La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (39 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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El carnaval se acaba. Hacia la medianoche, en todas las casas tiene lugar un
festín
en el que se come
carne
en abundancia, pues pronto será proscrita.

Después del último día de carnaval viene el «miércoles de ceniza» y Goethe acaba su descripción con sus «Reflexiones sobre el miércoles de ceniza»
(Aschenmittwochbetrachtung),
donde expone una especie de «filosofía del carnaval», tratando de descubrir
el sentido serio de su bufonería.
He aquí el pasaje esencial:

«Si, durante el curso de estas locuras, el grosero Polichinela nos recuerda incongruentemente los placeres del amor, a los que debemos la existencia; si una vieja bruja profana en la plaza pública los misterios del alumbramiento; si tal cantidad de cirios encendidos en la noche nos recuerdan la solemnidad suprema: en medio de estas extravagancias, somos llevados a contemplar atentamente las escenas más importantes de nuestra existencia.»

Esta reflexión no deja de decepcionarnos, pues no reúne todas las fases del carnaval (por ejemplo, la elección del rey de la risa, las guerras, el motivo del asesinato, etc.); su sentido se reduce a la visión de la vida y la muerte individuales. El principal aspecto, colectivo histórico, no es puesto en evidencia. «El incendio mundial» que debe renovar los fuegos del carnaval es casi reducido a los cirios funerarios del rito individual. La indecencia de Polichinela, la descripción del alumbramiento en plena calle y la imagen de la muerte simbolizada por el fuego, son justamente reunidos en un todo, en tanto que fases de un espectáculo consciente y puramente universal, pero sólo sobre la base exigua de la visión individual de la vida y de la muerte.

Así, la «Reflexión sobre el miércoles de ceniza» traspone casi enteramente en una sensación del mundo individual y subjetiva las diferentes imágenes del carnaval que habían sido objeto de una descripción tan notable.

Dentro de este espíritu serán interpretados en la época del romanticismo los símbolos del destino individual, mientras que, en realidad, estas imágenes encubrían el destino popular indisolublemente ligado a la tierra y penetrado de un principio cósmico. Si Goethe no se comprometió en la individualización de las imágenes del carnaval en su propia obra, podemos considerar que estas «Reflexiones» han abierto el camino a otras.
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El mérito del poeta en esta descripción del carnaval, e inclusive en su reflexión, es considerable: supo ver y revelar la unidad y el profundo valor del carnaval en la concepción del mundo. Detrás de esos hechos aislados a los que nada parece unir: extravagancias, obscenidades, familiaridad grosera, detrás de la aparente falta de seriedad de la fiesta, supo sentir
el punto de vista único acerca del mundo y el estilo único,
aunque no les haya dado en su reflexión final una expresión
teórica
justa y precisa.

A fin de examinar mejor el problema de los símbolos realistas de las formas de la fiesta popular, tal como los concebía el poeta, citaré otros dos juicios de Goethe extraídos de sus
Conversaciones con Eckermann.
Escribe a propósito de un cuadro del Corregio,
Destete del Niño Jesús:

«Sí, este pequeño cuadro, ¡he aquí una obra! Aquí hay espíritu, sencillez, sentimiento de la belleza sensible. El
tema sagrado
se ha convertido en un tema
humano y universal;
es el símbolo de un
grado
de la vida que
todos
atravesamos. Un cuadro así es inmortal, porque se dirige a la vez
hacia atrás, a los primeros tiempos, y hacia adelante, al porvenir»
(13 de diciembre de 1826).

Y a propósito de
La vaca
de Myron:

«Tenemos ante nosotros algo especialmente notable: esta bella figura encarna
el principio de la alimentación que hace vivir al mundo entero, del cual está impregnada toda la naturaleza;
yo califico a estas representaciones, y todas sus semejantes, de
verdaderos símbolos de la omnipresencia de Dios.»

De estos dos juicios deducimos que Goethe comprendió perfectamente
la significación simbólicamente ampliada de las imágenes de los alimentos
(en el cuadro, el amamantamiento del niño en el seno de su madre; en la escultura, el ternero en la ubre de la vaca).

Citaremos otros dos pasajes de las
Conversaciones con Eckermann,
que testimonian la idea casi carnavalesca que tenía Goethe de la muerte y la renovación tanto de los individuos como de toda la humanidad:

«En general, usted notará que, a menudo, en la mitad de la vida del hombre hay como un viraje; en la juventud, todo le sonreía y, ahora todo se le hace contrario, y las desdichas le llegan una tras otra. ¿Sabe usted cómo me explico ésto?
¡Es que hace falta que el hombre sea destruido! Todo hombre extraordinario tiene cierta misión que cumplir, y ha sido llamado para ella. Cuando la ha cumplido, ya no puede servir para nada sobre esta tierra bajo su forma actual, y la Providencia lo emplea en cualquier otra cosa»
(11 de marzo de 1818). He aquí el segundo pasaje:

«Veo venir el tiempo en que
Dios no encontrará ninguna alegría en la creación, en que tendrá que destruirla nuevamente, y rejuvenecerla.
Estoy seguro de que todo está dispuesto de acuerdo con este plan, y ya, en el lejano porvenir, están acordados el tiempo y la hora en que deberá comenzar esta
época de rejuvenecimiento.
Pero hasta entonces habrá mucho tiempo y aún podremos, durante siglos y siglos,
divertirnos
como queramos sobre esta amada y
vieja
superficie de la tierra, tal como se nos presenta» (23 de octubre de 1828).

Conviene precisar que las ideas de Goethe sobre la
naturaleza,
concebida como
un todo
que incluye también al hombre, están penetradas de elementos de la concepción carnavalesca del mundo. Hacia 1782 había escrito un admirable poema en prosa titulado
La Naturaleza,
compuesto en el espíritu de Spinoza. Herzen ha hecho la traducción rusa que agregó a la segunda de sus
Cartas sobre el estudio de la naturaleza.

He aquí algunos fragmentos que confirman nuestra opinión:

«La naturaleza. Rodeados y asidos por ella, no podemos ni salir de su seno ni penetrarla más profundamente. Llegada de improviso y no esperada, nos atrapa en el torbellino de su
danza
y nos arrastra hasta que, agotados, escapemos de sus brazos.

»Ella no tiene ni lenguajes ni lengua pero crea los millones de corazones y lenguas con las cuales habla y siente.

»Ella lo es todo. Se recompensa, se castiga, se divierte, se atormenta. Es severa y dulce, ama y aterroriza, es impotente y todopoderosa.

»Todos los hombres están en ella, y ella está en todos. Lleva con todos un
juego
amigable, y cuanto más
ganan
los otros más se divierte. Con algunos, su juego es tan disimulado que acaba sin que ellos se den cuenta.

»Su
espectáculo
es eternamente nuevo, pues crea incesantemente nuevos contempladores. La vida es su mejor invención;
para ella la muerte es un medio de vida más grande.

»...Ella es entera y
eternamente inacabada.
De la manera en que crea, puede crear eternamente.»

La Naturaleza
está, pues, escrito en un espíritu profundamente carnavalesco.

Al final de su vida (1828), Goethe escribió una «aclaración» a
La Naturaleza,
que contenía estas admirables palabras:

«Se percibe una tendencia hacia una especie de panteísmo; además, sobre la base de fenómenos universales, suponemos una criatura inconcebible, incondicional y
humorística
que se contradice a sí misma, y todo puede desembocar en un
fuego
extremadamente serio.»

Goethe comprendía que la seriedad y el miedo unilaterales son
los sentimientos de una parte
que se sabe separada del Todo. El Todo, en su «inacabamiento perpetuo», tiene un carácter humorístico y festivo, es decir que puede ser comprendido bajo su aspecto cómico.

Volvamos a Rabelais. En cierta medida, la descripción que hizo Goethe del carnaval podría servir de descripción del universo de Rabelais, de su sistema de imágenes. En realidad,
el clima de fiesta específica desprovista de piedad, la liberación total de la seriedad, él ambiente de libertad, de licencia y familiaridad, el valor de concepción del mundo de las obscenidades, los coronamientos-destronamientos burlescos, los alegres combates y guerras del carnaval, las disputas paródicas, las riñas unidas a los alumbramientos, las imprecaciones afirmativas)
todos estos elementos descritos por Goethe ¿no se encuentran en el libro de Rabelais? Sí, están en su universo, son también importantes y, además, tienen todos
el mismo valor de concepción del mundo.

La muchedumbre en regocijo que llena la plaza pública no es una muchedumbre ordinaria. Es un
todo popular,
organizado
a su manera, a la manera popular,
fuera y frente a todas las formas existentes de estructura coercitiva social, económica y política, en cierta medida abolida por la duración de la fiesta.

Esta organización es, ante todo, profundamente concreta y sensible. Hasta el apretujamiento, el
contacto físico de los cuerpos,
está dotado de cierto sentido. El individuo se siente parte indisoluble de la colectividad, miembro del gran cuerpo popular. En este Todo, el cuerpo individual cesa, hasta cierto punto, de ser él mismo: se puede, por así decirlo,
cambiar mutuamente de cuerpo, renovarse
(por medio de los disfraces y máscaras). Al mismo tiempo,
el pueblo experimenta su unidad y su comunidad concretas, sensibles, materiales y corporales.

Durante su viaje a Italia, Goethe visitó las arenas de Verona, que naturalmente encontró vacías. En esta ocasión, emitió un
juicio
muy interesante sobre la autosensación particular del pueblo que, gracias al anfiteatro, ha obtenido
la forma concreta, sensible y visible de su masa y de su unidad:

«Cuando ella se veía así reunida, debía asombrarse de sí misma, pues, habituada de ordinario a correr sin ningún orden, a encontrarse en una refriega desordenada e indisciplinada, el animal de cabezas y pensamientos múltiples, flotando y errando aquí y allá, se ve reunido en un noble cuerpo, destinado a realizar una unidad, acoplado y fijado en una sola masa, una forma única, que es animada por
un solo espíritu.»
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Todas las formas e imágenes relacionadas con la vida de la fiesta popular durante la Edad Media suscitaron igualmente en el pueblo una sensación similar de su unidad.
Pero ésta no tenía un carácter geométrico y estático tan simple, era más complicada, más diferenciada, y sobre todo era una muchedumbre
histórica.
Sobre la plaza pública del carnaval, el cuerpo del pueblo siente, antes que nada, su
unidad en él tiempo,
su
duración ininterrumpida dentro de éste,
su
inmortalidad histórica relativa.
Por consiguiente, lo que siente el pueblo no es la imagen estática de su unidad
(Eine Gestalt), sino la unidad y la continuidad de su devenir y su crecimiento.
Así mismo
todas las imágenes de la fiesta popular fijan el momento del devenir y del crecimiento, de la metamorfosis inacabada, de la muerte-renovación.
Todas son bicorporales (hasta cierto límite): en todas partes, el acento es puesto sobre la
reproducción: preñez, alumbramiento, virilidad
(doble joroba de Polichinela, vientres abultados, etc.). Hemos hablado de ello y volveremos todavía sobre el tema.

Con todas estas imágenes, escenas, obscenidades e imprecaciones afirmativas, el carnaval representa el drama de la inmortalidad e indestructibilidad del pueblo.
En este universo, la sensación de la inmortalidad del pueblo se asocia a la de
relatividad del poder existente y de la verdad dominante.

Las formas de la fiesta popular tienen la mirada dirigida
hacia el porvenir y
presentan
su victoria sobre el pasado, la «edad de oro»:
la victoria de la profusión universal de los bienes materiales, de la libertad y la igualdad y la fraternidad. La inmortalidad del pueblo garantiza el triunfo del porvenir. El nacimiento de algo nuevo, más grande y mejor, es tan indispensable como el fin de lo antiguo. Lo uno se transforma en lo otro, lo mejor se torna ridículo y aniquila a lo peor.
En el todo
del mundo y del pueblo,
no hay lugar para el miedo,
que sólo puede penetrar
en una parte aislándola del todo, en un eslabón agonizante, separado del Todo naciente que forman el pueblo y el mundo, un todo triunfalmente alegre y que ignora el miedo.

Este todo
es el que habla por boca de todas las imágenes del carnaval, que reina en su ambiente mismo, obligando a todos y cada uno a comulgar con el sentimiento del conjunto.

Quisiera, a propósito de este sentimiento del Todo («perpetuamente inacabado»), citar un último fragmento de
La Naturaleza:

«No tiene lenguajes ni lengua, pero ella crea los miles de lenguas y corazones con los que habla y siente.

»Su corona es
el amor.
Sólo gracias al amor puede uno acercársele.
Ha establecido un abismo entre las creaciones y todas éstas tienen sed de fundirse en el abrazo común. Ella las desunió para unirlas de nuevo.
Por el solo contacto de los labios con la copa del amor, redime toda una vida de sufrimientos.»

Quisiera señalar especialmente, a manera de conclusión que, en la concepción carnavalesca del mundo, la inmortalidad del pueblo es experimentada como una indisoluble unidad con la inmortalidad de toda la existencia en vía de evolución, que aquélla se funde en ésta. El hombre experimenta vivamente en su cuerpo y en su vida, la tierra, los otros elementos, el sol, y el firmamento. Trataremos otra vez, en nuestro capítulo quinto, el carácter cósmico del cuerpo grotesco.

Vayamos a la segunda cuestión que habíamos planteado, la de las funciones particulares de las formas de la fiesta popular en el libro de Rabelais.

Tomaremos como punto de partida un breve análisis del muy antiguo drama cómico francés,
Le Jeu de la feuillée
del trovero de Arras Adam de la Halle. Escrita en 1262, esta pieza, que tiene por consiguiente casi tres siglos más que el libro de Rabelais, emplea hábilmente una fiesta, su tema y los derechos que ella confiere para apartarse de la rutina banal, de todo lo que es oficial y consagrado. Adam de la Halle emplea su material de manera muy simple, pero también muy concreta: de principio a fin, el drama está profundamente carnavalizado.

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