Read La dalia negra Online

Authors: James Ellroy

La dalia negra (52 page)

BOOK: La dalia negra
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Cuéntamelo de todas formas.

Madeleine obedeció, y pude notar que todo su cuerpo rezumaba odio.

—Betty tomó el autobús para venir aquí. Se marchó con Georgie. Pensamos que irían a cualquier sitio decente para estar juntos.

—¿Como el motel Flecha Roja?

—¡No! ¡Como una de las viejas casas de papá que Georgie tenía que cuidar! Betty olvidó aquí su bolso y creímos que regresaría a buscarlo pero nunca volvió, y Georgie tampoco. Después las noticias aparecieron en los periódicos y supusimos lo que debía haber sucedido.

Si Madeleine pensaba que su confesión había terminado, se equivocaba.

—Cuéntame qué hiciste luego. Cuéntame cómo te encargaste de tapar el asunto.

Madeleine acariciaba a Emmett mientras hablaba.

—Busqué a Linda Martin y la encontré en un motel del valle. Le di dinero y le dije que si la policía la pillaba y le preguntaba sobre la película, debía decir que había sido rodada por unos mexicanos en Tijuana. Mantuvo su parte del trato cuando la detuvisteis y sólo mencionó la película porque llevaba la copia en su bolso. Intenté encontrar a Duke Wellington pero no pude. Eso me tuvo preocupada hasta que mandó su coartada al
Herald-Express
sin mencionar en ella dónde se había rodado la película. Por lo tanto, estábamos a salvo. Entonces...

—Entonces, yo aparecí. Y me sonsacaste cuanto te fue posible sobre el caso, al tiempo que arrojabas pequeños datos sobre Georgie para ver si picaba.

Madeleine dejó de acariciar a su papá y se estudió la manicura.

—Sí.

—¿Qué hay de la coartada que me contaste? ¿Playa Laguna, que hablara con la servidumbre?

—Les dimos un poco de dinero por si ibas a interrogarles. No hablan demasiado bien nuestro idioma; además, por supuesto, me creíste.

Ahora Madeleine sonreía.

—¿Quién mandó las fotos de Betty y el librito negro por correo? —pregunté—. Vino en sobres y has dicho que Betty se dejó su bolso aquí.

Madeleine se rió.

—Eso fue una idea de Martha, la genio. Sabía que yo conocía a Betty, pero la noche en que ésta y Georgie estuvieron aquí, no se encontraba en casa. Ignoraba que Georgie le estuviera haciendo chantaje a papá o que hubiera matado a Betty. Arrancó del librito la página que llevaba nuestro número de teléfono y raspó los rostros de los hombres de las fotos, porque era su forma de sugerir, «Busquen a una lesbiana», con lo cual se refería a mí. Lo único que deseaba era verme manchada, metida en el caso. También llamó a la policía y les habló de La Verne. Los rostros borrados eran
très
genio Martha..., siempre hace eso cuando está enfadada, lo araña todo igual que una gata.

Me daba la impresión de que en sus palabras había algo que no encajaba, pero era incapaz de localizarlo con precisión.

—¿Martha acabó por contártelo?

Madeleine sopló sobre sus garras rojas.

—Cuando los periódicos hablaron del librito negro supe que debía ser cosa suya. Le arranqué una confesión.

Me volví hacia Emmett.

—¿Dónde está Georgie?

El viejo se removió.

—Es probable que se encuentre en una de mis casas vacías. Te daré una lista de ellas.

—Tráigame también los pasaportes de todos ustedes.

Emmett salió del dormitorio-campo de batalla.

—Me gustabas de veras, Bucky —dijo Madeleine—. Es cierto, me gustabas.

—Guarda esas frases para papaíto. Ahora llevas los pantalones, así que ahorra el azúcar para él.

—¿Qué piensas hacer?

—Primero me iré a casa, pondré todo esto en negro sobre blanco y lo uniré a unas órdenes de búsqueda a nombre tuyo y de papaíto como testigos materiales. Después se las dejaré a otro agente para el caso de que a papaíto se le ocurra acudir a su amigo Mickey Cohen con una oferta por mi cabeza. Una vez hecho todo eso, buscaré a Georgie.

Emmett volvió y me alargó cuatro pasaportes de los Estados Unidos y una hoja de papel.

—Si redactas esas órdenes, te destrozaremos en el tribunal —me advirtió Madeleine—. Toda nuestra historia saldría a la luz.

Me puse en pie y besé a la chica de la coraza en los labios, con fuerza.

—En ese caso, nos hundiremos todos juntos.

No fui a casa para escribirlo todo. Estacioné a unas cuantas manzanas de la mansión Sprague y estudié la lista de direcciones, algo asustado por los redaños que Madeleine había demostrado tener y hasta qué punto sabía que nos encontrábamos en situación de tablas.

Las casas se repartían en dos zonas: Echo Park y Silverlake por un lado, y por otro, en Watts, cruzando la ciudad..., mal territorio para un hombre blanco de cincuenta y tres años. Silverlake-Echo se encontraba unos cuantos kilómetros al este de Monte Lee, una zona montañosa en la que abundaban las callejas sinuosas, la espesura y los lugares solitarios; el tipo de terreno que un necrófilo podría encontrar relajante. Fui hacia allí, con cinco direcciones de la lista de Emmett rodeadas por un círculo.

Las tres primeras eran cobertizos desiertos: no había electricidad y las ventanas aparecían rotas. En las paredes había pintadas consignas de pandillas mexicanas. No se veía ninguna camioneta Ford del 39 con matrícula 68119A..., sólo desolación acompañada por los Santa Ana que bajaban de las colinas de Hollywood. Cuando me dirigía hacia la cuarta dirección, acabada de sonar la medianoche, tuve la idea, o la idea me tuvo a mí.

«Mátale.»

«Nada de gloria pública, nada de público deshonor... Justicia privada. Deja que los Spragues se vayan o sácale una confesión detallada a Georgie antes de que aprietes el gatillo. Que esté escrita; luego encuentra un medio de hacerles daño con ella, como más te apetezca.»

«Mátale.»

«E intenta vivir con ello.»

«Trata de llevar una vida normal con el gran amigo de Mickey Cohen haciendo ese mismo tipo de planes para ti.»

Lo aparté todo de mi mente cuando vi que la cuarta casa se hallaba intacta y se encontraba al final de un callejón sin salida: el exterior parecía decente y la hierba estaba cuidada. Detuve el coche dos portales más abajo y luego recorrí la calle a pie. No había camionetas Ford... y sí montones de espacio para estacionarlas.

Estudié la casa desde la acera. Era uno de esos trabajos en estuco que hacían en los años veinte, pequeña, en forma de cubo, blanco sucio con un techo de vigas de madera. La rodeé, desde la entrada hasta el minúsculo patio trasero para luego seguir un sendero de losas de piedra; volví a la parte delantera. No había luces; todas las ventanas estaban tapadas por lo que parecían esas gruesas cortinas usadas en los tiempos en que se temía a los bombardeos. El lugar se veía totalmente silencioso.

Llamé al timbre con la pistola desenfundada. Veinte segundos, ninguna respuesta. Pasé los dedos por la línea donde se unían la puerta y el quicio, sentí que la madera estaba agrietada, saqué mis esposas y usé como cuña la parte más delgada de uno de sus cierres. El metal aguantó; trabajé con la madera cerca del cerrojo hasta sentir que la puerta se aflojaba. Después le di una patada suave... y se abrió.

La luz del exterior me guió hasta un interruptor de pared; lo accioné; una habitación vacía surcada de telarañas apareció ante mí; entonces, fui hasta el porche y cerré la puerta. Las cortinas antibombardeos no dejaban pasar ni una brizna de luz. Volví a entrar en la casa, cerré la puerta y metí unas astillas de madera en el pestillo para dejarlo atascado.

Habiéndome ocupado de la entrada delantera, fui hacia la parte de atrás de la casa. De una habitación pegada a la cocina brotaba un olor a medicinas. Abrí la puerta con la punta del pie y tanteé la pared para encontrar el interruptor de la luz. Allí estaba; una fuerte luz me cegó. Un instante después, los ojos se me aclararon y conseguí identificar el olor: formaldehído.

Las paredes estaban llenas de estantes en los que había frascos con órganos conservados; en el suelo había un colchón, medio cubierto por una manta del Ejército. Encima de éste se veía un cuero cabelludo enrojecido y un par de cuadernos de anotaciones. Tragué aire con un jadeo y me esforcé en verlo todo.

Cerebros, ojos, corazones e intestinos flotaban en el líquido. Una mano de mujer, con el anillo de casada todavía en su dedo. Ovarios, bultos de vísceras informes, una frasco lleno de penes. Dentaduras postizas repletas de dientes de oro.

Sentí náuseas pero no tenía nada que vomitar en el estómago y me puse en cuclillas junto al colchón para no ver nada más. Cogí uno de los cuadernos y lo hojeé: las páginas estaban llenas de pulcras descripciones de robos cometidos en tumbas..., cementerios, nombres de los difuntos y fechas en columnas separadas. Cuando vi «Luterano, Los Ángeles Este», el cementerio donde estaba enterrada mi madre, dejé caer el cuadernillo y alargué la mano hacia la manta, buscando algo a lo que agarrarme; la costra de semen que la cubría de un extremo a otro consiguió que por fin vomitara en el umbral. Después abrí el otro cuadernillo, por el centro, y una letra firme y masculina me llevó de vuelta al 14 de enero del año 1947:

Cuando despertó la mañana del martes, supe que no aguantaría mucho más y que no podía correr el riesgo de seguir mucho tiempo en las colinas. Los desechos humanos y las parejitas vendrían por aquí, con toda seguridad, más pronto o más tarde. Ayer me había dado cuenta de cuán condenada-mente orgullosa estaba de sus tetitas, incluso cuando yo les había estado poniendo los Chesterfield encima. Así que decidí cortárselas poco a poco.

Seguía sumida en un cierto estupor, quizá se tratase de una conmoción, incluso. Le enseñé el bate Joe DiMaggio que tanto placer me había dado desde la noche del domingo. La amenacé con él, medio en broma. Eso hizo que despertara. Hurgué en su agujerito con él y casi se tragó la mordaza. Deseé tener clavos para ponerlos en el bate, igual que en la «doncella de hierro» o en un cinturón de castidad, que le costaría mucho tiempo olvidar. Sostuve el bate delante de ella y luego abrí una quemadura de cigarrillo que tenía en la teta izquierda con mi cuchillo. Mordió su mordaza y salió sangre del sitio donde yo había puesto antes el Joe DiMaggio, en sus dientes, porque mordía con mucha fuerza. Apreté el cuchillo contra un hueso pequeño que había notado y luego lo giré. Ella intentó gritar y la mordaza se le metió más adentro, en la garganta. Se la quité durante un segundo y empezó a chillar llamando a su madre. Volví a ponérsela, sin miramientos, bien fuerte, y le hice otro corte en la teta derecha.

Se le están infectando los sitios donde las cuerdas la rozan. Le están cortando los tobillos y el pus las empapa, reblandeciéndolas...

Dejé el cuadernillo con la seguridad de que podía hacerlo; que si flaqueaba, unas cuantas páginas más me harían recobrar las fuerzas. Me puse en pie: los frascos de los órganos atrajeron mi atención, hileras de cosas muertas, tan ordenadas, tan llenas de perfección. Me preguntaba si Georgie habría matado con anterioridad cuando me fijé en un frasco solitario situado en el alféizar de la ventana, encima del colchón.

Un pedazo de carne triangular, con un tatuaje. Un corazón con una insignia de las Fuerzas Aéreas dentro y las palabras «Betty y Mayor Matt» debajo.

Cerré los ojos y me estremecí de la cabeza a los pies; me rodeé con los brazos e intenté decirle a Betty que lamentaba haber visto esa parte tan especial de ella, que mi intención no era la de husmear tan lejos, hasta ese punto, sino sólo ayudar. Intenté decirlo y decirlo y decirlo. Entonces, algo me tocó con suavidad y yo agradecí la delicadeza de ese contacto.

Giré sobre mí mismo y vi a un hombre, todo el rostro lleno de cicatrices, sus manos sostenían pequeños instrumentos curvados, herramientas para cortar y hurgar en las heridas. Se llevó los escalpelos a las mejillas; comencé a jadear cuando traté de pensar dónde había estado, y busqué mi arma. Dos latigazos de metal cayeron sobre mí; la 45 resbaló de mi cinturón y cayó al suelo.

Le esquivé; las hojas metálicas rasgaron mi chaqueta y se llevaron un pedacito de mi clavícula. Lancé un patadón hacia la ingle de Tilden; el violador de tumbas recibió el golpe cuando ya avanzaba hacia mí, se dobló sobre sí mismo y cayó hacia delante, con lo que me derribó, empujándome hacia los estantes de la pared.

Los frascos se rompieron, hubo un diluvio de formaldehído y horribles fragmentos de carne quedaron liberados. Tilden estaba sobre mí, e intentaba llegar a mi cuerpo con sus escalpelos. Lo cogí por las muñecas y alcé mi rodilla por entre sus piernas con todas mis fuerzas. Lanzó un gruñido pero no se apartó, su rostro cada vez más y más cerca del mío. Cuando estaba a unos centímetros de distancia, abrió la boca, me enseñó los dientes y, luego, cerró las mandíbulas con un chasquido; sentí como me desgarraba la mejilla. Le di otro rodillazo y la presión de su brazo se aflojó un poco. Recibí otro mordisco en el mentón y bajé las manos. Los escalpelos golpearon el estante que había a mi espalda; busqué alocadamente alguna clase de arma y mis dedos encontraron un gran pedazo de cristal. Lo hundí en el rostro de Georgie justo cuando él lograba liberar los cuchillos; gritó; el acero se clavó en mi hombro.

Los estantes se vinieron abajo. Georgie cayó sobre mí, con la sangre brotando de una órbita vacía. Vi mi 45 en el suelo, a un par de metros de distancia, logré llevar nuestros dos cuerpos hacia ella y la cogí. Georgie alzó su cabeza. Su garganta emitía los sonidos de un animal salvaje. Buscaba mi cuello y su boca se abría como un agujero enorme delante de mí. Metí el silenciador en el agujero de su ojo y le volé los sesos.

33

Russ Millard se encargó de proporcionarle su epitafio al caso Short.

Hirviendo en un baño de adrenalina, salí de la casa de la muerte y fui directamente al ayuntamiento. El padre acababa de llegar de Tucson con su prisionero; cuando el tipo quedó recluido en una celda, me llevé a Russ a un rincón y le conté toda la historia de mi relación con los Sprague..., desde lo que Marjorie Graham me había dicho sobre las lesbianas hasta el tiro que yo le había pegado a Georgie Tilden. Russ, atónito al principio, me llevó al Hospital Central. El médico de la sala de urgencias me puso una inyección antitetánica.

—Dios, esos mordiscos casi parecen obra de un ser humano —dijo.

Y se encargó de suturarlos. Las heridas de escalpelo eran superficiales, y sólo requirieron limpieza y vendajes.

—El caso tiene que seguir abierto —dijo Russ, una vez hubimos salido de allí—. Si le cuentas a otra persona lo que ha ocurrido, te expulsarán del Departamento. Ahora, ocupémonos de Georgie.

BOOK: La dalia negra
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

This Broken Beautiful Thing by Summers, Sophie
Shiverton Hall, the Creeper by Emerald Fennell
STOLEN by DAWN KOPMAN WHIDDEN
Highland Tides by Anna Markland
Small-Town Redemption by Andrews, Beth
Only One for Me by Candace Shaw
The Virgin Cure by Ami Mckay
Dead Letters Anthology by Conrad Williams