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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (51 page)

BOOK: La cuarta alianza
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Tenía abiertas nuevas vías de trabajo, relacionadas con sus antepasados enterrados en la Vera Cruz y decidió, además de con Fernando, quedar también a comer con Paula para contrastar los suyos, pues habían hablado de verse cuando tuvieran la primera oportunidad, y sabiendo la influencia que la hermana tenía sobre él, podría resultar interesante buscarse una aliada.

Pasados unos días, Lucía se animó a llamar a Fernando con la excusa de haber recibido una notificación que demoraba el inicio de sus trabajos en la Vera Cruz, al parecer debido a unos problemas burocráticos entre la Junta de Castilla y León y el ministerio. En la carta se le informaba de que no tendría los permisos en regla hasta mediados de julio por lo menos. Sin resignarse a ello, había tratado de acelerar el proceso viajando a Madrid para discutirlo personalmente en el ministerio. Sirviéndose de esa circunstancia, aprovechó para animar a Paula a reunirse los tres para comer.

A Fernando le apetecía la idea —parecía haber superado ya su pasada tirantez— y quedaron en un restaurante japonés. Era un viernes de la primera semana de abril, casi un mes después del día del secuestro. No se habían vuelto a ver desde entonces.

Coincidieron aparcando los coches enfrente de la puerta del restaurante. Fernando venía con Paula, y se saludaron nada más salir de ellos. Entraron a un vestíbulo decorado con un estilo minimalista, donde un camarero les recibió con una impresionante inclinación, a la que respondieron de una forma más discreta. Lucía se interesó por el estado de salud de Mónica y Fernando le dio los últimos detalles conocidos. Le contó que, aunque en algunos aspectos había mejorado un poco, había entrado en un estado que técnicamente se llamaba «evitación», donde las emociones, tanto positivas como negativas, habían pasado a ser amenazas para ella, lo que le desencadenaba un rechazo directo a cualquier sentimiento, tratando de evitarlos por sistema. Un desastre, fue tal y como se lo resumió. Lucía notó que Fernando deseaba cambiar de tema.

Entraron en un pequeño reservado que quedaba separado del comedor por unas puertas correderas de papel al más puro estilo oriental. Se sentaron sobre unos almohadones dispuestos en el suelo, lo que motivó las protestas de Fernando, que prefería una silla tradicional para comer.

Fernando miraba a Lucía mientras ella les explicaba las bondades de la comida japonesa. Aunque últimamente había estado más cerca de Mónica, incluso intentando manifestarle cariño, cada vez que se veía con Lucía sentía que esta mujer desprendía algo que lo hipnotizaba. Se fijó en sus ojos castaños, profundos de experiencia, en sus finos labios, que por poco generosos le resultaban aún más sugerentes, en su esbelto y delicado cuello, que resaltaba en su conjunto. Ella percibía con el mayor agrado sus vibraciones, y en la primera ocasión que se cruzaron las miradas, de una forma tácita sus ojos le respondieron con un abierto consentimiento hacia aquello que él parecía haber buscado en ella, a la vez que reflejaban que compartía las mismas sensaciones.

Paula captaba las ondas que danzaban por aquella mesa, desde una inicial extrañeza hacia una incipiente aceptación de lo que se estaba desencadenando entre ellos. Cogió la carta y se escondió detrás de ella, ligeramente incómoda por estar en medio en aquel episodio.

—Lucía, tú que conoces la comida japonesa, elige lo que quieras para los tres y luego nos cuentas tus descubrimientos.

Lucía, obligada a abandonar aquellos discretos intentos de seducción, decidió centrarse en lo que tocaba y se puso a elegir lo que iban a pedir.

El camarero parecía tardar horas en apuntarlo todo, hasta que finalmente acabó y les dejó solos, cerrando tras de sí la puerta corredera que los aislaba del resto del restaurante.

—Bueno, hasta que nos traigan los primeros platos aprovecho para empezar a contaros cosas. Creo tener una buena pista que determinaría cómo intervinieron vuestros antepasados en toda esta aventura —proclamó Lucía con aparente seguridad—. La semana pasada localicé un viejo documento en la parroquia de Zamarramala que seguro que os llamará tanto la atención como a mí. Estábamos buscando cualquier asunto que tuviera relación con el relicario y encontré una anotación que reflejaba un gasto, producido en 1670, de ciento cincuenta reales para su restauración, pagado a una platería de Segovia, sin especificar su nombre. —Miró a la hermana—. ¿Te imaginas lo mismo que yo, Paula?

Ella esperó unos minutos mientras les servían el vino. También había encontrado hacía sólo dos días una información que les iba a resultar de lo más interesante. Una vez que se retiró el camarero, Paula contestó:

—Creo que sí. Anteayer estuve hurgando en un pequeño cuarto del taller donde nuestro padre almacenaba documentos antiguos. Aparte de las dificultades que tuve para encontrar algo dentro de aquel infinito desorden y de tener que comprar una mascarilla para rebajar la intensidad de mis estornudos ante las toneladas de polvo que reposaban desde hacía años, hallé un diario de mi padre fechado hacia 1932, un año antes de que su amigo carios Ramírez le enviara el brazalete. El diario contenía una trascripción literal de un documento antiguo que debió pertenecer a nuestros familiares del siglo XVIII y que me costó un buen tiempo entender. La tinta estaba algo corrida por la humedad y sólo se podían leer unas cuantas palabras sueltas dentro de lo que debía haber sido un texto más largo.

Paula sacó del bolso un papel, donde lo había anotado para no olvidarse de ninguna palabra, y trató de leerlo alejándolo de ella todo lo que pudo sin mucho éxito. Desde hacía poco había notado alguna dificultad con su visión de cerca, por lo que terminó poniéndose unas pequeñas gafas que buscó en el bolso.

—Ya sé que no tienes problemas de vista, querida hermana, lo que necesitarías son unos brazos más largos. —Fernando se rió con ganas.

—¡De verdad que eres un poco idiota, Fer! ¿Cuándo dejarás de parecer un crío? —Estaba concentrada en su descubrimiento y no pretendía seguirle el juego—. Como os iba contando, el inconexo texto que aparecía en el diario que, por cierto, no os he dicho que estaba encabezado con el nombre de Zamarramala, razón que provocó mi interés por él, os lo leo, sin necesidad de estirar los brazos. —Levantó la vista por encima de las gafas, clavándola en su hermano con cierto aire de resignación—: «En su restauración se gastó una onza de plata y [...]», no se veía apenas nada más; aquí debía haber una descripción completa de los materiales usados. Luego continúa: «Se había cobrado de una sola vez por un total [...]», tampoco aquí aparece la cantidad, pero acabas de darla tú, Lucía. Luego sigue un espacio en el que resulta imposible identificar las letras, y debajo de la firma sí que se vuelve a leer algo, como si se tratase de una anotación posterior: «Por no ser reclamado, decidimos guardarlo con nosotros [...]»; tras lo que podían ser tres o cuatro palabras más, el texto finaliza diciendo «valioso». Y eso es todo.

—¡Excelente, Paula! Con lo que acabas de explicar creo que no cabe ya ninguna duda de que se trató de ellos.

—Si fueron ellos, parece que encontraron algo que les pareció valioso y que sus propietarios debían desconocer, pues no reclamaron su propiedad.

—Debió ser algo así, Fernando —apuntó Lucía—. Tengo pruebas de que nunca más ha vuelto a ser restaurado y, por tanto, ellos podrían haber sido las únicas personas en cientos de años que accedieron a su interior. Piensa que tu padre trató de abrir esas tumbas. ¿Pudo sospechar, como nosotros, que habían encontrado algo y luego decidir que el objeto u objetos que fueran, podrían estar escondidos en ellas?

—Es de imaginar, si había encontrado el documento original que copió en su diario. Pero difícil de demostrarlo a estas alturas —intervino Fernando.

—También lo es comprobar sus relaciones con los esenios. Aunque de haber existido, es probable que entraran en contacto con él precisamente por ser el único que no levantaría sospechas si solicitaba la exhumación de sus familiares. De ser así, los esenios le convencerían de que entrase en su comunidad para luego utilizarle para sus fines. —Lucía se tomó un respiro para continuar con sus deducciones—. Por qué, no lo sé. Pero tu padre debió de tener algún problema con los permisos o recibió demasiadas presiones, ya que sin esperarlos se decidió a abrirlas sin más, lo que finalmente le supuso la cárcel.

Dos camareras, esta vez orientales, colocaron varios platos con los dos tipos de recetas japonesas que habían encargado. Lucía dedicó unos minutos a explicar en qué consistía aquella comida.

Mientras empezaban por el
kushiage
, una especie de brocheta en palito de bambú de cigala y rábano, Lucía continuaba exponiendo sus razonamientos.

Sumando nuevos motivos para justificar la autoría de la restauración a los Luengo y la posible ocultación de algún objeto en sus tumbas, les recordó que las fechas de sus lápidas eran posteriores a 1670. En concreto una era de 1679 y la otra de 1680. Por tanto, sus familiares habían fallecido y fueron enterrados después de la restauración. Lo que encontrasen en el interior del relicario pudieron esconderlo en una de las tumbas.

Aunque reconocía que esa hipótesis podía ser una entre un centenar —tratándose además de un objeto que no debía ser muy grande a tenor del tamaño del relicario—, se veía apoyada por lo que don Lorenzo Ramírez les había mencionado acerca de la sorprendente relación, en un escrito de su abuelo, de los nombres de su padre y de un Papa del siglo XIII, como si de una misma referencia se tratara. Igual que ella había encontrado el dato de la restauración, ¿por qué no iba a haberlo conseguido carios Ramírez tirando de archivos? Plateros en Segovia durante el siglo XVII debía haber pocos. No era tan difícil casar el nombre Luengo, incluso aunque fuera por eliminación.

Si carios Ramírez supo entonces que los plateros Luengo habían restaurado el relicario en 1670, y si sospechaba que dicho relicario contenía algo, un buen camino para hacerse con ello sería embaucar al padre de Fernando para que ingresase en su secta y convencerle después de la necesidad de estudiar las tumbas, sin comprometerse él en esa acción.

—¡Fernando, Paula, lo veo algo más claro! En resumen, los Luengo restauraron el relicario. Al hacerlo descubrieron dentro algo que trataron de ocultar. No lo sabremos con seguridad hasta que abramos sus tumbas.

»Hacia 1930, un grupo supuestamente esenio que sabía que el objeto había sido introducido en el relicario por el papa Honorio III averigua que éste había sido restaurado a finales del siglo XVII. Esa información les pone en la pista de sus restauradores, tus antepasados, e intervienen tratando de recuperarlo a través de tu padre. Si esto se confirmase, los Luengo habríais participado indirecta, pero muy intensamente, en la evolución de todos estos acontecimientos, tanto en el siglo XVII como en éste. Primero tu padre, y ahora tú. —Tomó aliento, con intención de concluir—. Casi diría que habéis sido la piedra angular que soporta una buena parte de toda esta trama.

—¿Y no podríamos adelantar esas investigaciones en la Vera Cruz? —preguntó Fernando—. Estoy ansioso por entender los muchos misterios que encierran sus paredes, como tú misma has dicho en varias ocasiones. Lucía, me parece mucho tiempo tener que esperar hasta julio. ¡Ahora entiendo más a mi padre! Tampoco él debió querer esperar y se lanzó esa famosa noche a averiguar lo que había allí dentro.

—¿Creo estar escuchando una proposición deshonesta por tu parte? ¿Introducirnos clandestinamente en la Vera Cruz antes de julio?

—¿Por qué no, Lucía? ¿Te atreves a ello y lo hacemos juntos? —Fernando estudiaba su cara, que parecía no estar creyéndose lo que estaba escuchando.

—Es del todo imposible, Fernando. Lo veo muy peligroso cuando podemos hacerlo con todas las bendiciones. ¿Qué ganamos arriesgándonos a que pase algo? Piensa que no se trata de algo fácil. Levantar las losas de las tumbas puede requerir maquinaria pesada que no se disimula así como así. ¡Debemos esperar!

Paula daba toda la razón a Lucía.

—Está bien, puede ser que tengas razón. ¡Esperaremos a la fumata blanca!

Se habían terminado el
nanbanzuke
, que resultó ser un delicioso pescado marinado y frito, y con él abandonaron aquel tema de conversación. Después charlaron de asuntos tan intrascendentes como de las diferencias entre vivir en Madrid o en Segovia.

Paula se había acordado en muchas ocasiones de la pobre Mónica. Pensaba que el hecho de no tenerla allí con ellos hasta podría haber sido mejor para ella. Al menos, por no tener que presenciar aquella serie de flirteos y miradas llenas de significados que no habían parado de intercambiarse Fernando y Lucía durante toda la comida. Especialmente le hirió ver aquel beso en la boca, que con apariencia natural Lucía le plantó a su hermano antes de despedirse, dando fe de que el asunto entre ellos había empezado a tomar cuerpo.

Tras aquel día, Paula no les volvió a ver en varias semanas, aunque supo que ellos se vieron al menos en un par más de ocasiones. Fernando seguía acudiendo con Mónica a las sesiones y parecía que ésta estaba mejorando notablemente. Paula no entendía cómo su hermano conseguía no alterarse ante aquella alternancia con una y otra. Decidió no llamarle para dejar de preocuparse por su desequilibrado corazón. De las dos mujeres, ya no le parecía ninguna ni mejor ni peor que la otra, aunque deseaba que Mónica se recuperara del todo para que pudiera pelear en igualdad de condiciones. Y eso parecía estar a punto de producirse según sus últimas revisiones.

Fernando sí la llamó, para contarle que se había vuelto a ver con Lucía por causa de unos extraños acontecimientos que sucedieron casi un mes después de la comida en el restaurante japonés, a mediados de mayo y en la Vera Cruz.

En esa ocasión se vieron en la comisaría de policía de Segovia, citados por el inspector jefe Fraga.

Toda la prensa se había hecho eco del suceso con abundancia de columnas. En las inmediaciones de la Vera Cruz había aparecido un joven sordomudo agonizando en el fondo de un barrancal; le habían extraído los ojos con profusión de crueldad y violencia a tenor de las huellas de sangre que habían quedado esparcidas a su alrededor. Antes de ser encontrado casualmente por un campesino, el muchacho parecía haber pasado demasiadas horas desangrándose, pues cuando llegó al hospital ya había entrado en coma. Las crónicas no se explicaban los motivos de aquella cruel mutilación en un joven ya de por sí físicamente disminuido, ni la relación que aquel violento hecho podría haber tenido con un aparente intento de robo en la vecina iglesia de la Vera Cruz, donde sorprendentemente sólo había sido forzada la puerta y una trampilla que daba acceso a una de sus cámaras, sin que se echara en falta ningún objeto de su interior.

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