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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (12 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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D'Agosta vio inmediatamente al prosector inclinado hacia el cadáver, con una sierra vibratoria en las manos que zumbaba como un mosquito furioso. Al lado había un celador, comiéndose un bagel de salmón ahumado. La otra mesa de disección estaba cubierta de órganos diversos, con sus etiquetas. D'Agosta volvió a tragar saliva, más fuerte que antes.

—Hombre —le dijo el celador a Beckstein—, llegas justo a tiempo. Estábamos a punto de hacer los intestinos.

La mirada severa de Beckstein le hizo callar.

—Perdona, no sabía que tuvieras invitados.

El celador sonrió, rumiando el desayuno con labios carnosos. La habitación olía a formol, pescado y heces.

Beckstein se giró hacia el prosector.

—John, quiero enseñarles al teniente D'Agosta y al agente especial Pendergast la… mmm… lo que hemos encontrado.

—Por mí perfecto.

Se apagó la sierra. El prosector se apartó. Lentamente, con enorme reticencia, D'Agosta dio unos pasos y miró el cadáver.

Era peor de lo que se había imaginado. Peor que sus peores pesadillas. Bill Smithback: desnudo, muerto, abierto. Le habían retirado el cuero cabelludo, dejando el pelo castaño acumulado en la base y el cráneo ensangrentado a la vista, con marcas de sierra recién hechas formando un semicírculo en torno a la calavera. La cavidad corporal muy abierta, con las costillas apartadas, ya sin órganos.

Inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—John, ¿podrías fijar un separador en la cabeza?

—Claro que sí.

Mantuvo los ojos cerrados. —Ya está.

Los abrió. Habían separado las mandíbulas con una pieza de acero inoxidable. Beckstein ajustó la luz de arriba para iluminar el interior. Smithback tenía clavado un anzuelo en la lengua, con plumas, como una mosca artificial. D'Agosta se inclinó en contra de su voluntad, para mirarlo más de cerca. El anzuelo tenía la cabeza de cordel claro, con el dibujo de una pequeña calavera que enseñaba los dientes. Atada al cuello del anzuelo había una bolsita, como una pequeña pastilla.

D'Agosta miró a Pendergast. El agente observaba fijamente la boca abierta, con una intensidad poco común en sus ojos plateados. D'Agosta tuvo la impresión de que aquella mirada contenía algo más que intensidad: tristeza, incredulidad, dolor… e incertidumbre. Era como si el inspector hubiera conservado contra todo pronóstico la esperanza de equivocarse en algo… y comprobado al fin, con la mayor contrariedad, que tenía toda la razón.

El silencio duró varios minutos, hasta que D'Agosta se giró hacia Beckstein. De repente se sentía viejísimo y cansado.

—Quiero fotos y pruebas. Extráiganlo junto con la lengua. Déjenlo clavado. Quiero análisis forenses de esta cosa. Que abran la bolsita y me informen de lo que contiene.

El celador miró por encima del hombro de D'Agosta, masticando su bagel.

—Parece que anda suelto un psicópata de los de verdad. ¡Imaginaos qué diría el
Post
!

Un sonoro mordisco, seguido por ruidos de masticación. D'Agosta se giró a mirarle.

—Como se entere el
Post
—gruñó—, me ocuparé personalmente de que te pases el resto de la vida tostando bagels en vez de comértelos.

—¡Eh, tío, perdona! ¡Hay que ver qué suspicaz!

El celador se apartó.

Los ojos de Pendergast se centraron en D'Agosta. Se irguió, alejándose del cadáver.

—Vincent, acabo de pensar que hace siglos que no visito a mi querida tía Cornelia. ¿Le apetece acompañarme?

19

N
ora giró la llave dentro de la cerradura y empujó la puerta de su piso. Eran las dos del mediodía. Por las persianas entraba un sol bajo que iluminaba (despiadadamente) hasta el último retazo de su vida con Bill. Libros, cuadros, objetos de arte… Hasta revistas tiradas con descuido. Todo desencadenaba una marea de recuerdos involuntarios y dolorosos. Después de cerrar dos veces con llave, cruzó la sala de estar mirando el suelo, y entró en el dormitorio.

Ya había acabado de trabajar con el procesador de PCR. Cada una de las muestras de ADN recibidas de Pendergast había sido multiplicada millones de veces. Las probetas estaban guardadas al fondo de la nevera del laboratorio, donde nadie se fijaría en ellas. Después, un respetable día de trabajo en el laboratorio de antropología. A nadie le había llamado la atención que saliese tan temprano. A la una de la noche volvería para la segunda y última fase: el test de electroforesis en gel. De momento, lo más urgente era dormir.

Echó un vistazo a su contestador: veintidós mensajes. Más pésames, seguro. No tenía fuerzas para aguantar ni uno más. Pulsó el
PLAY
con un suspiro, y empezó a borrar cada mensaje en cuanto detectaba una nota de preocupación en la voz de la persona que llamaba.

Distinto era el séptimo mensaje, de la reportera del
West Sider
.

«¿Nora? Soy Caitlyn Kidd. Oye, quería saber si has descubierto algo más sobre los artículos de animales que estaba preparando Bill. Me he leído los que publicó, y son muy duros. Tenía curiosidad por saber si averiguó algo nuevo y no tuvo tiempo de publicarlo.

Llámame en cuanto puedas.»

Pulsó el botón de
STOP
al principio del siguiente mensaje, y se quedó mirando el contestador, pensativa. Luego se levantó de la cama, volvió a la sala de estar y se sentó a la mesa para encender el ordenador portátil. No conocía a Caitlyn Kidd, ni se fiaba especialmente de ella, pero con tal de encontrar a los culpables de la muerte de Bill, estaba dispuesta a colaborar con el mismísimo demonio.

Miró fijamente la pantalla, respiró hondo y, sin tiempo para arrepentirse, entró en la cuenta privada de su marido en el
New York Times
. La contraseña fue aceptada. Aún no habían desactivado la cuenta. Un minuto después aparecía ante sus ojos un índice de artículos escritos por Bill durante el último año. Los ordenó cronológicamente. Después retrocedió varios meses y los hizo correr por la pantalla, examinando los títulos. Era curioso que hubiera tantos que no le sonaban. Lamentó amargamente no haberse implicado más en el trabajo de Bill.

El primer artículo sobre sacrificio de animales se lo habían publicado hacía unos tres meses. Más que nada era una recapitulación sobre el sacrificio de animales en la ciudad, que lejos de ser agua pasada, seguía practicándose (secretamente, eso sí) en Nueva York. Siguió adelante. Había varios artículos más: una entrevista con un tal Alexander Esteban, portavoz de Humans for Other Animáis, un artículo de investigación sobre peleas de gallos en Brooklyn…

Encontró el más reciente, publicado dos semanas antes con el título de «El sacrificio de animales, algo cercano para los habitantes de Manhattan».

Abrió el texto y lo leyó por encima, fijándose especialmente en un párrafo:

Las noticias más recurrentes sobre sacrificio de animales llegan de Inwood, el último barrio de Manhattan hacia el norte. La policía y las asociaciones pro derechos de los animales de los barrios de Indian Road y la calle Doscientos catorce Oeste han recibido varias denuncias de vecinos que aseguran haber oído gritos de sufrimiento de animales. Al parecer, los gritos, que los residentes describen como de cabras, gallinas y ovejas, procedían de una iglesia desconsagrada situada en una misteriosa comunidad de Inwood Hill Park conocida como «la Ville». No hemos logrado hablar con ningún residente de la Ville, ni con el líder de la comunidad, Eugene Bossong

Aquel descubrimiento debía de haberle granjeado el respaldo del periódico para seguir investigando, porque el artículo acababa con una nota en cursiva:

Este artículo pertenece a una serie todavía en redacción sobre sacrificio de animales en Nueva York.

Nora se apoyó en el respaldo. Ahora que lo pensaba, sí que se acordaba de que hacía una semana, aproximadamente, Bill había vuelto a casa por la noche jactándose de una pequeña victoria en su continuo interés por investigar los sacrificios de animales.

O no tan pequeña, a fin de cuentas…

Miró la pantalla, frunciendo el entrecejo. De entonces databan más o menos los primeros paquetes raros en el buzón, y los primeros dibujos estrafalarios en la puerta.

Cerró el índice de artículos y abrió el software de gestión de información de Bill para consultar las notas que siempre tenía preparadas para futuros artículos. Lo que buscaba estaba en las últimas entradas.

Concentrarse en la Ville. Continúa en el siguiente artículo.
¿SON REALMENTE SACRIFICIOS DE ANIMALES?
Se tiene que DEMOSTRAR, no
acusar
. Consultar archivos de la policía.
VERLO personalmente
.

Redactar entrevista a Pizzetti. ¿Se han quejado más vecinos? ¿Programar segunda entrevista con Esteban, el de derechos de los animales? Capítulo local de PETA, etc.

¿
De dónde
sacan los animales?

¿
Qué
historia tiene la Ville? ¿
Quiénes
son? Consultar archivo del
Times
para antecedentes / historia de la Ville.
Un poco de color:
rumores sobre zombis / sectas / etc.

¿Posible título de artículo: «Vilezas de la Ville»? No, qué va, lo vetaría el
Times.

* Primer aniversario — ¡¡¡no olvidarse de reservar en el Café des Artistes + entradas de
El hombre que vino a cenar para el fin de semana!!!

La última entrada era tan inesperada, tan fuera de contexto en relación con las demás, que Nora, tomada por sorpresa, sintió brotar lágrimas ardientes en sus ojos. Cerró inmediatamente el programa y se levantó de la mesa.

Dio una vuelta por la sala de estar y miró su reloj: las cuatro y cuarto. Podía coger el metro en la esquina de la calle Noventa y seis y Central Park West, y estar en Inwood en cuarenta minutos. Abrió otro programa en el ordenador, escribió algo, examinó la pantalla y mandó un documento a la impresora. Después fue al dormitorio con paso decidido y recogió su bolso del suelo. Tras un último vistazo, salió del piso.

Un cuarto de hora antes se sentía sin rumbo, a la deriva. Ahora, de pronto, toda ella era avasalladora determinación.

20

D'
Agosta se había traído una brigada entera (doce hombres de uniforme, armados), el máximo peso que podía llevar el ascensor. Pulsó el botón del piso treinta y siete y se giró a mirar el indicador luminoso encima de la puerta. Se sentía tranquilo, sereno. No, mentira: frío, se sentía frío como el hielo.

En términos generales se consideraba una persona justa; si alguien le trataba con un mínimo respeto, él le correspondía. Cosa distinta era si se portaban como unos desgraciados, caso de Lucas Kline, desgraciado de primerísima clase, de medalla. Pues ahora se iba a enterar de que cabrear a un poli era mala idea.

Se giró hacia sus hombres.

—Acordaos de las instrucciones —dijo—. Lo quiero a fondo. A fondo y sucio. Trabajad de dos en dos, no quiero pegas con la cadena de pruebas. Si os vienen con chorradas, si os encontráis obstruccionismo o lo que sea, no tengáis contemplaciones.

Se propagó un murmullo por el grupo, seguido por el coro de clics de comprobar linternas y meter pilas en destornilladores.

El ascensor se abrió en la enorme recepción de Digital Veracity. Era tarde, las cuatro y media, pero D'Agosta vio que aún quedaba algún cliente sentado en los sofás de cuero, esperando para hablar con alguien.

Mejor.

Salió del ascensor y se plantó en el centro de la recepción, con la brigada desplegada a sus espaldas.

—Soy el teniente D'Agosta, de la policía de Nueva York —dijo con fuerza y claridad—. Traigo una orden de registro. —Lanzó una mirada a los clientes que esperaban—. Les aconsejo que vuelvan en otro momento.

Se levantaron enseguida, pálidos, y recogiendo americanas y maletines se alegraron de llegar cuanto antes a los ascensores. D'Agosta se giró hacia la recepcionista.

—¿Por qué no baja y se toma un café?

En quince segundos ya no quedaba nadie en recepción, excepto el propio D'Agosta y su brigada.

—Esto será el punto de encuentro —dijo—. Dejad aquí las cajas de pruebas, y poned manos a la obra. —Señaló a los sargentos—. Vosotros tres, venid conmigo.

Solo tardaron sesenta segundos en llegar al antedespacho de Kline. D'Agosta miró directamente a la secretaria, que puso cara de susto.

—Hoy ya no se trabaja —le dijo en voz baja, sonriendo—.

¿Qué le parece irse temprano a casa?

Esperó a que se marchase para abrir la puerta del despacho interior. Kline volvía a hablar por teléfono, con los pies sobre el gran escritorio. Al ver a D'Agosta y los policías de uniforme, asintió como si no le sorprendiese.

—Tendré que volver a llamarte —dijo por teléfono. —Coged todos los ordenadores —dijo D'Agosta a los sargentos.

Se giró hacia el desarrollador de software. —Aquí tengo una orden de registro. —Se la puso en las narices y la dejó caer al suelo—. ¡Uy! Bueno, ahí la dejo. Ya se la leerá cuando tenga tiempo.

—Ya me esperaba que volviese, D'Agosta —dijo Kline—. He hablado con mis abogados, y la orden de registro tiene que especificar qué busca.

—No, si ya lo especifica; buscamos pruebas de que el asesinato de Smithback lo planeó, cometió o pagó usted.

—¿Y se puede saber exactamente qué razones tenía para planear, cometer o pagar algo así?

—Por una rabia psicótica contra los periodistas de alto nivel, como el que le despidió de su primer trabajo en un periódico.

Los ojos de Kline se cerraron muy ligeramente.

—La información podría estar escondida en cualquiera de estos despachos —añadió D'Agosta—. Tendremos que registrarlos todos.

—Podría estar en cualquier sitio —contestó Kline—. Podría estar en mi casa.

—Sí, es donde iremos al salir de aquí. —D'Agosta se sentó—. Pero tiene razón, podría estar en cualquier sitio. Por eso tengo que confiscar todos los CD, DVD, discos duros, PDA y cualquier dispositivo que pueda contener información. ¿Tiene BlackBerry?

—Sí.

—Pues ahora es una prueba. Entréguemelo, por favor.

Kline metió la mano en el bolsillo, sacó el aparato y lo dejó en la mesa.

D'Agosta miró a su alrededor. Uno de los sargentos estaba descolgando cuadros de las paredes de cerezo, para examinarlos cuidadosamente por detrás y dejarlos en el suelo. Otro sacaba libros de las estanterías, los cogía por el lomo, los sacudía e iba formando pilas cada vez más altas. El tercero levantaba las alfombras de lujo y las dejaba de cualquier manera en un rincón, después de buscar por debajo. Al verlo, D'Agosta pensó en lo cómodo que era que no hubiese leyes que exigieran limpiar y ordenar tras un registro.

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