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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (37 page)

BOOK: La cuarta alianza
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Una vez que habían acabado con el atún, Paulino trajo una enorme fuente de barro llena de sardinas, que desprendían un aroma delicioso. Se sirvieron unas buenas raciones en cada plato, y mientras daban cuenta de ellas, Inocencio, rompiendo el silencio, preguntó a Isaac:

—He entendido, por lo que nos habéis contado, que sois judío. ¿Estoy en lo cierto?

—Estáis en lo cierto. En efecto, llevo sangre judía, que se ha mantenido pura durante muchísimas generaciones. Mi familia ha conservado y transmitido, con mucho celo, una larga y viva tradición oral desde entonces y, gracias a ello, podría ser capaz de relataros la historia de mis antepasados, uno a uno, desde por lo menos doscientos años antes de vuestra era hasta la fecha. Pero me temo que os aburriría.

—Seguro que vos lo haríais ameno, pero no creo que tuviéramos tiempo suficiente para escuchar la vida, calculo a ojo, de por lo menos cuarenta generaciones —intervino Cario.

—Cuarenta y seis, para ser exactos. Pero no temáis, no tengo ninguna intención de hacerlo.

—Y si no es mucha indiscreción, ¿cuál es el motivo de vuestro urgente viaje a Esmirna? ¿Es por negocios? —le preguntó Inocencio.

—Pues bien..., resulta... —estaba tratando de responder, ante la inquisidora mirada del grupo, pensando a toda velocidad en algo que fuese convincente— que tengo un familiar gravemente enfermo en Éfeso, a las puertas de la muerte, y quiero estar con él durante los pocos días de vida que le quedan.

—Creedme, Isaac, que siento lo de vuestro familiar pero, por encima de ese grave motivo, resulta graciosa la coincidencia de nuestro destino. Todos vamos a Éfeso, por una u otra razón. Desde luego, la vuestra es más dolorosa que la nuestra, pero podríamos aligerar su pena si hacemos el camino juntos, siempre que a vos os parezca bien, claro.

—Estaré encantado de compartir camino con vosotros, por supuesto.

Terminaron de cenar y se retiraron a sus camarotes.

Una vez que Inocencio y cario habían cerrado la puerta del suyo, cario dijo:

—Santidad, ¿qué impresión habéis sacado de ese hombre? Vamos a llevarlo pegado hasta Éfeso, y no podremos hablar de lo nuestro hasta que nos separemos de él. Os lo pregunto porque a mí no me ha dado la sensación de ser demasiado sincero con el motivo que nos ha dado para su viaje.

—Estoy de acuerdo contigo, Cario. Isaac ha mentido. No sé la razón, pero estoy convencido de que se ha inventado lo de su familiar. La expresión de sus ojos lo delataba. Pero, cario, no creo que debamos preocuparnos más de la cuenta. Posiblemente tenga algún otro motivo para no contarnos de buenas a primeras sus razones. Piensa que también nosotros damos unas explicaciones que tampoco son las verdaderas.

»Iremos con él a Éfeso, lo que no nos llevará más de media jornada. Luego, allí, y una vez solos, tendremos que establecer contacto con un monje franciscano que está al cargo del monasterio vecino a la basílica de San Juan. Únicamente cuando estemos a solas con él me presentaré como Papa, y le pediremos el relicario del
lignum crucis
que envió Honorio III. Cuando esté en nuestras manos nos volveremos a Roma. Todo será muy fácil, ya verás.

»Ahora descansemos unas horas para estar frescos mañana. Tenemos un par de días antes de llegar a Esmirna. ¡Ya tendremos tiempo de conocer mejor a nuestro compañero de viaje!

—De acuerdo, Santidad, que descanséis.

Isaac, en su camarote, pensaba en todas las respuestas posibles que debía tener preparadas a las preguntas que sin duda le harían durante la travesía, hasta que terminó también durmiéndose.

Las dos jornadas que estimaban tardar hasta Esmirna se convirtieron en sólo una y media, debido a la demostrada pericia del capitán, a la menor carga que llevaba
Il Leone
y sobre todo a la inesperada ayuda de un fuerte viento del norte, que se había levantado poco después de dejar atrás el estrecho de los Dardanelos y que empujaba al barco en su rumbo.

Apenas consiguieron hablar con Isaac durante el trayecto, ya que desde que zarparon se sintió indispuesto, debido al fuerte viento que, aunque les ayudaba a ir más rápido hacia Esmirna, también levantaba un poco de oleaje, pero lo suficiente para que provocase un intenso y permanente mareo en el judío.

De tal manera que casi todo el viaje lo pasó dentro de su camarote, y las pocas veces que le vieron fue casi peor, ya que las náuseas le sobrevenían cada poco y le hacían devolver por la borda el poco alimento que le debía quedar dentro. Y así fue que no mediaron palabra.

A medio día de la segunda jornada divisaron nítidamente la línea de la costa occidental de Anatólia. Había amainado el viento y eso ayudó a que Isaac comenzase a recuperar un poco de color en sus mejillas y también su apetito, después de su forzoso ayuno.

A media tarde, alcanzaban una bellísima bahía resguardada por montañas al sur y al este, que alojaba en su fondo el puerto y la ciudad de Esmirna. En un alto destacaba una gran fortaleza, medio en ruinas, que el capitán dijo que había sido levantada por Alejandro Magno. Tras varias maniobras, finalmente
Il Leone
amarraba en el muelle. Sus pasajeros se despidieron del capitán, de la tripulación y especialmente de Paulino, el cocinero, que les había preparado unos pasteles de carne por si no encontraban lugar para cenar.

Los tres extranjeros se adentraron en la ciudad y preguntaron en la primera taberna que vieron la dirección que debían tomar para ir a Éfeso. Los dos romanos explicaron a Isaac que nunca antes habían estado en Esmirna, pues acostumbraban a ir a Éfeso directamente. El judío se excusó por no conocer tampoco el camino, ya que sólo había hecho la ruta desde el interior y no desde la costa. Tras serles ésta indicada, tomaron un camino de tierra que les llevaría directamente a la ciudad de Éfeso.

—¿Ya os encontráis mejor, Isaac? Vaya travesía más horrible la que habéis debido de pasar durante estos dos días, ¿verdad? —Inocencio trataba de entablar alguna conversación con el judío, aunque fuera intrascendente.

—Os aseguro que sólo deseaba pisar tierra firme y que el mundo dejase de dar vueltas. ¡Nunca lo había pasado peor! Siento haber sido tan mal compañero de viaje. Por mi culpa, no hemos podido hablar nada durante el trayecto. —Le pegó una patada a una rama y siguió hablando—. Me dijisteis que sois comerciantes, ¿verdad? Y, si se puede saber, ¿qué venís a comprar por estas tierras?

—¡Tejidos! Somos comerciantes de tejidos. Ya sabéis, tratamos de comprar las mejores sedas y telas de Damasco y de Persia para luego venderlas a buen precio en Roma. Creedme, un negocio con pocos misterios —contestó Inocencio, con la seguridad que daba haber mentido unas cuantas veces antes.

—Pero vos no nos habéis contado a qué os dedicáis. Nos encontramos en Constantinopla y nos dijisteis que erais de Antioquía, pero entre esos dos lugares, ¿normalmente qué es lo que hacéis? —intervino Cario.

—Compro y vendo piezas antiguas. Tengo un almacén en Constantinopla, y desde allí me dedico a buscar antigüedades. Las restauro, si es necesario, y luego las vendo a los nobles para decorar sus palacios. —Se paró un momento en el borde de un acantilado, para contemplar el bello paisaje del azulado mar Egeo. Les animó a hacer lo mismo. Tras ello, siguieron la marcha—. Como veis, también me dedico al comercio, ¡igual que vosotros! Yo visto las casas y vosotros a sus propietarios. —Se sonrieron los tres por la ocurrencia del judío—. Estas regiones son tan ricas en historia que podéis imaginar la cantidad de piezas, objetos y adornos que se han podido recuperar. Sólo hay que tener un poco de cuidado con las falsificaciones, que abundan. Os aseguro que, al final, no es ninguna empresa complicada. Sólo en esta costa se han sucedido más de dos mil años de imperios de enorme importancia, que han dejado un legado grandioso. —Se había preparado a conciencia algunas frases sobre su hipotético trabajo y estaba pareciendo convincente, a tenor de las expresiones de sus compañeros de camino.

Después de recorrer varias horas el polvoriento sendero, y tras cruzarse con algunas caravanas, que lo hacían en el otro sentido, alcanzaron un alto. Desde allí se divisaba la inmensa ciudad de Éfeso: al oeste el puerto, y al este, ya en la ciudad, su grandioso teatro romano. Ninguno de los tres había estado allí antes; pero, como habían afirmado todos lo contrario, evitaron hacer comentarios acerca de lo que estaban viendo, para no ponerse en evidencia.

Descendieron siguiendo el camino, el cual, y a medida que se iban acercando a las primeras casas, empezaba a ser intransitable debido a la intensa aglomeración humana que, por momentos, se iba formando.

Desde que Roma dejó de ser la metrópoli de la península anatólica, Éfeso había dejado de disfrutar de su intensa actividad e influencias, aunque seguía siendo una de las ciudades más importantes de Asia con sus más de doscientos mil habitantes.

A medida que iban avanzando hacia el centro urbano, se hacía patente la importante herencia romana. Dejaron a su derecha un antiguo gimnasio de grandes proporciones y, poco después, una señal indicaba, también a la derecha, en latín y en griego, la iglesia de María.

Inocencio se sentía enormemente emocionado al saberse a pocos pasos de una iglesia que había congregado entre sus muros el tercer concilio de la cristiandad, en el año 431, donde se proclamó solemnemente a María como madre de Dios. Desgraciadamente, el transcurso del tiempo y la falta de cuidado habían pasado su factura y su estado amenazaba derrumbe.

Más adelante, y después de bajar una loma, se encontraron de frente con el escenario más grandioso de aquella increíble ciudad. A la izquierda de la calzada se alzaba el teatro romano, de enormes proporciones y muy bien conservado. Las taquillas del mismo estaban abiertas, y una larga cola de gente aguardaba para comprar alguna de las veinticinco mil entradas de que disponía, tal y como rezaba un cartel de piedra en su misma entrada.

A la derecha y frente al teatro, se hallaba una amplia avenida de aceras de mármol, adornada con altísimas palmeras, que terminaba en el puerto. A su izquierda, una gran explanada albergaba un mercado. A punto de anochecer, la mayoría de sus tenderetes estaban siendo desmontados.

Siguiendo por la avenida principal se encontraron, de frente, con un bellísimo edificio de dos alturas, cuya placa indicaba que era la biblioteca de Celso. Se detuvieron a contemplar aquella bella fachada, reconociendo en sus hornacinas, situadas entre sus columnas, algunas estatuas que representaban los saberes clásicos. Al lado de la biblioteca, y tras pasar un impresionante arco romano, encontraron una calle muy elegante con residencias a los dos lados y algún que otro monumento. Una de las primeras villas que vieron, a su izquierda, estaba pintada de un vivo color rosa muy extremado. En su puerta se mostraban varias mujeres escasas de ropa y exageradamente pintadas. Todos supieron al instante que se trataba de un elegante burdel. Casi enfrente se anunciaba un hospedaje. Inocencio decidió que era un buen momento para despedirse de Isaac. Harían noche allí. Había oscurecido y estaban muy cansados.

—Bueno, querido Isaac, nosotros pasaremos la noche en este hospedaje. —Señaló la bonita villa, en la que se anunciaban habitaciones disponibles, a pocos metros de donde se habían detenido.

—Hacen bien, mis señores. Yo seguiré mi ruta hasta llegar a la casa de mi familiar. Está a las afueras. Allí pasaré la noche. Os aseguro que ha sido un placer haber compartido camino con vosotros, aunque no diría lo mismo con el barco, por los motivos que podéis imaginar. De cualquier modo, os deseo una feliz estancia y, por supuesto, que hagáis buenos negocios.

Antes de despedirse, le desearon un buen descanso y un feliz destino para su familiar. Entraron en la villa, donde esperaban encontrar un poco de tranquilidad.

—Buenas noches, señores —una bellísima joven les dio la bienvenida detrás de un mostrador de mármol muy bien pulido.

—Buscamos habitación para esta noche. Venimos desde lejos y estamos deseando descansar un poco. Confiamos en que tenga alguna disponible —intervino Cario, encantado de poder realizar, aunque fuera con esa simple gestión, su habitual labor como secretario papal.

—¡Humm, veamos!... Una habitación para dos... Pues mirad, habéis tenido suerte, porque nos queda libre la capitolina, la mejor de todas. Dispone de una pequeña piscina interior y un jardín privado. Os gustará. —Apuntó sus datos en un libro—. Si os agrada el teatro, os recomiendo que acudáis a ver la obra cómica que se está representando durante estos días. Este establecimiento cuenta con unas plazas reservadas y podéis disponer de ellas si lo deseáis. Pero si no fuerais amantes de las artes escénicas, os recomiendo que visitéis alguno de los muchos restaurantes que rodean el puerto. ¡Éfeso tiene fama de tener el mejor pescado de todo Bizancio!

—Muy amable, señorita. Abusando de vuestra generosidad, asistiremos al teatro. —Se cruzaron las miradas en búsqueda de conformidad—. Hemos visto una larga cola, lo que debe significar que la obra merece la pena. Verdaderamente vuestra invitación nos deja gratamente sorprendidos. No nos lo esperábamos. Gracias de nuevo —dijo Inocencio.

A preguntas de Cario, la joven les dio el precio de la habitación. Éste protestó educadamente al escuchar aquella desorbitada cantidad, pero la joven le recordó que se encontraba en la muy exclusiva ciudad de Éfeso, donde todo era bastante más caro que en cualquier otra ciudad del entorno.

Les dio su llave y las entradas para el teatro, advirtiéndoles de que empezaba a las diez de la noche. Les señaló el camino para llegar a su habitación y, finalmente, les deseó una feliz estancia.

El edificio tenía la estructura clásica de una villa romana, con un patio central abierto y una clásica fuente en medio. A los lados, y bajo unos pórticos, se sucedían las habitaciones. Siguiendo las explicaciones de la joven, encontraron sin problemas la suya y entraron. Comprobaron que la chica no había exagerado lo más mínimo al describirla como la más bonita de todas. Se tumbaron un rato, encantados de sentir bajo sus espaldas una cama de verdad, tras las más de dos semanas durmiendo en un nicho enano en el barco.

Esa noche asistieron al teatro, después de cenar algo en un local cercano al puerto. El teatro estaba abarrotado. La iluminación era perfecta y la representación les gustó mucho. Era una de aquellas comedias que se habían puesto muy de moda que, como eje principal, planteaba irónicamente los curiosos amoríos entre los cruzados cristianos y las damas musulmanas, llevado en un tono divertido, y con el clásico desarrollo de un enredo amoroso: engaño, desengaño y final feliz.

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