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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (26 page)

BOOK: La dama número trece
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A Rulfo le costó beber el sorbo de champán que en aquel momento se llevaba a los labios.

—Mal. Muy mal. ¿Acaso no lo sabes?

—¿Saber...? Oh, solo sé lo que me han contado. —César apartó de una patada unos matorrales que estorbaban el paso. El lomo de su zapato soltó chispas de charol—. Sé que está encerrada en algún sitio, por tonta. Sé que no se encuentra en su mejor momento. Sé que no debió acudir a esa cita contigo. Eso es todo lo que sé. Pero, te lo digo
ad pedem letterae
, algunos tienen que pagar y otros pasar factura. No obstante, es posible que la perdonen. A fin de cuentas no es culpable de nada. Depende de nosotros. Toda palabra pronunciada es importante.

La frase trajo consigo el silencio. Continuaron avanzando más allá de los radios de sombra que convergían en la casa. Otros dos invitados (dos pecheras blancas y flotantes en la oscuridad) se cruzaron con ellos en dirección contraria, casi como si se tratara del reflejo de ambos en un espejo móvil.

—Ellas aún no han venido —comentó César—, pero vendrán. Siempre hacen acto de presencia al final.

—Creo que ya he tenido el gusto de conocer a algunas.

—Yo también. Son las más amables, te lo advierto. Las otras tienen peor humor. Pero es comprensible. Están algo nerviosas. Han sufrido muchos percances. A mí me han hecho un resumen y apenas podía creérmelo. Me alegro de no ser una de ellas, puedo asegurártelo. ¡Oh, ser una de ellas debe de ser terrible...! Ahora se enfrentan a una grave crisis. —Se acercó al oído de Rulfo. Su aliento era un aerosol de champán—. Sospechan traiciones... Líos de ese tipo, ya sabes. . No pueden fiarse de nadie... —Volvió a apartarse y le guiñó un ojo. Rulfo se preguntó qué quería dar a entender con aquel gesto—. Pero hay algo que podemos hacer tú y yo para aclarar las cosas. Cuando las cosas se aclaren, todos nos iremos a casa y lo celebraremos. O, si prefieres, nos quedamos y aceptamos «la oferta de trabajo»,
ad libitum
... —Volvió a reír como si el recuerdo de aquella frase obrara en su cuerpo a modo de inevitables cosquillas—. Cabe pensar, incluso, que podríamos regresar a nuestras modestas vidas de antes. Incluyendo a Susana, claro. Todos saludables y alegres. Ellas nos dejarían. Pero necesitan un poco de colaboración por nuestra parte.

Recordar a Susana hacía que a Rulfo se le revolviese el estómago. Ahora empezaba a comprender que lo que había visto en la celda no había sido un sueño.

Ouroboros.

No pienses en eso.

—Yo he colaborado ya, dentro de mis modestas posibilidades —continuó César—. Les he hablado de todo lo que encontramos en casa de Rauschen, ese farsante, ese traidor, ese invertido... —Sus ojos chispeaban de alegría, incluso su tono era divertido, como si no estuviera insultando a Rauschen sino burlándose de él con epítetos cariñosos—. He puesto mi granito de arena. Ahora es tu turno. Entre todos, podremos mejorar la situación. De modo que, si te parece, vamos a recapitular. —Se detuvo y Rulfo lo imitó. Los setos a su alrededor eran como áreas de irrealidad, densos agujeros negros bonsáis, singularidades de jardinería—. Tuvisteis un sueño absurdo, fuisteis a esa casa guiados por él, encontrasteis la figura, y luego la chica la sustituyó por otra que ella misma había fabricado y te dio gato por liebre... ¿Fue así?

Rulfo asintió. Hablar de Raquel se le antojaba despreciable, pero de repente había comprendido que ellas ya
conocían
las respuestas. Intuyó que lo que pretendían con aquellas preguntas era probar su grado de
colaboración
.

—¿Te pareció que la chica había cambiado de un día para otro? ¿La encontraste
distinta
?

—Sí. La segunda vez que la vi me pareció diferente.

—¿Más alta? ¿Más baja? ¿Más gorda?

—Su mirada. Era distinta. Y su actitud. Más... más decidida.

—Eso es importante —lo animó César—. ¿Y después?

Rulfo contó la muerte de Patricio y el deseo que ella tenía de huir.

—¿Volvisteis a soñar con Lidia Garetti?

—No —probó a contestar, y le pareció que César (o quienquiera que fuese el que se ocultaba detrás de César) no advertía la mentira.

—¿Viste a Raquel usar en algún momento la poesía?

—Nunca.

—¿Sabes a lo que me refiero? A los versos de poder.

—Sé a lo que te refieres, pero ella parecía ignorarlo todo acerca de eso.

—Entonces, ¿cómo es que sabía tantas cosas sobre la figura?

—No lo sé. No he dicho que supiera nada sobre la figura.

De repente César abrió mucho los ojos. Parecían recién bruñidos: dos bolas de marfil pintado que a Rulfo le recordaron los ojos de la niña.

—Ni siquiera pienses en mentir —dijo con suavidad—. Oh, no, no, no. Eso sería un grave error, Salomón. Ellas leen en ti. Te descomponen en palabras y te leen. Cada uno de nosotros es un verso para ellas.

—¿Y por qué no pueden averiguar lo que más les interesa? —preguntó Rulfo sosteniendo su mirada.

—Porque no son adivinas. Es decir, sí lo son, pero en cierto modesto sentido. Existen lagunas que no pueden llenar, trozos de silencio a los que no pueden acceder...

—No son tan poderosas como yo pensaba, entonces.

—Verás, querido, son más poderosas de lo que podrías imaginar, pero parten de un punto de vista completamente distinto del nuestro. La visión de ellas es lógica, la tuya es emocional. Tú sientes y ellas comprenden. Tú solo ves los ladrillos: ellas diseñan la casa y la habitan. El
logos
del universo les da la razón, porque el universo son palabras. Como un poema.

Un remoto estallido de risas que tuvo la misma cualidad que una sorpresa pirotécnica desvió por un segundo la atención de los dos hombres. Entre la alegre botánica de luces de la casa se removía un cúmulo de trajes de seda, cabellos densos y piernas desnudas. El campanilleo de una voz masculina lideraba las carcajadas.

—El
logos
del universo les da la razón —repitió Rulfo, sarcástico—. Lástima que no puedan encontrar una figurita de cera escondida.

—Ya te lo expliqué: existen islas de silencio... Además, bajo el
logos
, ¿sabes qué hay? Azar. Las palabras producen cosas, en efecto, pero no debido a su significado. Lo que verdaderamente importa es el orden azaroso. Como un juego de dominó entre jugadores ciegos: lo más probable es que la cadena de fichas no esté correctamente colocada, pero, aun así, formará una imagen. He ahí lo que nos preocupa... O sea, lo que les preocupa a ellas. Porque cualquier frase dicha al azar puede ser terrible. No se han pronunciado suficientes palabras en el mundo como para conocer todo lo que pueden producir las palabras. El esfuerzo por jerarquizar ha sido considerable, pero es imposible, im-po-si-ble, controlarlo todo. No solo la sintaxis, también la fonética, la prosodia... —César reanudó la marcha mientras hablaba—. El mundo es una escarcha de versos, y ellas saben que cada paso puede costarles caer al vacío. ¿Pensabas, acaso, que eran verdugos? ¡Son víctimas...! ¡Víctimas, como tú o como yo...!

Habían llegado a un claro adornado por una fuente. En el centro se alzaba, como un herma mutilado, una vieja figura de sátiro. Su semblante de granito era un entresijo de tinieblas.

—Víctimas... —repitió César—. Lo demás es banal. Existe un solo verso en todo Cavafis que puede producir ampollas de pus y fiebre alta, una estrofa de Keats que confecciona serpientes, un breve Neruda que estalla como una planta nuclear y una línea de Safo que provoca el imperioso e insoslayable deseo de violar a una niña pequeña. Pero ¿qué significan todas esas menudencias frente a esa
escarcha
? —Golpeó el borde de la fuente, como si se refiriera a ella—. ¿Qué significa todo eso en comparación con ese lago helado y frágil donde puedes hundirte cuando menos te lo esperas...? La realidad es leña, la poesía son llamas y ellas han descubierto cómo hacer fuego. Bien. Pero ¿y qué...? ¡Están en la prehistoria...! Debes abandonar la idea de un dios omnipotente. Son frágiles. Tan débiles como tú, pero con más miedo que tú. Han visto
de cerca
la cara de la realidad... ¿Y sabes
cómo
es la cara de la realidad?

César, ahora, hablaba entre gesticulaciones diversas: abría y cerraba las manos, alzaba los brazos, se encorvaba. Las muecas deformaban su rostro como si se tratase de una bolsa de plástico que albergara una rata dentro.

—Sospecho que no como la tuya —insinuó Rulfo.

—Es un cangrejo —dijo César pasando la burla por alto—. La cara de la realidad es un cangrejo: te atrapa, te hace trizas con las pinzas al tiempo que... que tú intentas... desesperadamente... entender qué significa, dónde diablos tiene la boca, los ojos... Solo ves una cosa tetralobulada que se abre y se cierra, pero lo mismo podría ser el ano. ¿Cómo vas a defenderte si ni siquiera sabes por dónde te tragará? ¿Recuerdas el chiste del perro y el ciego? Un ciego le ofrece una golosina a su perro y luego le da una patada en el culo. Un hombre que lo ve, le pregunta: «Oiga, ¿por qué le da usted una golosina al chucho y luego una patada en el culo?». Y el ciego responde: «Si no le diera una golosina, ¿cómo voy a saber dónde tiene el culo...?». ¡Ah, ah, ah, nadie sabe dónde tiene el culo la realidad, y
ellas
lo único que pueden hacer es ofrecerle golosinas...! Pensamos que son muy poderosas, pero ¿sabes qué es lo peor de todo...? ¡Lo peor de todo es que no hay nadie que sea realmente
poderoso
! —Su voz se había elevado varios semitonos hasta convertirse en un desagradable chillido de cochinillo en el matarife. De repente se llevó las manos al rostro y pareció sollozar—. ¡No sabes...! ¡Ignoras por completo lo que significa vivir así...! ¡Es preciso acostumbrarse...! ¡Se necesita una jerarquía estricta...! ¡Un orden rígido...! ¡Son como vestales...! ¡No pueden relacionarse con los ajenos, salvo por motivos de inspiración poética! ¡No pueden tener hijos! ¡No puede haber dos con el mismo cargo, pues prevalece la más antigua...! ¡Todo son reglas, reglas, reglas...! ¡O te vuelves completamente idiota o...! —De repente apartó las manos de la cara y se acercó a Rulfo. Sus labios brillaban con un extraño carmín y sus pupilas habían adelgazado hasta hacerse gatunas—. ¿Sabes lo que hizo Akelos...? ¿Sabes cuál fue su
traición
...? ¡Intentar ocultar a la criatura de esa descastada, de esa meretriz, de esa
miserable
...!

De repente Rulfo creyó comprender.

—La antigua Saga tuvo un hijo... —murmuró—. Por eso la expulsasteis, ¿no es cierto? Ésa fue la falta que cometió. Y Akelos la ayudó...

Un hijo
. Las piezas encajaban.
Raquel. El tatuaje
.

César había dejado de hablar y permanecía inmóvil mirando a Rulfo, los labios pintados y deformados. Una espumosa columna de baba brotó por sus comisuras.

—¿No tienes nada más que decir? —balbució.

—Sí, tengo otra cosa que decir. —Rulfo inhaló profundamente—. Quítate esa máscara de una vez, payaso. No te pareces a César ni por asomo.

De repente, de forma tan inmediata que su cerebro apenas lo consignó como un parpadeo, se dio cuenta de que, en lugar de César, tenía enfrente a la mujer obesa que lo había recibido al llegar, con su maquillaje histriónico, sus gafas, su jersey y su falda. Los ojos de la mujer eran dos puntos de luz buriel hendiendo la oscuridad.

—¡Burro...! ¡Burro y maleducado! ¡No he terminado todavía...! ¡Abandonar a un caballero en mitad de una conversación es malo, pero abandonar a una dama es peor...! ¡Y yo soy ambos...! ¡Doble peor...! ¡
Peorísimo
...!

—Cuánto lo siento, señora.

Rulfo ya tenía pensada una estrategia y la mutación no le cogió por sorpresa. Arrojó el resto de la copa de champán a la cara de la mujer y se abalanzó sobre ella cerrando las manos en su garganta... Pero entonces escuchó un diminuto y veloz gusano de suaves palabras francesas deslizándose como un soplo por entre los labios pintados. Súbitamente, un dolor como jamás había sentido, erizado, cristalino, purísimo, tajante como un rayo, traspasó su estómago haciéndolo caer de rodillas en el césped, incapaz siquiera de gritar.

—Baudelaire —escuchó la lejana voz de la mujer—. Primer verso de «L'albatros».

La punzada cesó tan rápido como había aparecido y Rulfo pensó —supo con certeza— que, si volvía a repetirse, moriría.

Pero se repitió.

No una, sino dos y tres veces más.

Y
ascendió
. Comenzó a subir por su esófago azotando los lugares por los que pasaba con chispazos álgidos tan increíblemente intensos que el eco alcanzaba su cabeza y sus piernas, se reflejaba en el interior de sus muelas y sus rodillas, en las oquedades óseas de la frente y la nuca, y le pintaba estallidos de luz en las retinas.

Se retorció sobre la hierba gimiendo. Nunca había experimentado con tanta certidumbre la sensación de que iba a morir. Sus poros se habían abierto y soltaban el sudor a chorros. Pero, más que el dolor, lo que realmente le aterraba era lo otro.

Aquella horripilante percepción

de que algo vivo

subía por su tubo digestivo.

Quiso vomitarlo y no lo logró.

—¿Conoce el poema, caballero...? Compuesto en 1856, isla Mauricio, inspirado por la hermana Veneficiae... Recitado como acabo de hacerlo produce un efecto divertido, pero, si se recitara como un bustrófedon, al derecho y al revés, ¡entonces sí que íbamos a reírnos...!
¿Me está escuchando, caballero... ? ¡A estas alturas ya debería saber que odio que no me escuchen...!

Rulfo recibió la patada sin apenas enterarse. Algo mucho peor atraía completamente su interés. La cosa que le provocaba las espantosas punzadas estaba cruzando su faringe. Dejó de respirar. Se atoró. Por un instante creyó que se asfixiaría. Un enloquecedor segundo después, la sintió saltar como una bola áspera sobre la lengua acompañada de una amarga oleada de bilis y otra campanada de dolor, esta vez en la úvula. Supo de inmediato de qué se trataba: un bicho enorme. Lo arrojó fuera, abriendo la boca todo lo que pudo.

Un escorpión negro, absurdamente grande, cayó a tierra panza arriba, se enderezó y siguió su camino perdiéndose en la hierba. Tras escupir varias veces y lograr un breve vómito, Rulfo empezó a encontrarse mejor. Aún le dolían las picaduras pero intentaba pensar que todo había sido una alucinación. Se repetía una y otra vez que era imposible que un engendro así hubiese caminado por su tubo digestivo.

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