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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (48 page)

BOOK: La cuarta alianza
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El comendador presidía la oración en la capilla cuando Charles entró un tanto retrasado. Allí se encontraban los diez miembros de la comunidad, junto con el resto de los freires de la hacienda de Zamarramala. Una vez terminados los primeros rezos del día, abandonaron la capilla y se dirigieron al refectorio, para tomar un ligero desayuno. Los once esenios no dejaban de mirar al cielo. Acababa de amanecer y estaba completamente azul, sin una sola nube. No había de qué preocuparse. ¡Quedaba el resto del día para que se produjese el fenómeno deseado!

A mediodía, los hermanos esenios empezaron a intranquilizarse, pues el signo que esperaban no sólo no se había producido, sino que incluso el día parecía más luminoso y agradable que cualquier otro. Gastón de Esquivez trataba de serenarles, pero de momento nada hacía pensar que aquel día fuera a cambiar.

A media tarde empezó a nublarse, lo que por un momento hizo concebir nuevas esperanzas al grupo. Nadie sabía exactamente qué era lo que tenían que ver, aunque suponían que podría tratarse de un eclipse o algo de ese calibre para que el signo fuese válido. Pero lo cierto es que la tarde continuaba transcurriendo sin que aconteciera nada fuera de lo normal.

La oscuridad de la noche les alcanzó sin remedio, y con ella se terminaba toda esperanza de verse cumplida la profecía. ¡Algo había fallado! Después de los rezos de la octava, se reunieron todos nuevamente en la segunda planta del edículo de la Vera Cruz.

—Hermanos, esta noche no os pediré silencio pues ya os veo bastante callados —comenzó Esquivez—. No ha pasado nada en todo el día y entiendo vuestra decepción, pero no debemos agotar nuestras esperanzas. ¡Seguro que nos ha faltado algo!

—Maestro, ¿estáis convencido de que el medallón de Isaac era el genuino? ¿No os habrán engañado? —preguntó sin ninguna caridad Neil Ballitsburg, disgustado por el evidente fracaso.

—¡Absolutamente seguro, Neil! Yo mismo, y de boca de su portador, oí cómo y dónde había aparecido, y no me cabe ninguna duda de su legitimidad. No creo que se deba a los objetos sagrados, pues la autenticidad del brazalete también está más que probada. Fue el propio Atareche el que lo recibió de nuestros hermanos esenios. Temían su posible pérdida ante los frecuentes ataques e incursiones, tanto de egipcios como de seléucidas. Nuestro pueblo esenio había escondido desde hacía muchos siglos ese brazalete, para que alguna vez pudiera ser usado en cumplimiento de la profecía. Nos queda el fragmento de la cruz. De los tres, podría ser el único que nos crease ciertas dudas sobre su autenticidad. Aunque esté certificado bajo un documento de entrega a esta iglesia, firmado por el mismo papa Honorio III, todos sabéis que la Santa Cruz ha pasado por muchos avatares.

—En el año 330 —terció Nicola— fue encontrada en Jerusalén por Helena, la madre del emperador Constantino. —Nicola conocía muy bien la historia de la Santa Cruz, y era el que más dudas tenía sobre su autenticidad—. En el siglo séptimo fue capturada por el persa Cosroes y llevada a su palacio. Pocos años después, fue recuperada por el emperador Heraclio, que la devolvió a Jerusalén, escena que está recogida en un fresco que habréis visto en uno de los ábsides de este templo. Pero la historia no termina ahí. Durante la época cruzada, fue portada en multitud de batallas, entera o posiblemente en fragmentos, como apoyo espiritual de los francos, animados por la fe en su milagrosa intercesión para una mayor derrota musulmana. Habiendo pasado por tantas manos se pudo perder o verse seriamente dañada.

—Puede ser que tengas razón, Nicola —convino Esquivez—. Pero, aunque también abrigo dudas como tú, sabéis del interés del papa Inocencio IV por recuperarla. No resultaría lógico pensar que es falsa cuando tanta voluntad pone en el empeño. Recordad que por este motivo hemos tenido que fabricar una copia, para evitar su pérdida. Temimos que tuvieran tentaciones de rescatarlo sin pedirlo... ¡ya me entendéis! —Se levantó del banco y dio vueltas alrededor del grupo, mientras contaba lo que pensaba—. Tras esa insistencia, las dudas que tenía sobre su autenticidad me han ido desapareciendo. Aunque sigo preguntándome para qué lo querría el papa Inocencio. ¿No estará tratando, como nosotros, de reunir varios objetos con algún otro fin?

—Si se me permite, ahora que mencionáis el nombre del papa Inocencio, desearía contar a la comunidad algo que puede resultar importante para nuestro objetivo. —Todos fijaron su atención en Guillaume—. He conocido recientemente en mi encomienda de Chartres, por el testimonio de uno de nuestros hermanos presentes en Palestina de nombre Ismael, que estaba de paso a Inglaterra, una historia verdaderamente extraña. Me aseguró que un hermano suyo, un tal Isaac Ibsaal, había visto hacía pocas semanas al papa Inocencio IV y a su secretario personal recorriendo de incógnito Constantinopla. Por lo visto, en un momento dado oyó que hablaban sobre un antiguo objeto que también iban buscando ellos, y decidió seguirles. Embarcaron en una galera, que les llevó a Éfeso. El tal Isaac viajó con ellos y espió sus movimientos por los alrededores de la ciudad hasta alcanzar un lugar que se llama Meryemana en lengua local, o «casa de María» para la nuestra, que fue el destino final del viaje. Lo que llegase a acontecer dentro de esa casa no lo logró averiguar, pues permanecía escondido por los alrededores para no ser visto. Pero una vez que la abandonaron, y viendo lo alegres que estaban, entendió que el papa Inocencio había alcanzado su objetivo. Ya de vuelta en Éfeso y en el primer momento que pudo, lo abordó y amenazó hasta hacerse con un viejo pendiente (dicen que de la misma Virgen María) que acababa de encontrar. Ahora parece ser que ese tal Isaac lo tiene en su poder, en Constantinopla. —Carraspeó nervioso—. Y, bueno, eso es todo. ¡He creído que debíais saberlo!

—Me acabas de dejar asombrado y a la vez lleno de curiosidad, hermano Guillaume —contestó Esquivez—. ¿Cómo no lo habías mencionado antes? ¿Por qué no hemos sido informados por nuestros hermanos de que alguno de ellos andaba buscando un objeto como ése? ¡Llevamos años persiguiendo cualquier elemento que pudiera tener una más mínima trascendencia sagrada! —A Esquivez le contrariaba la idea de que pudieran existir nuevas reliquias, cuando ya había creído que tenía las necesarias para que se cumpliera la profecía—. Y, sin embargo, ahora se me oculta la aparición de otros, como ese pendiente. ¡Quiero que el tal Isaac acuda inmediatamente con el pendiente y nos cuente todo lo que sabe sobre él!

Ante la noticia de Guillaume se desencadenó un desconcierto general. En contra de lo que Esquivez les había asegurado, ¿serían los tres símbolos con los que ya contaban los que necesitaban para sus fines?, ¿o tenían que empezar de nuevo? Cuando el maestro achacó el poco éxito logrado a una falta de concreción de la profecía en sus detalles externos y a que posiblemente había fallado por ser once en vez de doce los miembros necesarios para la ceremonia, a todos les sonaron un tanto vacuos esos argumentos, y aumentó la sensación de que el asunto se le estaba escapando de las manos.

Esquivez, que antes se veía como una pieza clave, por manejar y dirigir sus destinos hacia el final deseado, en esos momentos era testigo de que parecían haber surgido demasiadas dudas sobre su papel. Pensó que era mejor no insistir en su argumento de contar con doce y esperar a saber algo más sobre aquel pendiente. Como su ascendiente como guía de la comunidad no podía verse mermado, pensó que lo que debía hacer en ese momento era tratar de recuperar su confianza y dar por concluida la reunión.

—Queridos hermanos —manifestó Esquivez—, nosotros ganaremos la guerra final. En cuanto tengamos ese pendiente nos reuniremos de nuevo y os aseguro que alcanzaremos el destino que hemos anhelado a lo largo de los siglos. ¡Hijos de la luz... iluminad vuestros caminos de esperanza y no desconfiéis porque nuestro tiempo ha llegado!

Capítulo 12

Madrid. Puerta del Sol. Año 2002

Faltaban poco menos de diez minutos para las dos de la tarde; la hora que habían fijado los secuestradores para el canje.

Desde una furgoneta de reparto de la cadena de comida rápida Rodilla, que servía de camuflaje a una estación de vigilancia especial de la policía, el inspector jefe Fraga se comunicaba con sus hombres, convenientemente repartidos por la Puerta del Sol, organizando los últimos preparativos. Cada rincón de la plaza quedaba perfectamente registrado en alguno de los doce monitores que recibían la señal desde las distintas cámaras que el ayuntamiento tenía instaladas por la plaza y calles adyacentes. La operación Madriguera se había puesto en marcha.

Fernando Luengo acababa de dejar aparcado su coche en un aparcamiento de la calle Arenal y se dirigía puntual a la peor cita de todas a las que había tenido que acudir en su vida. Mientras caminaba, sentía que todo alrededor de él parecía haberse detenido en el tiempo; ajeno al peligroso hecho que se iba a producir en pocos minutos, lo cierto es que sus sentimientos no parecían afectar al habitual flujo de vitalidad que caracterizaba a aquella plaza. Las tiendas seguían mostrando sus ofertas y productos, los bares sirviendo cafés o cañas, aquella pastelería de toda la vida seducía con su hechizante aroma los olfatos más reacios a ganar unos kilos de más y los autobuses escupían y tragaban gente que pasaba por allí por motivos que a Fernando se le antojaban más o menos intrascendentes.

Se sentía solo entre aquella multitud. Con la misma angustia del que embarca en un día de tormenta sabiendo de antemano que puede arreciar fuerte el mar. La incertidumbre por la situación de Mónica había desatado en él una inquietante sensación de culpabilidad, añadida a la angustia por no tener control sobre su desenlace. La noche anterior, Paula había decidido ir a Madrid para pasarla con él, tras haber notado su precario estado de ánimo por teléfono. Preocupada en todo momento por él, había tratado de tranquilizarle y de evitar que pasase aquellos duros momentos en soledad. Pero se contagió tanto de su malestar que perdió la estabilidad emocional y cayó en una crisis nerviosa tan fuerte que necesitó dos tranquilizantes, tener que acostarse de inmediato y la presencia de Fernando a su vera, hasta que consiguió superarla. Fernando se había acostado pasadas las cuatro de la madrugada, una vez que comprobó que su hermana estaba profundamente dormida.

Antes de acostarse había estado meditando sobre las circunstancias que habían confluido para haber llegado hasta aquel extremo. De haber estado disfrutando de lo que no parecía más que una apasionante aventura tras la búsqueda de los orígenes de aquel extraño brazalete, sin riesgos aparentes, llena de sorprendentes y misteriosos descubrimientos y repleta de asombrosas conexiones históricas, ahora se había convertido en un asunto mucho más serio y con implicaciones desconocidas.

También había recibido una llamada de Lucía desde Segovia. Estaba impresionada por la gravedad del hecho. Igual que les había pasado a los demás, pensaba que la aparente despreocupación con que habían dirigido sus investigaciones acababa de dar un giro de ciento ochenta grados y, como resultado, todo iba a cambiar radicalmente de ahora en adelante.

En el momento que se enteró de la noticia, por decisión propia, Lucía había llamado a la policía para advertir del secuestro, dando todos los detalles sobre el lugar convenido para la entrega del rescate. Lo hizo sin avisar a Fernando, preocupada por ver que éste se creía capaz de afrontar la situación sin ninguna ayuda. Pensó que no debía dejarle acudir solo a la cita con esa gentuza, aunque pudiese enfadarse con ella después.

Llamó al único policía que conocía, al inspector jefe Fraga, después de buscar su tarjeta en su billetera. El agente trató de disipar sus dudas sobre la seguridad de su plan y le prometió que no se haría nada que pudiese poner en peligro a ninguno de los dos. Le insistió en que no intervendrían hasta que el canje se hubiera realizado y tuvieran la plena seguridad de tenerlos completamente a salvo. Pondría policías camuflados por toda la plaza a la espera de cualquier movimiento, tanto de Fernando como de los secuestradores.

Fernando llegó a los pies del monumento al Oso y el Madroño, muy nervioso y anhelando volver a ver a Mónica. Intentaba localizarla entre la multitud que a esas horas abarrotaba las inmediaciones de la escultura. Aquellos centenares de rostros y miradas que se iban sucediendo a su alrededor le parecían fugaces actores de una película a cámara rápida donde todos y ninguno se acababan pareciendo a ella.

Dos policías vestidos de paisano estaban a menos de diez metros de él, sin perderle ni un instante de vista. En cada una de las calles que confluían a la plaza, el policía había puesto a dos de sus hombres para cortar el paso a los secuestradores si fuera necesario.

—Operación en marcha. El conejo acaba de llegar a la boca de la madriguera. Va con traje oscuro y corbata azul. Se encuentra parado al lado del monumento.

—Localizado. Cambio.

—Localizado también. Cambio —confirmó un segundo agente.

—No le perdáis de vista ni a él ni a las zorras que aparezcan en la madriguera.

Una gitana que vendía lotería se acercó a Fernando.

—¡Zeñorito! ¿Quié uzté que le venda la zuerte? ¡Tengo el número que va a tocá ezte zábado!

La mujer le agarraba de la chaqueta tratando de atraer su atención, aunque Fernando no le hacía el menor caso. Seguía mirando en todas las direcciones, buscando a su querida Mónica.

—¡Se le ha acercado una vendedora de lotería, jefe! ¿La aparto? —Un policía se comunicaba con la furgoneta para solicitar instrucciones.

—¡No intervengáis hasta que yo dé la orden! Sólo se trata de una de esas gitanas que venden lotería.

La mujer seguía al lado de Fernando, tratando de conseguir que le prestara atención.

—¡Zeñorito, hágame uzté caso que tengo un recado pa uzté! Cómpreme uno décimo pa disimulá. —Fernando sacó de su cartera un billete y se guardó el boleto—. Unos hombres me han dicho que debe uzté ir a la zeción de oportunidade de El Corte Inglé, donde debe buscá una zapatilla de deporte. —Le agarró del traje, tirando de él para hablarle al oído—. Caballero, no zé qué ze traen entre medias, pero zin ánimo de meteme donde no me llaman, no le veo mezclao con eze tipo de gente. ¡Uzté ez un zeñorito! Tenga cuidao con ezoz elemento. ¡Son mu mala gente...! Ze lo digo yo, que sé lo que veo estando todo los día en la calle.

—¡Muchas gracias, señora, trataré de seguir su consejo!

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