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Authors: James Ellroy

La dalia negra (29 page)

BOOK: La dalia negra
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Yo también anduve de acá para allá, en busca de Lee y su Ford del cuarenta. Por un momento, pensé en ir al cobertizo de la Patrulla de Fronteras o al puesto de los Rurales para buscar ayuda, pero recordé que mi compañero había sido suspendido de servicio, que iba con un arma ilegal y que, probablemente estaría tan tenso que si el chicano equivocado le decía algo, provocaría en él sólo Dios sabía qué reacción. Acordándome del hotel Divisidero gracias a las excursiones al sur hechas durante la secundaria, fui hasta los confines de la ciudad para buscar ayuda estadounidense.

La monstruosidad rosada estilo
art decó
se alzaba sobre una pequeña loma, dominando una extensión de chabolas con techos de chapa. Intimidé un poco al tipo de recepción y me dijo que «la fiesta Loew» era en la suite 462. La encontré en la parte trasera del primer piso, voces irritadas tronaban al otro lado de la puerta.

—¡Sigo diciendo que debemos encontrar un mexicano! —estaba gritando Fritzie Vogel—. ¡La carta al
Herald
no decía nada de la película, sólo comentaba que Wellington vio a la
Dalia
y a la otra chavala en noviembre! Aún podemos...

—¡No podemos hacer eso! —le respondió Ellis Loew a gritos—. ¡Wellington admitió haber hecho la película, Tierney lo sabe! ¡Es el oficial al mando y no podemos pasar por encima de él!

Abrí la puerta y vi a Loew, Vogel y Koenig acurrucados en sus asientos, todos ellos sostenían ejemplares del
Herald
en sus manos, todavía calientes de la rotativa. La sesión de conjurados guardó silencio; Koenig me miraba con la boca abierta; Loew y Vogel farfullaron: «Bleichert» al unísono.

—¡Que se joda la jodida
Dalia
! —exclamé—. Lee está aquí, Bobby de Witt está aquí y las cosas se van a poner mal. Tienen que...

—Que se joda Blanchard —dijo Loew—, está suspendido de servicio.

Fui en línea recta hacia él. Koenig y Vogel se interpusieron en mi camino, como una cuña; intentar abrirme paso con ellos habría sido como darle coces a una pared de ladrillos. El ayudante del fiscal retrocedió hasta el otro lado de la habitación, Koenig me cogió de los brazos y Vogel, poniéndome las manos en el pecho, me hizo salir de un empujón. Loew me miró con expresión maligna cuando me hallaba en el umbral y Fritzie me tocó con suavidad el mentón con su puño.

—Tengo debilidad por los pesos semipesados. Si prometes que no pegarás a Billy, te ayudaré a encontrar a tu compañero.

Asentí y Koenig me soltó.

—Iremos en mi coche —dijo Fritzie—. No pareces estar en condiciones de conducir.

Fritzie llevaba el volante; yo observaba. Mantuvo un continuo torrente de charla sobre el caso Short y el grado de teniente que le iba a conseguir; yo miraba a los enjambres de mendigos que acechaban a los turistas, las putas que se encargaban de chuparla en el asiento delantero y los chicos vestidos de cuero que vagaban en busca de borrachos a quienes robar. Tras cuatro horas infructuosas, las calles se pusieron tan llenas de coches que resultaba de todo punto imposible maniobrar en ellas y empezamos a caminar.

Yendo a pie, la pobreza y la suciedad eran peores. Los niños que mendigaban aparecían delante de ti con su parloteo y te metían crucifijos en la cara. Fritzie les daba bofetadas y patadas para que se apartaran pero sus rostros, acosados por el hambre, me afectaban, así que cambié cinco dólares en pesos y cada vez que convergían sobre nosotros yo arrojaba puñados de monedas a la calzada. Con eso logré poner en marcha feroces peleas en las que había arañazos, mordiscos y dedos metidos en los ojos. Era mejor que contemplar sus miradas vacuas y ver la nada.

Una hora de vagar por las calles nos dejó sin Lee, sin el Ford 40 de Lee y sin ningún gringo que se pareciera a Bobby de Witt. Entonces, un Rural que llevaba botas de caña y una camisa negra me hizo una seña desde el umbral en el que se apoyaba.

—¿Policía? —dijo.

Yo me detuve, y le enseñé mi placa a modo de respuesta.

El Rural metió la mano en el bolsillo y acabó sacando una foto transmitida por teletipo. La imagen era demasiado borrosa para resultar identificable pero el «Robert Richard de Witt» que había debajo era tan claro como el día. Fritzie palmeó los galones del Rural.

—¿Dónde, almirante?

El mexicano hizo entrechocar sus talones y ladró:

—Estación, vámonos.

Echó a andar delante de nosotros y torció por un callejón repleto de clínicas para enfermedades venéreas. Por fin, nos señaló un cobertizo rodeado por alambre de espino. Fritzie le alargó un dólar; el mexicano saludó al estilo Mussolini y se marchó. Me dirigí a la estación.

El umbral estaba flanqueado por Rurales con ametralladoras. Mostré mi placa; ellos hicieron sonar sus tacones y me dejaron entrar. Fritzie entró tras de mí; con un billete de dólar en la mano, fue en línea recta hacia el mostrador. El policía sentado detrás de él agarró el billete.

—¿Fugitivo? —preguntó Fritzie—. ¿Norteamericano? ¿De Witt?

El tipo del mostrador sonrió y apretó un botón que tenía junto a su silla: unas puertas de barrotes que había al lado se abrieron con un chasquido.

—Con exactitud, ¿qué deseamos que nos cuente esa basura? —dijo Fritzie.

—Lee está aquí —respondí—. Es probable que persiga algún rastro particular. De Witt vino aquí directamente desde San Quintín.

—¿Sin presentarse al encargado de su vigilancia?

—Así es.

—¿Y De Witt se la tiene guardada a Blanchard por el trabajo del Boulevard-Citizens?

—Correcto.

—Ya me has dicho suficiente.

Fuimos a lo largo de un pasillo con celdas. De Witt estaba en la última, solo, sentado en el suelo. La puerta se abrió con un zumbido y el tipo que se había cuidado de humillar y degradar a Kay Lake se puso en pie. Los años pasados en la cárcel no habían sido amables con él: el rostro duro y afilado aparecido en las fotos de los periódicos del año 39 era ahora una estructura gastada con algo de barba canosa. Había engordado y su corte de cabello resultaba tan anticuado como su traje del Ejército de Salvación.

Fritzie y yo entramos en la celda. El saludo que De Witt nos dirigió fue una bravata de criminal típico, con el toque justo de servilismo.

—Polis, ¿eh? Bueno, al menos son norteamericanos. Nunca pensé que me alegraría al verlos, amigos.

—¿Por qué empezamos? —le preguntó Fritzie... y le pateó los huevos a De Witt.

Este se dobló sobre sí mismo; Fritzie le cogió por el corto vello de la nuca y le soltó un buen revés. De Witt empezó a echar espuma por la boca; Fritzie le dejó libre el cuello y se limpió la brillantina en la manga de su chaqueta. De Witt cayó al suelo, se arrastró hacia el retrete y vomitó en él. Cuando intentaba erguirse, Fritzie le metió la cabeza dentro y se la mantuvo allí usando uno de sus grandes zapatos limpiados con salivazos. El ex proxeneta y atracador de bancos empezó a tragar agua con orina y vómitos.

—Lee Blanchard está en Tijuana —dijo Vogel—, y tú has venido aquí en línea recta nada más salir de la Gran Q. Es una coincidencia condenadamente rara y no me gusta. No me gustas tú, no me gusta la puta sifilítica de la que naciste y no me gusta estar aquí, en un país extranjero infestado de ratas, cuando podría encontrarme en casa con mi familia. Lo que sí me gusta es hacerle daño a los criminales, así que será mejor para ti que contestes a mis preguntas con toda sinceridad o te haré mucho daño.

Fritzie apartó su pie; De Witt emergió del retrete, boqueando en busca de aire. Cogí una camiseta manchada que había en el suelo para dársela cuando recordé las cicatrices de látigo que había en las piernas de Kay.

La imagen hizo que se la arrojase al rostro. Luego, cogí una silla del pasillo y busqué mis esposas. Fritzie limpió el rostro del ex convicto con la mayor brutalidad, y yo le hice sentarse de un empujón para después esposarle las muñecas a las tablillas del respaldo.

De Witt alzó la mirada hacia nosotros; las perneras de su pantalón se fueron oscureciendo al soltársele el esfínter.

—¿Sabías que el sargento Blanchard está aquí, en Tijuana? —preguntó Fritzie.

De Witt meneó la cabeza, lo que hizo que los restos de su chapuzón en el retrete volasen por el aire.

—¡No he visto a Blanchard desde mi jodido juicio!

Fritzie le soltó un pequeño revés y su anillo de los masones le rompió a De Witt una vena en la mejilla.

—No utilices ese tipo de palabras conmigo, y llámame señor cuando me hables. Ahora, ¿sabías que el sargento Blanchard está aquí, en Tijuana?

—No —farfulló De Witt.

—No, señor —dijo Fritzie y lo abofeteó.

De Witt dejó colgar la cabeza, el mentón pegado al pecho. Fritzie se la levantó con un dedo.

—No, ¿qué?

—¡No, señor! —graznó De Witt.

Incluso a través de la neblina de mi oído me di cuenta de que era sincero.

—Blanchard te tiene miedo. ¿Por qué? —pregunté.

Retorciéndose en su asiento, con su grasienta cabellera medio caída sobre la frente, De Witt se rió. Fue una carcajada salvaje, del tipo que se abre paso a través del dolor y que luego lo empeora. Lívido, Fritzie apretó el puño, dispuesto a castigarle.

—Déjale —dije yo.

Vogel se quedó quieto y De Witt siguió con sus carcajadas como si estuviera loco hasta que acabó por callarse. Luego, tragando aire, dijo:

—Oh, caramba, vaya risa. Lee debe tenerme miedo por lo que dijo mi bocaza durante el juicio, pero todo cuanto sé es lo que he leído en los periódicos y debo decirles que le he cogido un pavor mortal a ese chico, que me cuelguen si miento. Puede que pensara en vengarme hasta entonces; quizá les dije varias estupideces a mis compañeros de celda, de acuerdo, pero cuando Lee se cargó a los negros y...

Vogel golpeó a De Witt haciéndole caer al suelo, con silla incluida. El envejecido terror de las calles gimió y rió al mismo tiempo mientras escupía sangre y dientes. Fritzie se arrodilló junto a él y le pellizcó la carótida, cortando así el riego sanguíneo a su cerebro.

—Bobby, niño, no me gusta el sargento Blanchard pero es un compañero, un policía, y no voy a consentir que un canalla sifilítico como tú lo difame. Has corrido el riesgo de violar tu libertad condicional y obtener un viaje de regreso hasta San Quintín para venir aquí. Cuando te suelte el cuello me dirás la razón o volveré a pellizcártelo hasta que tus células grises empiecen a crujir y chasquear igual que los Kellogg's para el desayuno.

Fritzie le soltó el cuello. El rostro de Bobby pasó del azul al rojo oscuro. Vogel cogió al sospechoso y a la silla con una sola mano y los colocó de nuevo en posición vertical. Bobby empezó a reírse otra vez; luego, escupió sangre y se calló. Cuando alzó los ojos para mirar a Fritzie me recordó a un perro que ama a su cruel propietario porque es el único que tiene. Su voz era el gimoteo de un perro apaleado.

—Vine aquí para conseguir un poco de caballo y llevármelo a Los Ángeles antes de presentarme a mi encargado de vigilancia. Parece que ese tipo es un blando, que basta con decirle: «Oh, señor, he estado ocho años en la cárcel y necesitaba que me quitaran un poco el polvo», y entonces no te acusará por haber llegado un poco tarde.

De Witt tragó una honda bocanada de aire.

—Crujir y chasquear —dijo Fritzie, y el perrito Bobby gimoteó rápidamente el resto de su confesión.

—El tipo de aquí es un mexicano llamado Félix Chasco. Se supone que debe reunirse conmigo en el motel Jardines Calexico esta noche. El hombre de Los Ángeles es el hermano de un tipo que conocí en San Quintín. No lo he visto todavía, y, por favor, no me haga más daño.

Fritzie soltó un potente relincho de alegría y salió corriendo de la celda para informar del botín conseguido; De Witt se lamió la sangre de los labios y me miró, perro de un nuevo amo, ahora que Vogel se había marchado.

—Termina de contarme lo que hay entre tú y Lee Blanchard. Y esta vez no te pongas histérico.

—Señor, lo único que hay entre Blanchard y yo es que me tiraba a Kay Lake —dijo De Witt.

Recuerdo haber avanzado hacia él y recuerdo haberle cogido el cuello con las dos manos, al tiempo que me preguntaba cuánta fuerza sería necesaria ejercer sobre el cuello de un perro para conseguir que se le saltaran los ojos. Recuerdo su cambio de color, voces en castellano y a Fritzie que gritaba: «Su historia encaja». Luego recuerdo que alguien tiró de mí hacia atrás y que pensé: «Ah, eso se siente al darse con unas rejas». Después, no recuerdo nada más.

Recobré el conocimiento con la idea de que me habían noqueado en el tercer combate Bleichert-Blanchard, preguntándome el daño que le habría hecho a mi socio.

—¿Lee? ¿Lee? —farfullé—. ¿Te encuentras bien?

Entonces vi a dos polis mexicanos con sus camisas negras cubiertas de cintas y galones ridículos, como si se los hubieran comprado en una tienda barata. Fritzie Vogel apareció ante ellos, alto como una torre.

—Dejé marchar a Bobby para que pudiéramos seguirle hasta su socio —dijo—. Pero logró despistarnos mientras tú descansabas, lo cual tuvo muy malas consecuencias para él.

Alguien con una fuerza tremenda me levantó del suelo de la celda; emergiendo de mi estupor, supe que debía tratarse del Gran Bill Koenig. Todavía aturdido y con las piernas de goma, dejé que Fritzie y los policías mexicanos me sacaran al exterior. Estaba anocheciendo y el cielo de Tijuana ya estaba iluminado por los neones. Un coche patrulla Studebaker frenó junto a nosotros; Fritzie y Bill me hicieron entrar en el asiento trasero. El conductor puso en marcha la sirena más estruendosa que el mundo había oído jamás y aceleró al máximo.

Salimos de la ciudad rumbo al oeste y acabamos en el centro de un estacionamiento cubierto de gravilla y con forma de herradura. Policías de Tijuana con camisas caqui y pantalones bombachos montaban guardia ante un cobertizo con escopetas en las manos. Fritzie me guiñó el ojo, al tiempo que me ofrecía su brazo para que me apoyara en él; sin hacerle caso, salí del coche por mis propios medios. Fritzie abrió la marcha; los policías nos saludaron con un gesto de sus armas y luego abrieron la puerta.

La habitación era un matadero que apestaba a cordita. Bobby de Witt y un mexicano yacían muertos en el suelo, cubiertos con agujeros de bala por los que la sangre fluía. Una pared entera estaba cubierta de sesos y líquido; De Witt tenía el cuello morado en el sitio que yo le había apretado. Mi primer pensamiento coherente fue que lo había hecho yo durante el período que no recordaba, la venganza de un vigilante solitario para proteger a las dos únicas personas que amaba. Fritzie debió leerme la mente, porque se rió y dijo:

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