Read La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3 Online
Authors: Nalini Singh
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico
—No hay forma de saberlo. —Los susurros de su voz sonaban casi como gritos—. No obstante, la magnitud de las perturbaciones, la fuerza de los terremotos y de las tormentas, señala que quien despierta es el más antiguo de los ancianos.
Rafael se preguntó qué era lo que veía Lijuan con aquellos ojos, si merecía la pena el sacrificio de una ciudad… de lo que le quedaba de alma.
—Si ese anciano despierta sin rastro de cordura, ¿lo ejecutarás?
Antes no. Nunca. Matar a un ángel durante el sueño era enfrentarse a una ejecución automática, porque nadie era inmune a aquella ley. Incluso Lijuan, por más invulnerable a la muerte que fuera, sería rechazada por toda la raza angelical si atravesaba aquella línea. Y eso no era algo agradable para una diosa.
Otra risilla infantil; una risilla que resultaba aun más inquietante que su aspecto.
—Me decepcionas, Rafael. ¿Qué necesidad tendría de ejecutar a un antiguo? No pueden hacerme nada, y quizá puedan enseñarme secretos que aún no conozco.
Fue entonces cuando Rafael comprendió que si un monstruo cobraba vida podría fortalecer a otro.
La conversación con Jeffrey, sumada a la dolorosa visita al depósito de cadáveres, dejó a Elena como si la hubieran golpeado con unos puños de piedra. Resultaba tentador, sumamente tentador, irse a casa y esconderse, fingir que todo estaría bien cuando volviera a salir.
Pero, por supuesto, aquella era una idea infantil. Elena no se había permitido creer en vanas esperanzas desde que tenía diez años y entró en una cocina convertida en un matadero.
—¿Sabes dónde está Jason? —le preguntó a Dmitri cuando salieron del depósito.
El vampiro presionó el mando a distancia para abrir el Ferrari rojo fuego aparcado en la zona reservada a empleados.
—¿Ya te has hartado de tu Campanilla? —Unas notas de champán envolvieron los sentidos de Elena, aunque mezcladas con algo mucho más duro.
Nunca había percibido aquel matiz áspero en la esencia de Dmitri. Compadecía a la mujer a la que se llevara a la cama aquel día.
—Sí, así es. Me estoy consiguiendo un harén.
Dmitri abrió la puerta del Ferrari y apoyó uno de sus brazos encima de la ventanilla. Por un momento, su expresión se volvió indagadora, y Elena tuvo la sensación de que estaba a punto de decir algo importante. Sin embargo, el vampiro se limitó a negar con la cabeza, un gesto que hizo que su cabello se agitara con suavidad bajo la brisa y sacó el teléfono móvil para comprobar algo.
—Está en la Torre.
Sorprendida por la respuesta, Elena luchó contra la perversidad de las notas de champán que la envolvían.
—¿Puedes preguntarle si le importaría reunirse conmigo en casa?
Dmitri hizo la llamada.
—Sale para allá en este preciso momento —dijo al tiempo que cerraba el teléfono—. No hay ningún lugar cerca desde donde puedas despegar.
Elena alzó la vista.
—El edificio del hospital es bastante alto. Subiré al tejado. —Para hacerlo regresó al edificio y comenzó a subir. Fue un paseo interesante. Solo había unos cuantos miembros del personal del hospital en los pasillos inferiores, y los que la vieron se quedaron sin habla.
Muy molesta por la reacción de la gente de una ciudad que ella consideraba su hogar, se acercó al ascensor y apretó el botón de llamada. Puesto que el personal solía utilizarlo para trasladar las camas de una planta a otra, la cabina tenía espacio suficiente para dar cabida a sus alas. Las puertas se abrieron en la primera planta.
Dos enfermeras que charlaban entre ellas levantaron la mirada. Y se quedaron paralizadas.
Elena dio un paso atrás.
—Hay espacio de sobra.
Ninguna de las mujeres dijo nada mientras las puertas se cerraban delante de sus narices. Distintas variantes de esa misma escena se repitieron en las siguientes cuatro plantas. Era divertido pero le sentaba mal. Estaban en Nueva York. Necesitaba encajar en aquel lugar… aunque sabía que jamás encajaría como lo había hecho antes.
—Bufff…
Levantó la vista al escuchar aquella queja y vio que las puertas de la quinta planta se habían abierto para mostrar a un anciano que se apoyaba en un bastón.
—¿Sube?
El hombre asintió y se adentró en el ascensor. Observó sus alas sin disimulo mientras utilizaba el bastón para presionar el botón de la planta a la que se dirigía.
—Tú eres nueva.
—Pues sí. —Elena extendió las alas para que pudiera verlas, y los nudos de su alma se aflojaron un poco—. ¿Qué le parecen?
El hombre se tomó su tiempo antes de responder.
—¿Por qué utilizas el ascensor?
Tipo listo.
—Me apetecía.
El anciano se echó a reír cuando las puertas del ascensor se abrieron en su planta.
—¡Hablas como una auténtica neoyorquina!
Elena aún sonreía cuando las puertas volvieron a cerrarse, algo que no habría imaginado minutos antes, cuando estaba con Dmitri. Cuando el ascensor llegó por fin a la última planta, salió y se dirigió al tejado con pasos firmes. Ya no se sentía apaleada ni a punto de gritar.
El vuelo sobre el Hudson, facilitado por unos vientos fuertes, fue bastante rápido. Jason la aguardaba en el patio delantero. Tenía las alas plegadas a la espalda y el cabello recogido en su acostumbrada coleta. Era la primera vez que Elena tenía oportunidad de contemplar el tatuaje a plena luz, y los intrincados detalles del diseño la dejaron sin aliento.
Aunque había sido dañado por uno de los renacidos de Lijuan antes de que ella despertara del coma, el dibujo de tinta había sido reconstruido con tal perfección una vez que Jason se curó que nadie habría notado la diferencia. Todas las líneas curvas y las espirales hablaban a un tiempo de los vientos del Pacífico y de la arrebatadora belleza de los cielos.
—¿Dónde naciste? —preguntó de pronto, aunque lo cierto era que no esperaba una respuesta.
—E
n un pequeño atolón del Pacífico que ya no existe.
Una declaración a secas. Sin pena, ni furia, ni dolor. Nada.
Y aquella falta de emoción era una respuesta en sí misma.
Elena decidió dejar los secretos de Jason en paz.
—Tenía la esperanza de que pudieras enseñarme algunos trucos para volar a la luz del día sin convertirme en un objetivo demasiado fácil.
Jason entrecerró los párpados y se concentró en sus alas.
—Hay unas cuantas técnicas que podrías empezar a utilizar ya, pero las demás… Tendrás que practicar hasta que puedas elevarte por encima de la capa de nubes a toda velocidad.
—¿Tienes tiempo para darme la primera lección ahora?
Un breve gesto de asentimiento.
—Hoy he volado más de lo normal —admitió Elena—, así que es posible que no pueda seguirte el ritmo.
—Nos moveremos con lentitud, por debajo de las nubes. Lo importante no es la velocidad, sino aprovechar las luces y las sombras.
Elena asintió con la cabeza y caminó a su lado mientras él la conducía hacia los acantilados. Las sombras del atardecer ya habían caído cuando Jason señaló que ya tenía la habilidad suficiente para ensayar sola.
—Me marcho de Manhattan esta noche.
—Ten cuidado, Jason. —Como jefe de espionaje de Rafael, seguía senderos muy peligrosos.
El hombre la miró con aquellos ojos tan oscuros como la espada que llevaba a la espalda.
—¿Qué se siente al ser mortal?
Sorprendida, Elena se tomó un instante para pensarlo, para considerarlo.
—La vida es mucho más inmediata. Cuando tienes un límite de tiempo, todos los momentos cobran una importancia que ningún inmortal podrá entender jamás.
Jason extendió aquellas asombrosas alas diseñadas para mezclarse con la noche.
—Lo que tú llamas un «límite de tiempo» podría ser considerado por algunos como una liberación. —Se elevó hacia el cielo antes de que ella pudiera replicar y se convirtió en una silueta sombría contra las primeras luces de la noche.
Sin embargo, no fueron aquellas alas las únicas que vio Elena.
¿
Tan grande es el deseo de escapar que siente Jason, arcángel
?
Sí. Su único vínculo con el mundo de los vivos es el servicio que me presta
.
—Es por una mujer, como Illium? —susurró Elena cuando el arcángel aterrizó junto a ella, provocando un remolino de viento que le apartó el pelo de la cara.
—No. A Jason no lo han amado jamás. —Tras cerrar los brazos y las alas en torno a ella, giró la cabeza para contemplar la silueta de Manhattan, que comenzaba a llenarse de luces—. Ojalá hubiera experimentado algo así… En ese caso tendría buenos recuerdos con los que enfrentarse a la oscuridad.
Elena intentó aferrarse a aquella idea mientras se sumía en el sueño aquella noche; intentó obligarse a recordar las risas y la alegría. Pero fue una pesadilla lo que la acosó más tarde, lo que la ahogó con el hedor rancio de la sangre y los susurros balbuceantes de una niña muerta tendida sobre la camilla de un depósito de cadáveres. Unos sonidos transformados en hebras finas y pegajosas que resultaban de lo más reales. Unos sonidos que la envolvieron hasta que gritó de terror y despertó sentada en la cama.
Su mano, comprendió después de un buen rato, asía con fuerza la empuñadura de la daga que había escondido bajo el colchón en su lado de la cama, y sentía el metal frío en la palma. La adrenalina recorría sus venas cuando giró la cabeza y vio que Rafael estaba despierto y en pie.
—Ven, Elena.
Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para soltar la daga. Tras colocarla al lado de la Rosa del Destino, la talla en diamante que era una obra de arte de valor incalculable, un regalo de su arcángel, aceptó la mano que él le ofrecía y dejó que la ayudara a levantarse.
—¿Vamos a volar? —Sentía un cosquilleo en la piel, y su corazón latía al doble de velocidad. Le daba la impresión de que iba a partirse en dos.
Rafael evaluó sus alas con una mirada experta.
—No. Ya las has forzado demasiado hoy. —Echó un vistazo al reloj de la pared—. Ayer.
Eran las cinco de la mañana. El mundo aún estaba envuelto en la noche cuando Rafael la guió hacia fuera. El arcángel solo llevaba puesto un pantalón holgado que se agitaba como si fuera agua negra contra sus piernas. Elena, en cambio, se había puesto unos pantalones de algodón y una camisa de seda que le quedaba demasiado grande. Rafael no había dicho nada al ver que la cogía de su armario; se había limitado a cerrar las aberturas para las alas con un diminuto estallido de energía para que no se agitaran a su alrededor.
Fuera hacía fresco, y Elena notó un hormigueo en las mejillas.
—¿Adónde vamos? —le preguntó cuando Rafael la condujo hacia los bosques que había en el lado opuesto de los límites con la propiedad de Michaela.
Paciencia
.
Elena echó un vistazo a aquella zona, que todavía no había explorado, y se dio cuenta de dos cosas. Una: la propiedad de Rafael era inmensa. Y dos: se encontraban en un sendero diseñado con esmero para mezclarse con los alrededores.
La curiosidad empezó a luchar contra los vestigios de la furia y el miedo. Y ganó.
—¿Y si me das una pista?
Rafael rozó las alas de Elena con las suyas.
—Intenta adivinarlo.
—Está bien. Todo está oscuro como boca de lobo y nos encontramos en el bosque. Mmm… la cosa no pinta muy bien… —Había empezado a darse unos golpecitos con el dedo en el labio inferior cuando el sendero se torció, y ante ellos, a menos de tres metros, apareció un pequeño invernadero iluminado desde el interior con lo que parecían tres lámparas de calor que emitían un resplandor amarillo anaranjado. Vaya… —Sintió una oleada de placer—. ¡Madre mía!
Tras soltar la mano de Rafael, Elena recorrió a la carrera la distancia que la separaba del recinto y empujó la puerta para adentrarse en el húmedo abrazo de un lugar que había sido creado teniendo en cuenta las alas. Fue consciente de que Rafael entró tras ella, pero su atención estaba puesta en los frondosos helechos que colgaban en cestas desde el techo, de ramas finas y rizadas; en los capullos morados de las petunias que había a su derecha; y en las begonias. Antes de Uram, ella había mimado unas begonias, que habían florecido con orgullo y exuberancia. Aquellas tenían manchas marrones en las hojas, y unas flores penosas.
—Necesitan cuidados.
—En ese caso, haz lo que sea necesario.
Elena lo miró de inmediato. Sentía una picazón en los dedos; se moría de ganas de coger las herramientas de jardín que había visto sobre un pequeño banco del fondo.
—Tú tienes jardinero.
—Este no es su territorio. Su deber consiste solo en asegurarse de que las plantas no mueren. Esto fue construido para ti.
Elena no podía hablar. Sentía una opresión demasiado intensa en el pecho, demasiado abrumadora. El arcángel de Nueva York la observó con una paciencia infinita mientras ella examinaba el regalo que acababa de hacerle, algo muchísimo más hermoso que las ropas más exclusivas, que las joyas más caras. Si Rafael no se hubiera ganado ya su corazón, Elena se lo habría ofrecido en aquel mismo instante.
Algo más tarde, Montgomery apareció con una jarra de café humeante, unas tostadas con mantequilla, pequeños cuencos de ensalada de frutas y una selección de diminutas pastas. El mayordomo, con su habitual atención al detalle, no pareció sorprenderse en lo más mínimo al encontrar a uno de los seres más poderosos del mundo sujetando una rama mientras ella recortaba las flores marchitas.
—Buenos días, sire. Cazadora del Gremio.
—Buenos días, Montgomery. —Rafael tomó el café que le ofrecía el mayordomo, y Elena se quedó impresionada.
Hogar.
Estaba en su hogar.
Dos horas más tarde, su corazón rebosaba de una alegría intensa y tranquila mientras se dirigía a ver a Sara antes de reunirse con Jeffrey. Fue entonces cuando sonó el teléfono. Tras aterrizar en el tejado más próximo, respondió y oyó la voz de su padre.
—Tendremos que vernos mañana —dijo de inmediato—. Ha surgido un inesperado asunto de negocios que debo atender hoy.
Debería haberlo dejado correr, pero la adolescente abandonada que había en ella salió a la luz.
—La familia siempre está en segundo lugar, ¿verdad, Jeffrey?
Oyó un profundo suspiro y, por un instante, tuvo la desconcertante sensación de que había herido a su padre. Sin embargo, cuando habló, Jeffrey le clavó una daga en pleno corazón.