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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (23 page)

BOOK: La dama número trece
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Rulfo no recordó jamás aquella nueva imagen, pero tan solo contemplarla le produjo una fugaz ablación de la cordura. Despertó gritando, creyéndose loco e incapaz de comprobar que no lo estaba.

Se encontraba a solas en el dormitorio. Susana se había ido ya, aunque la cama aún conservaba un rastro de su perfume. Estaba amaneciendo.

Faltaban menos de veinticuatro horas.

VIII. LA CITA

E
l lunes, la muchacha no quiso salir de la habitación. La tarde la sorprendió aún en la cama, con la cara oculta entre las manos. Había pedido que le subieran la cena y se había negado a que limpiaran el cuarto. Sabía que los empleados del motel empezaban a preguntarse cosas pero no le importaba. Su angustia era excesiva.

La simple, fantástica posibilidad de que siguiera vivo le resultaba insufrible. Solo pensar en su odioso semblante le provocaba náuseas y erizaba su piel. Comprendía, sin embargo, que estaba dejándose llevar por un temor absurdo: la persona que había visto a través del espejo el día anterior se le parecía, sí, pero
no podía
ser él. Aquel hombre estaba muerto. Ella misma lo había matado.

No obstante, ahora sabía que había algo peor que Patricio.

Los recuerdos se habían abierto paso en su interior con la fuerza del sol en una habitación polvorienta. Al principio había creído que eran sueños, como los de Lidia, pero comenzaba a relacionarlos con experiencias de una vida remota, aunque cierta. Su propia vida.

Patricio no había sido el único responsable: alguien lo había manipulado para dañarla a ella, alguien que se hallaba tan pendiente de que sufriera como un amante lo hubiese estado de complacerla. Era un
titiritero
que manejaba los hilos desde la oscuridad y se había propuesto no dejarla nunca en paz, perseguirla y atormentarla dondequiera que se ocultase. Su principal entretenimiento durante los últimos años había consistido en verla en manos de «clientes» sin nombre que gozaban humillándola. Eso había sido, para aquel que lo controlaba todo, puro juego.

Pero ya es hora de jugar a cosas más interesantes, ¿no crees, Raquel?

Ignoraba quién
(o qué)
era su verdadero torturador, pero le temía. El niño se recostó a su lado. La muchacha tomó su pequeña mano y la mantuvo apretada largo rato, en silencio, sintiendo que el calor y la fuerza de su hijo penetraban en ella como inoculados en su sangre. Levantó la cabeza y sonrió. El niño le devolvió la sonrisa haciéndola parpadear como si hubiera recibido una luz.

Por un instante permanecieron inmóviles unidos por aquel débil vínculo de sus manos entrelazadas, y la muchacha sintió que no estaba sola. Contemplando la carita triste y pálida que la miraba, supo que lucharía con todas sus fuerzas, fuera cual fuese la amenaza. Había llegado hasta allí con su pequeño, y así seguiría. Decidió que resistirían. Nadie volvería a hacerles daño.

En ese instante llamaron a la puerta. Pensó que sería la cena. Se incorporó, se apartó el pelo de la cara.

—¿Sí?

Volvieron a llamar.

—¿Quién es?

Los golpes cesaron, pero nadie respondió.

No abras.

Había anochecido. El frío y la oscuridad se habían hecho más amplios. La muchacha se levantó de la cama sin dejar de mirar hacia la puerta. El niño, tenso como un arco, se abrazó a su cintura.

Lo que más temor le producía era aquel silencio. Pensó en cualquier posibilidad, incluso que fuera la policía. Pero, fuera quien fuese, ¿por qué no respondían?

—¿Quién es, por favor? —exclamó, a punto de llorar.

No abras. No abras.

Entonces, la puerta

la noche

se abrió.

Lenta y limpiamente, sin un ruido, como si se tratase de una hoja de papel. La muchacha y el niño contemplaron con ojos dilatados el oscuro umbral.

No había nadie.

Quiere asustarnos.

Tragó saliva. El tiempo se hizo eterno. Por fin encontró valor para moverse. Sin dejar de abrazar a su hijo, se acercó al umbral. Su corazón latía con fuerza. Contempló el pasillo, las escaleras, las puertas de las demás habitaciones.

Nadie. Todo estaba a oscuras.

la noche era completa

Pensó que quizá podía tratarse de un error: alguien había llamado a la habitación equivocada y luego se había marchado al darse cuenta. Y la puerta, probablemente, había estado abierta desde el principio y, con los golpes, se había desplazado. Volvió a cerrarla y encajó el pestillo. El niño seguía tenso. Intentó calmarlo abrazándolo con fuerza.

—Todo está bien —le susurró—. Todo está bien.

La noche era completa. Solo las luces del coche la interrumpían pintando paredes recubiertas de hollín, ventanas de cristales rotos y una verja metálica. Era un viejo almacén textil abandonado en una comarcal del sur, sin duda destinado a la demolición, quizá porque, tiempo atrás, había sufrido un incendio. No había tardado en encontrarlo. Estacionó junto a la verja y salió del coche.

Una oscuridad de borracho llenaba el mundo, una tiniebla torpe y adormecedora atravesada por la uña plateada de una débil tajada de luna. No había rastro de luces o construcciones en las proximidades. Un solo automóvil desfiló por la carretera cuando él bajó del suyo, como si hubiese venido siguiéndolo. Rulfo lo miró, pero el vehículo continuó su camino cegándolo momentáneamente.

La verja estaba cerrada con una cadena. Un cartel proclamaba prohibiciones, pero a él ya no le preocupaba infringir la ley. Regresó al coche, lo acercó a la verja todo lo que pudo, trepó al capó, maniobró para pasar por encima sin apoyarse demasiado en los alambres, buscó asidero con el pie y descendió por el otro lado agarrándose a los rombos de metal.

Había estado bebiendo durante un buen rato antes de salir de casa. Se había servido dosis crecientes de whisky mezclándolo con cantidades paralelas de agua, con el fin de trasegarlo deprisa sin sentirse frenado por el inevitable ardor. Ahora se encontraba lo bastante borracho para admitir que sentía bastante miedo. Sus borracheras, como sus miedos, habían sido modestas a lo largo de su vida: esa noche, sin embargo, se alzaban juntos hacia la cumbre. No obstante, se hallaba lúcido, despejado. Era como si en vez de whisky hubiera bebido un anestésico. Se sentía entumecido, no mareado.

La amplia puerta del almacén era metálica y corredera, y produjo un estrépito infernal cuando comenzó a desplazarla.

La última entrada. El último paso. Lasciate.

Por un momento, mientras se esforzaba en abrirla, casi soltó una carcajada. Se había acordado de repente de su madre, luego de Ballesteros. Es decir, el hilo de sus pensamientos había sido: su madre, sus hermanas, la necesidad de que alguien lo protegiera y Ballesteros. Se había educado con mujeres, le gustaban las mujeres, a las mujeres les gustaba él y siempre había mantenido una relación intensa con el sexo femenino. Durante su adolescencia, las citas con chicas habían sido innumerables. Ahora acudía a otra. Pero en este caso no se trataba de una sola sino de trece.

Y pensar en todo eso le había hecho acordarse de Ballesteros. Se preguntó qué diría el bueno y racionalista del médico acerca de lo que le estaba ocurriendo. Qué clase de explicaciones inventaría para esas
trece cosas extrañas.

Cuando los ecos oxidados de la puerta terminaron de disiparse, se limpió las manos con un par de palmadas y se detuvo a examinar el lugar a la escasa luz que llegaba del exterior.

Era una nave amplia, polvorienta, dividida en varias secciones por tabiques derruidos, repleta de un inefable olor a ceniza. El sitio menos adecuado para una cita de amor.
Pero tampoco muy apropiado para los aquelarres
, hubo de admitir.

Empezó a recorrerla sirviéndose de la pared de su derecha como guía. Además de ceniza, flotaba en el aire un hedor a excremento viejo. El sonido de sus pisadas sobre los oscuros escombros le hacía pensar en algo grotesco, surrealista: como si caminara por encima de las camas de una residencia de ancianos pisando pechos de jubilados que se quejaran con estertores. Aunque ni siquiera esto le importó demasiado. El whisky también ayudaba a enfrentarse a los jubilados invisibles.

Decidió detenerse en un punto intermedio. El sitio era grande, y ellas no le habían dicho dónde debía aguardar exactamente. Pensó que cualquier lugar serviría.

Sus pies iniciaron un cuidadoso inventario, delimitando un cuadrilátero apropiado para su trasero: sentarse sobre un excremento no le importaba, pero, pese al whisky, intuyó que finalizar el aquelarre en un centro de urgencias recibiendo puntos en el culo por el corte con un cristal o un alambre sería demasiado. Por fin, se deslizó de espaldas a la pared, se posó en el suelo cuidadosamente y se recostó en el muro. Enseguida le entró pánico pensando que iba a quedarse dormido. Pero no: no se dormiría, pese a su ebriedad. Se encontraba demasiado alerta, demasiado asustado, demasiado niño en la noche de reyes del horror.

Echó un vistazo a la pantalla fosforescente de su reloj. Dentro de treinta y cinco minutos serían las doce. Y habría trece.

La sombra llegó caminando sigilosamente. Observó el coche de Rulfo aparcado junto a la verja y dedujo la forma en que había entrado.

Se acercó al coche y subió al capó.

¿Cómo aparecerán? ¿En escobas? ¿En limusinas? ¿Como gatos? ¿Como ratas?

Con la mano izquierda palpó la imago en el bolsillo de su sucia chaqueta. Repasó el plan que había esbozado antes de salir: les entregaría la figura a cambio de una especie de pacto para que respetaran su vida y la de sus amigos. Si era cierto que no podían quitársela, entonces disponía de una baza importante que no pensaba desperdiciar.

En ese instante oyó algo. A su izquierda.

Contuvo la respiración y se volvió. La escasa luz lunar que entraba por los ventanales no le permitió distinguir nada extraño. Quizá se trataba de una forma de vida más pequeña. O quizá eran ellas. Pero aún faltaban más de veinte minutos para la hora. Se puso en pie y esperó sin que sucediera otra cosa.

No, no iba a dormirse.

Cuando se recostó de nuevo escuchó los pasos, ya inequívocos, y la sombra se irguió frente a él como una columna de noche sólida.

—¿Qué coño estás haciendo aquí?

—Hablaste en sueños. Anoche, en tu puta casa, en tu puto sueño... Yo estaba despierta y te escuché. Quise despertarte, pero no pude. Jamás en mi vida había visto a nadie tener una pesadilla así, te lo juro. Al verte temblar, gritar, y todo eso, pensé... Bueno, pensé que te mearías en la cama, o que me mearía yo. Entonces te oí decir que esta noche acudirías a una cita... No sé con quién coño hablabas o creías hablar, pero no te molestes en decírmelo... Me entró el canguelo y me marché pitando. —Albergó la punta del índice entre los dientes y capturó un pellejo en un gesto típico. Rulfo comprendió que tenía dentro del cuerpo más miedo y alcohol que él. La debilísima telaraña de claridad trazaba líneas sobre su abrigo rojizo—. Pero luego quise saber qué pensabas hacer... Regresé a tu casa y te espié desde una esquina... —Sonrió nerviosa en la oscuridad—. Me sentí como en uno de esos juegos que practicábamos antes con César... Te vi salir furtivamente, cogí el coche y te seguí. Cuando aparcaste aquí, continué por la carretera para que no sospecharas nada. —Rulfo recordó el vehículo solitario que había visto pasar tras él—. Estacioné más lejos y regresé caminando... Y mientras tanto, pensaba... Y recordé lo que habíamos hecho ayer y descubrí el motivo por el que lo habías hecho, por el que habías
respondido
a mis besos y me habías llevado a la cama.. —En su voz se percibía ahora una helada furia—. Querías que me olvidara de vuestro asunto, ¿verdad? Querías que siguiera creyendo que se trataba de una simple discusión de pareja. Pero el alcohol, como dice César, es... ¿hagiográfico...? Creo que se dice así. El alcohol inventa historias milagrosas y revelaciones. Y a mí, esta tarde, los
gin-tonics
me han revelado vuestro magnífico plan... Y ahora sé que lo único que habéis estado haciendo desde que regresasteis de Barcelona es intentar
protegerme
. —Pronunció aquella última palabra con calculado desprecio, en medio de vaharadas de ginebra, y escupió un trocito de piel—. Qué gilipollas, Dios mío. Qué grandes gilipollas sois todos los hombres...

—No debiste venir. No debiste seguirme hasta aquí.

—¿Es que crees que me importa un pimiento lo que os traéis entre manos? —estalló Susana. Sus palabras despertaban ecos difusos en el interior de la nave—. ¡Esto es un almacén vacío, Salomón...! ¿Qué coño esperas encontrar en este puto lugar? ¿Os habéis vuelto locos los dos?

De pronto, Rulfo se sintió ridículo discutiendo en aquel sitio oscuro y polvoriento con olor a excrementos de rata. No era ésa la idea que se había hecho del encuentro decisivo de su vida. La sensación de irrealidad que llevaba experimentando en los últimos días le invadió. Susana, con su abrigo rojo y su olor a perfume, parecía la voz de la lógica, de la prosa cotidiana: no había bruja capaz de enfrentarse a eso. ¿Qué era, verdaderamente, lo que él esperaba que sucediera cuando dieran las doce?

Entonces recordó a Rauschen torturado en la habitación vacía. Algo le decía que lo imposible podía ocurrir en cualquier momento, y que ella no debía encontrarse allí cuando sucediera.

En su reloj, los números destellaban con terrible claridad: 11.57...

—Escúchame: ahora mismo cogerás el coche y regresarás a Madrid. ¿Me has oído...? Vas a marcharte ya. ¡Vete a casa de César, si quieres, haz las paces con él, pero lárgate...!

—Me das miedo —afirmó ella.

—Es lo que pretendo.

11.58... Miró hacia la oscuridad que los rodeaba. Nada parecía haber cambiado.

—Salomón... —La voz de Susana se había suavizado—. ¿Sabes una cosa? No me importa haber peleado con César... Sé que se ha dejado influir por tus extravagancias, pero no voy a abandonarte ahora. Anoche... cuando hicimos... todo lo que hicimos... tuviste una pesadilla horrible... No creo en brujas, pero sé que te ocurre algo grave, y no voy a dejarte solo... Te contaré una cosa que no sabes: varios amigos me han hablado de ti estos últimos años... Esa novia que tuviste... —Rulfo se quedó muy quieto, mirándola—. Pasó algo con ella, ¿verdad...? Algo muy doloroso, que te afectó. Y eso te hizo cambiar. De modo que no voy a dejarte solo. Ya puedes buscar una excusa para cuando comprobemos que el fantasma no aparece.

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