, fíjate en su colorido. Han pasado cientos de años y sigue mostrando esa intensidad única, ese mágico contraste, que lo hace tan especial. —Un hombre de aspecto judío se les acercó con intención de aprovechar las explicaciones de aquel hombre, que parecía saber de lo que hablaba—. Aún se distinguen perfectamente los rasgos del Niño y las manos de la Virgen, los colores de la tela de su vestido y parte de su corona.

—¡Pero ni rastro de los pendientes! —Cario alzó bastante la voz, desilusionado ante su aspecto deteriorado.

El judío, que acababa de escuchar aquellas palabras, se les acercó con descaro para oír mejor. Habían mencionado unos pendientes. ¿Se trataría de los mismos que ellos llevaban tanto tiempo buscando?

—Cario, te aseguro que los vamos a encontrar y pronto. —Inocencio se percató de la cercanía de aquel desconocido y bajó la voz, guardando una mayor precaución—. Estamos a un solo paso de tenerlos en nuestras manos y verlos mucho mejor que en un mosaico. ¿Te imaginas poder venerar los pendientes que llevó la Virgen María? Tendríamos en nuestro poder su única reliquia conocida y la más grande de todas las contemporáneas de la vida de Nuestro Señor. ¡Ya falta poco, Cario! En sólo unos días lo conseguiremos. Pero, de momento, sigamos con nuestras visitas y vayamos a Santa Sofía. Aquí poco nos queda por descubrir ya.

El indiscreto personaje había oído a medias lo último que acababa de decir aquel hombre de aspecto romano, pero entendió perfectamente que iban a encontrar los pendientes pronto, que también él y sus hermanos buscaban. Llevaban años tratando de localizar su pista. Para ellos suponían estar más cerca de su fin máximo y desencadenar la profecía. Su comunidad de hermanos de la luz le había designado para encabezar la búsqueda. En ocasiones acudía hasta esa iglesia para meditar frente al mosaico qué nuevas vías de investigación debía emprender. Casualmente aquel día habían aparecido aquellos hombres que, a diferencia de los muchos que visitaban el templo, parecían saber más cosas incluso que él. Sin dudarlo, decidió que no se iba a separar ni un minuto de aquellos extranjeros hasta averiguar quiénes eran y adónde iban. Guardando una prudente distancia, empezó a seguirles en su camino hacia Santa Sofía, que apenas distaba doscientos pasos de Santa Irene.

Ignorando aquella circunstancia y tras un corto recorrido por una enorme explanada, Inocencio se paró a contemplar la majestuosa basílica de Santa Sofía con sus numerosas cúpulas, tan altas como ninguna otra iglesia del mundo las tenía.

—¡Gracias, Dios mío, por haberme permitido ver tan especial espectáculo! —Inocencio golpeó el hombro de su acompañante—. ¡Cario, estás frente a la iglesia de la Divina Sabiduría, Sancta Sophia en latín, o Hagia Sofía en griego! Como te digo, su nombre no recuerda ninguna advocación a una santa, sino que en ella se venera la misma Sabiduría Divina, la Inteligencia Trascendente, el mayor de los tesoros que pueda existir en el mundo, el pleno conocimiento, la comprensión máxima.

Mientras iban acercándose hacia lo que parecía su entrada principal, cientos de peregrinos de las más variadas condiciones se dirigían desde todos los ángulos de la plaza hacia el mismo punto.

Por delante, y a escasa distancia de ellos, se detenía una lujosa silla de manos, completamente cerrada y transportada por cuatro siervos. De ella descendió una mujer de nobles atuendos seguida por dos damas de compañía, lo que llamó la atención inmediatamente de todos los que estaban esperando para entrar. En pocos segundos, las tres mujeres alcanzaban la puerta, adelantándose sin pudor a todos los que allí esperaban. No lograron ver quién era, pero una nube de preocupación invadió de pronto al papa Inocencio.

—¡Debemos pasar totalmente inadvertidos, Cario! ¡En este lugar podría haber gente que me reconociese!

Tras atravesar la puerta exterior llegaron al primer nártex, que, a modo de cámara estrecha, recorría todo el ancho del edificio. Sus paredes estaban desnudas. Al atravesar el segundo nártex, o cámara interior, se empezaron a maravillar por el revestimiento de mármol de sus paredes y por su techo abovedado, recubierto de bellísimos mosaicos geométricos, estrellas y cruces ribeteadas de oro. Desde lejos, el hombre seguía espiando todos sus movimientos.

—Estas cámaras son atrios o lugares de purificación, donde el alma que llega impura desde el exterior debe desprenderse de las sombras que le ciegan a la contemplación de la Verdad. Esas manchas son el egoísmo, el orgullo, la ambición o el ansia de poder, pues sin ellas debe entrar el alma en la casa de Dios: limpia y purificada. Estos, y otros muchos pecados, son los que enturbian la mirada del hombre, e impiden que vea la luz de Dios.

Inocencio se agarró en ese momento del brazo de su secretario y ambos se retiraron hasta uno de los extremos del nártex para seguir hablando tranquilamente, evitando estar en medio del tránsito de visitantes antes de entrar definitivamente en la nave principal.

—Los constructores bizantinos fueron los primeros con la suficiente capacidad técnica para levantar estos impresionantes templos, que trataban de acercar a los hombres al cielo. Nosotros hemos conocido los templos románicos, oscuros y fríos por definición, con paredes gruesas y ventanas estrechas. Aquí aprendimos nuevas técnicas de construcción que han permitido que nuestras iglesias asciendan también al cielo. Sus paredes se han adelgazado y se han abierto en ellas grandes ventanales que permiten, por fin, la entrada de la luz. Con este estilo se está levantando actualmente la que será la catedral de París, en la isla del Sena, que va a ser ofrecida a Nuestra Señora, Notre Dame en francés.

»Bueno, como te digo, aquellos maestros las diseñaron para que estas iglesias fueran lugares grandiosos, amplios y sobre todo muy altos y llenos de luz. La luz divina ilumina así el alma del hombre que acude, minúsculo y lleno de miserias, a comunicarse con lo más elevado y eterno, con Él.

—Perdonad, mi señor, pero tengo una duda: ¿tiene algún sentido que dos salas precedan al templo?

Cario se reconocía completamente lego en asuntos artísticos. Durante su juventud había tratado de ser un simple y humilde cisterciense, pero pronto empezó a hacerse patente su extraordinaria inteligencia a los ojos del abad, que informó a sus superiores, y éstos a otros, hasta que le propusieron, sin haber cumplido los treinta años, para la secretaría del recién elegido Inocencio IV. Superó a otros candidatos de mucha más experiencia y peso político que él, que también deseaban servir a Dios ejerciendo esa importante función. Inocencio eligió a cario y adoptó para con él, casi desde el principio, una actitud muy paternalista, sin dejar de ser terriblemente exigente.

—Pues sí, mi querido Cario. En efecto, en muchos templos te encontrarás con dos antesalas, atrios o nártex, que sirven de recordatorio para todas las almas que desean entrar en la casa de Dios de que primero deben despojarse del lastre que suponen sus pecados, de toda miseria humana, o como simbólicamente yo diría, del polvo del camino que les ata al mundo, a la tierra. En esta primera cámara el hombre debe lavar sus culpas. Digamos que es como una cámara de limpieza. Y por eso, si te fijas, casi siempre verás que está sin decorar, pues esa sala simboliza un lugar de transición, limpio, donde el peso de lo humano es mayor aún que lo divino. En la segunda, en la que estamos, se debe producir la renuncia a uno mismo, a su yo. Para llegar a Él, hay que morir a uno mismo. ¿Entiendes qué quiero decir?

—Sí, Santidad... perdón, mi señor. Es la cámara donde uno debe renunciar a su persona. En la primera el alma se limpia de toda mancha terrenal, y en la segunda se debe morir a todo lo que uno representa para entrar, humildemente, en la casa del Señor. Por eso, en la cúpula, están representadas muchas cruces; son símbolos de muerte y sacrificio.

—Se te perdona lo de «Santidad» pero sólo porque has entendido a la primera estos importantes significados. Pasemos al interior. ¡Estoy deseando verlo!

Inocencio se adelantó a su secretario y traspasó la puerta, llamada imperial, que les separaba de la impresionante nave central.

Inocencio conocía perfectamente la basílica, incluso sin haberla visto antes. Había leído todo lo que se había escrito sobre ella. Además, había escuchado los relatos de cardenales muy próximos a él que, tras visitarla, la habían descrito con tantos pormenores, externa e internamente, que casi le parecía haberla recorrido infinidad de veces en su imaginación, deleitándose en cada rincón y con cada detalle.

Al entrar en la nave, el primer golpe de luz no les permitió contemplar la magnitud de lo que allí les esperaba, pero apenas unos segundos después, se descubría ante sus ojos una impresionante base cuadrangular, con una enorme cúpula central que parecía estar flotando en el aire, ante una aparente falta de pilares, y otras dos medias cúpulas, una anterior y la otra posterior a la principal. Estaban tan asombrados de sus magníficas dimensiones que Inocencio recordó una expresión que se ajustaba a la medida del momento.

—Cario, recuerdo haber leído que cuando el emperador Justiniano la vio terminada, exclamó: «¡Gloria a Dios por haberme juzgado digno de una obra semejante! ¡Oh Salomón, te he superado!». Y ahora entiendo el porqué de sus palabras. ¡Fíjate! A primera vista, la cúpula central parece que está suspendida en el aire. Sólo, con más detenimiento, se puede ver que su peso está repartido entre las otras cúpulas y sobre cuatro nervaduras, y que éstas se apoyan sobre cuatro grandes pilares que están ocultos bajo los muros. ¡El efecto es sorprendente!

Se fueron adentrando en el interior de la gran basílica, admirando las enormes proporciones de aquella cúpula de la que salían cientos de destellos de colores por efecto de la luz, que entraba desde distintos puntos y se reflejaba en los millares de cristales que adornaban su superficie.

—¿No os parece, Santidad, que es como si estuviéramos contemplando el mismísimo cielo en una de esas noches estrelladas? Es como si tuviésemos encima de nosotros la gran cúpula celestial, recorrida por miles de brillantes estrellas.

Inocencio estaba absorto ante el magnífico espectáculo que surgía desde lo más alto de la basílica, y por eso no se llegó a fijar en la noble mujer que había entrado en la basílica con su dama de compañía, un momento antes que ellos, y que, ahora, permanecía a escasa distancia de él, observándolo. La mujer se estaba aproximando cada vez más a ellos, hasta que finalmente, y de una forma decidida, se colocó justo a su lado.

—¿Santidad?

La mujer quería saber si ese hombre que se parecía tanto al papa Inocencio IV era o no el que creía. ¡A ella le parecía que sí! Había estado en tres o cuatro ocasiones hablando con él, la última hacía sólo un año, en recepciones privadas en Roma, y en una o dos ocasiones más, durante una de las visitas que éste había realizado a Génova, ciudad donde ella residía y de la que era la duquesa. Tenía dudas cuando lo vio de lejos, pero ahora, a su lado, estaba segura de que ese hombre era Inocencio IV. Ella no olvidaba una cara, aunque no le cuadrara la ropa tan peculiar que vestía, que no se correspondía con la imagen de un sumo pontífice.

Inocencio, sobresaltado al verse reconocido, miró a la dama y se acordó de quién era al instante: la duquesa de Génova.

—Disculpadme, pero me temo que os habéis equivocado, señora. Soy sólo un simple comerciante romano de visita por esta bella ciudad.

La duquesa no daba crédito a sus palabras, pues a medida que se iba fijando más en él, más segura estaba de que era el mismo Papa.

—Santidad, no puedo creeros. ¡Sé que sois vos! Hasta en la voz os reconozco. Y es que, además, estoy notando que también vos sabéis perfectamente quién soy yo. ¿No es verdad? —La duquesa, emocionada, estaba levantando cada vez más la voz, provocando el interés de muchos de los visitantes del templo, que, atraídos por la conversación, estaban empezando a arremolinarse.

—Perdonad, señora, pero repito que estáis equivocada. Reconozco que no es la primera vez que me confunden con el Papa y por ello no me resulta extraña, ni me molesta, vuestra insistencia; pero me temo que sólo estáis delante de un modesto comerciante que se dedica a comprar tejidos por estas tierras, para venderlos luego entre Roma y Venecia. ¡Esa es toda mi historia!

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