La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (74 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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Rabelais despoja a los números de sus oropeles sagrados y simbólicos: los destrona.
Profana el número.
Pero no se trata de una profanación nihilista, sino festiva y carnavalesca, que lo regenera y renueva.

Los números abundan en la obra de Rabelais, y casi no hay episodio que no contenga unos cuantos. Todos tienen un carácter carnavalesco y grotesco. Rabelais obtiene este resultado empleando diversos medios. A veces se entrega a una degradación directamente paródica de las cifras sagradas: por ejemplo, nueve asadores para las aves de corral, es decir el mismo número de Musas, tres postres triunfales cargados de accesorios carnavalescos (en el episodio de la muerte de los seiscientos sesenta caballeros, cuyo número mismo es una parodia del Apocalipsis). Sin embargo, los números de este tipo son relativamente raros. La mayoría asombra y provoca un efecto cómico gracias a su hiperbolismo grotesco (cantidad de vino que ha sido bebida, de alimentos que han sido comidos, etc). En conjunto, todas las cantidades que Rabelais expresa en cifras son infinitamente exageradas y resultan extravagantes, desbordan y sobrepasan cualquier escala de verosimilitud. La medida exacta ha sido olvidada intencionadamente. Además, el efecto cómico es conseguido por las pretensiones de exactitud (que también resulta excesiva), en situaciones en que precisamente un cálculo preciso es del todo imposible: se dice, por ejemplo, que Gargantúa inundó con su orina a «doscientos sesenta mil cuatrocientos dieciocho personas». Sin embargo, lo esencial reside en la
estructura
grotesca de las cifras rabelesianas, que trataremos de explicar con ayuda de un ejemplo.

He aquí un breve extracto de las aventuras de Panurgo en Turquía:

«Salieron de la ciudad más de seiscientos, y hasta más de mil trescientos once perros, grandes y pequeños, que huían del fuego»
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(Lib. II, cap. XIV).

Se trata de una exageración grotesca que, además de efectuar un pintoresco salto (de seiscientos a mil trescientos once), rebaja el objeto del cálculo (los perros): una inutilidad perfecta y un exceso en la precisión, la imposibilidad de efectuar el cálculo y, finalmente, la exactitud destronadora de la palabra «más». Pero lo más característico es la estructura misma de la cifra. Si hubiésemos añadido una sola unidad, el resultado habría sido mil trescientos doce perros, número tranquilizador, redondo, acabado, y entonces, el efecto cómico se habría visto aniquilado. Si lo hubiésemos elevado a
mil quinientos doce,
habría sido totalmente tranquilizador, acabado estéticamente, habría perdido su asimetría, dejando de ser un número rabelesiano grotesco.

Tal es la estructura de los grandes números en la obra de Rabelais: todos se alejan manifiestamente de las cifras equilibradas, pacíficas, serias y redondas. Volvamos al número de personas ahogadas en la orina: doscientos
sesenta
mil
cuatrocientos dieciocho;
modifiquemos su estructura estética: doscientos
cincuenta
mil
quinientos veinticinco,
y el efecto cómico cambia por completo. Un último ejemplo: el número de los muertos en el claustro de la abadía:
trece
mil
seiscientos
veintidós hombres; modifiquemos ligeramente su estructura:
doce
mil
quinientos
veinte, y habremos matado el alma grotesca.

Es fácil convencerse de todo esto analizando cualquier otro gran número. Rabelais respeta escrupulosamente su principio estructural. Todas sus cifras son inquietantes, tienen un doble sentido y se hallan inconclusas, semejantes a los demonios de las diabladas medievales. La estructura de la cifra refleja, como una gota de agua, toda la estructura del universo rabelesiano. No resulta posible construir un universo armónico y acabado con este tipo de cifras. La estética del número que predomina en Rabelais es diferente a la de la Antigüedad y de la alta Edad Media.

Podríamos creer que nada hay más alejado de la risa que un número. Sin embargo, Rabelais supo convertirlo en un elemento cómico, haciéndolo participar —con idénticos derechos— en el mundo carnavalesco de su obra.

A guisa de conclusión abordaremos otro punto esencial: la actitud particular de la época con relación a la lengua y a la concepción lingüística del mundo.

El Renacimiento es una época única en la historia de las literaturas y de las lenguas europeas: marca el final de la dualidad de las lenguas y el advenimiento del
relevo
lingüístico. Mucho de lo que fue posible en esta época única y excepcional de la vida de la literatura y de la lengua, resultó imposible en todas las épocas posteriores.

Podemos afirmar que la prosa artística, y sobre todo la de la novela de los tiempos modernos, surgió
en el límite de dos épocas,
límite en torno al cual se concentró la vida literaria y lingüística. Una orientación mutua, una interacción, una iluminación recíproca de las lenguas tenía lugar en aquel entonces. Las lenguas se observaban en forma directa e intensa: cada una se reconocía a sí misma, así como sus posibilidades y sus límites,
a la lux de la otra.
Esta
delimitación de las lenguas
se dejaba sentir con relación a cada cosa, cada noción, cada punto de vista. Pues es cierto que
dos lenguas son dos concepciones del mundo.

Ya hemos dicho en un pasaje anterior (cap. I) que la frontera que separaba las dos culturas: popular y oficial, pasaba directamente, en una de sus partes, por la línea divisoria de las dos lenguas: lengua vulgar y latín. La lengua popular, al englobar todas las esferas de la ideología y suplantar al latín en estos campos, ponía en movimiento los puntos de vista nuevos, las nuevas formas de pensamiento (la misma ambivalencia) y las apreciaciones nuevas. Pues era la lengua de la vida, del trabajo material y cotidiano, la lengua de los géneros «inferiores»
(fabliaux,
farsas, «pregones de París», etc., en su mayoría cómicos); era, finalmente, la lengua de la plaza pública (claro que la lengua popular no era única, comprendía las esferas oficiales del lenguaje), mientras que el latín era la lengua de la Edad Media oficial. La cultura popular se reflejaba débilmente en ella, deformándose ligeramente al hacerlo (sobre todo en las ramas latinas del realismo grotesco).

Pero el problema no se limitaba solamente a las dos lenguas: la lengua nacional popular y el latín de la Edad Media; las fronteras de las otras lenguas presentaban también algunos puntos en común con esta frontera principal; la orientación recíproca de las lenguas era un fenómeno complejo y presentaba múltiples aspectos.

Ferdinand Brunot, historiador de la lengua francesa, al responder a la pregunta acerca de cómo podía explicarse el paso a la lengua popular en el Renacimiento, pese a sus tendencias clásicas, señaló con gran precisión que
el deseo mismo que tenía el Renacimiento de restituir al latín su antigua pureza clásica, lo convirtió ineluctablemente en una lengua muerta.
Parecía imposible mantener la pureza clásica de la lengua y, al mismo tiempo, utilizarla en la vida cotidiana, en el mundo de los objetos del siglo
XVI
, expresando a través de ella todas las nociones y cosas de la
época contemporánea.
El restablecimiento de la
pureza clásica
del idioma
restringía su aplicación de manera inevitable,
limitándola, de hecho, a la única esfera de la estilización. Incluso en este caso —y con relación a la lengua— se percibe toda la ambivalencia de la imagen de «renacimiento», pues su otra cara es la
muerte.
El renacimiento de la imagen de «renacimiento», pues su otra cara es la
muerte.
El renacimiento del latín de Cicerón transformó el latín en
lengua muerta.
La época contemporánea y los tiempos modernos se evadieron, llevados por el flujo de sus novedades, del yugo del latín de Cicerón, oponiéndose a él. La época contemporánea ultimó al latín clásico con sus pretensiones de servir de lengua viva.

Vemos, pues, que la orientación mutua entre la lengua nacional y el latín medieval se complicó con la orientación e iluminación mutuas de este último con el latín clásico y auténtico.
Una de las delimitaciones coincidió con otra.
El latín de Cicerón vino a iluminar el verdadero carácter del latín medieval, su verdadero rostro, que los hombres veían prácticamente por vez primera: hasta entonces habían poseído su lengua (latín medieval), sin poder observar su rostro deforme y limitado.

El latín medieval fue capaz de poner ante el rostro del latín de Cicerón el «espejo de la comedia», en que se reflejaba el latín de las
Epístolas obscurorum virorum.

Esta iluminación mutua del latín clásico y del latín medieval tuvo lugar sobre el telón de fondo del mundo moderno que, a su vez, no encajaba en ninguno de los dos sistemas de la lengua. La época contemporánea, con su mundo, iluminó el rostro del latín de Cicerón que, pese a toda su belleza, ya había muerto.
337

El nuevo mundo y las nuevas fuerzas sociales que lo representaban, se expresaban de manera más adecuada a través de las lenguas nacionales populares. Por esta razón, el proceso de orientación mutua del latín medieval y del latín clásico se efectúa a la luz de la lengua nacional popular. Las tres lenguas producen una interacción y una interdemarcación en un proceso único e indisoluble.

Rabelais habría comparado esta orientación recíproca de las tres lenguas auna «farsa representada por tres personajes»; fenómenos como las
Epistolas obscurorum virorum
y la poesía macarrónica hubieran podido serlo en los altercados de las tres lenguas sobre la plaza pública. La muerte festiva de la lengua atacada de asma, accesos de tos y lapsos seniles, fue descrita por Rabelais en la arenga del maestro Janotus de Bragmardo.

En este proceso de iluminación mutua de las lenguas,
la época contemporánea viva
representa todo lo nuevo, lo que no existía antes: las cosas, nociones y opiniones nuevas, logrando así una
toma de conciencia de una agudeza realmente excepcional;
las fronteras de los tiempos,
las fronteras de las épocas, de las
cosmovisiones
y de lo cotidiano son palpadas de manera bastante precisa.
La sensación del tiempo y de su curso dentro de los límites de un sistema lingüístico lento, que se renueva gradualmente, no puede ser tan aguda y diferenciada. Dentro de los límites del sistema del latín medieval, que nivela todo,
las huellas del tiempo
desaparecen casi por completo, pues la conciencia vivió allí como en un mundo eterno e inmutable. En este sistema resultaba particularmente difícil lanzar miradas de soslayo sobre el tiempo (del mismo modo que al espacio, es decir, de sentir la originalidad de su nacionalidad y de su provincia).

Pero,
en el punto límite de las tres lenguas,
la conciencia del tiempo habría de tomar formas excepcionalmente agudas y originales.
La conciencia se vio situada en las fronteras de las épocas y de las cosmovisiones;
pudo, por vez primera, abarcar
amplias escalas
para medir el curso del tiempo, pudo también sentir claramente
su «hoy día» tan diferente a la víspera, sus fronteras y sus perspectivas.
Esta orientación e iluminación recíprocas de las tres lenguas revelaron súbitamente
qué porcentaje de lo antiguo había muerto y cuántas cosas nuevas habían nacido.
La época contemporánea tomaba conciencia de sí misma, observaba su rostro. Y también era capaz de reflejarlo en el «espejo de la comedia».

Pero las cosas no se limitaban a la orientación recíproca de las tres lenguas. El proceso de interacción mutua se efectuaba también en el territorio interior de las lenguas populares nacionales. Pues la lengua nacional única aún no existía. Se hallaba envuelta en un lento proceso de creación. Durante el proceso de transición de toda la ideología a las lenguas nacionales y de creación de un sistema nuevo de lengua literaria única, se inició una
orientación mutua
intensiva de los dialectos en el interior de las lenguas nacionales, aún bastante alejadas de la centralización. La coexistencia ingenua y pacífica de estos dialectos había llegado a su fin. Empezaban a iluminarse mutuamente, revelando la originalidad de sus rostros. Vemos surgir un interés científico por los dialectos y su estudio, así como un interés artístico por la utilización de las formas dialectales (el papel que desempeñan en la obra de Rabelais es inmenso).
338

Una obra como las
Joyeuses recherches de la langue toulousaine,
de Odde de Triors, tipifica con bastante precisión la actitud particular que adoptó el siglo
XVI
con relación a los rasgos dialectales. Aparecidas en 1578, estas
Joyeuses recherches
revelan el influjo de Rabelais.
339
Pero la manera como el autor aborda la lengua y los dialectos es característica de toda la época. Examina las particularidades del dialecto tolosano, comparándolas con la lengua provenzal en general, básicamente desde la perspectiva de los
quid pro quo
y anfibologías de carácter festivo, que provienen del conocimiento de estas particularidades. Las particularidades y matices dialectales se prestan a un juego bastante original en el espíritu de Rabelais. La iluminación recíproca de las lenguas se desarrolla directamente como una
farsa festiva.

La idea misma de «gramática festiva» no tiene nada de original. Ya hemos dicho que, a lo largo de toda la Edad Media, la tradición de las chanzas gramaticales no deja de perpetuarse. Comienza con la gramática paródica del siglo
VII
:
Vergilius grammaticus.
Ligeramente formalista, ésta se refiere únicamente al latín y no aborda en ningún momento la lengua comprendida
como un todo,
así como tampoco la fisonomía original,
la imagen o la comicidad de la lengua.
Ahora bien, es precisamente esta actitud la que representa, de modo característico, las chanzas y disfraces lingüísticos y gramaticales del siglo
XVI
. Los dialectos se convierten en una especie de
imágenes integrales,
de tipos consumados del lenguaje y del pensamiento, de
máscaras lingüísticas.
Todos conocemos el papel que desempeñaron los dialectos italianos en la
commedia dell'arte;
a cada máscara se le atribuía un dialecto diferente. Además, es preciso notar que las imágenes de las lenguas (de los dialectos) y de su comicidad, se hallan representadas allí de manera bastante primitiva.

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