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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (21 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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—¡Señoras y señores! —bramó el hombre, aferrado al atril—. Bienvenidos a la ceremonia de entrega de los premios anuales del Club de Prensa Gotham. Me llamo McGeorge Oddon, y este año encabezo el tribunal. Estoy encantado de verles a todos aquí. Hemos preparado una velada espléndida.

Nora se vio venir una presentación interminable, trufada de anécdotas personales y chistes flojos.

—Me encantaría quedarme aquí arriba contando chistes malos y hablándoles de mí —dijo Oddon—, pero esta noche hay que entregar muchos premios, así que ¡vamos al grano! —Se sacó una tarjeta del bolsillo y la leyó deprisa—. El primer galardón es una novedad de este año: el premio Jack Wilson Donohue de periodismo de investigación, patrocinado por el
West Sider.

Para hacer entrega de los cinco mil dólares del premio en nombre del
West Sider,
tenemos con nosotros ni más ni menos que a la gran referencia del periodismo local: ¡Caitlyn Kidd!

Nora vio subir a Caitlyn al escenario, entre aplausos, gritos roncos y algunos silbidos.

Caitlyn estrechó la mano de Oddon y cogió uno de los micros del podio.

—Gracias, McGeorge —dijo. Se la veía ligeramente nerviosa por hablar ante tanta gente, pero lo hacía con fuerza y claridad—. Todo lo que este club tiene de antiguo, lo tiene el
West Sider
de joven —empezó a decir—; demasiado joven, dicen algunos, pero la verdad es que nuestro periódico no podría alegrarse más de participar en esta velada. ¡Con este nuevo galardón pregonamos con dinero, y no solo de boquilla!

Un alud de aplausos.

—Premios a la excelencia periodística hay muchos —siguió diciendo Caitlyn—. La mayoría se centran en la calidad de la palabra impresa. O en su oportunidad. O, si me lo permiten, en su corrección política.

Silbidos, gemidos, abucheos.

—Pero ¿qué tal un premio a las agallas? ¿Al empecinamiento de hacer todo lo que haga falta por pillar una noticia y darla como Dios manda, en el momento mismo? ¡A tener… un buen par de cojones, qué narices!

Esta vez los gritos y los aplausos hicieron temblar la sala.

—Porque si de algo trata el
West Sider,
es de eso. Vale, somos un periódico nuevo, pero eso lo que nos da es más ganas.

Mientras moría la última ovación, se armó otro alboroto en una punta de la sala.

—¡De ahí que sea tan indicado que este nuevo premio lo patrocine el
West Sider
!

Se propagó una extraña conmoción, mezcla de gritos ahogados y gemidos. Nora miró el mar de cabezas, frunciendo el entrecejo. Al fondo, en la entrada, se estaba abriendo un claro entre la gente. Se oían exclamaciones de sorpresa y gritos dispersos de consternación.

¿Qué demonios pasaba?

—Una vez dicho esto, me… —Al darse cuenta, Caitlyn dejó la frase a medias y miró hacia la entrada—. Eh, un momento…

La extraña ola humana creció en intensidad, creando un pasillo en dirección al escenario.

En el centro había algo, una figura de la que parecía apartarse la gente. Chillidos, más gritos incoherentes… Y después lo más raro de todo: un silencio absoluto.

Lo rompió Caitlyn Kidd.

—¿Bill? ¿Smithback?

La figura se acercaba dando tumbos al pie del escenario. Nora no apartaba la vista. De pronto sintió el impacto físico de la incredulidad.

Era Bill. Llevaba una bata suelta de hospital, abierta por la espalda. Tenía la piel de un repulsivo color amarillento, y la cara y las manos cubiertos de sangre reseca. Estaba cambiado, de la más espantosa y horrenda manera; una aparición del más allá, horriblemente parecida a la que había perseguido a Nora por la Ville. Sin embargo, el mechón rebelde que se erguía en la masa de pelo apelmazado, y los brazos y piernas larguiruchos, hacían que fuese inconfundible.

—Dios… —se oyó gemir Nora—. Dios mío…

—¡Smithback! —gritó estridentemente Caitlyn.

Nora no podía moverse. Caitlyn chilló: un grito que cortó el aire de la sala como una navaja.

—¡Eres tú! —exclamó.

La figura estaba subiendo al escenario. Sus movimientos eran lánguidos, erráticos. Iba con las manos colgando. Una de ellas sostenía un pesado cuchillo, cuya hoja quedaba casi oculta por una gran acumulación de sangre coagulada.

Caitlyn retrocedió. Ahora gritaba de puro pánico.

Mientras Nora lo veía todo sin poder moverse, la figura de su marido subió a trompicones por el último escalón y cruzó el escenario desmañadamente.

—¡Bill! —dijo Caitlyn, encogida contra el podio, con una voz que casi ya no se oía en el tumulto—. ¡Espera! ¡No, Dios mío! ¡A mino! ¡NO…!

La mano que asía el cuchillo tembló en el aire, vacilando. Luego cayó, en el pecho de Caitlyn; subió otra vez, bajó, y de repente el brazo lleno de costras que asestaba cuchilladas fue salpicado por un surtidor de sangre. A continuación, la figura dio media vuelta y se escabulló detrás del escenario, mientras Nora sentía doblarse sus rodillas, y cernerse sobre ella un negro abismo que lo borraba todo, inundándola completamente.

33

E
l pasillo olía a gato. D'Agosta lo recorrió hasta encontrar el apartamento 5D. Llamó al timbre, y lo oyó reverberar con fuerza al otro lado. Se oyeron zapatillas arrastrándose.

Después, un ojo oscureció la mirilla.

—¿Quién es? —dijo una voz trémula.

—El teniente Vincent D'Agosta.

Levantó la placa.

—Acérquela más, que no puedo leerla.

La puso frente a la mirilla.

—Póngase donde le vea.

Se centro respecto a ella.

—¿Qué quiere?

—Ya habíamos hablado, señora Pizzetti. Estoy investigando el homicidio de Smithback.

—Yo no tengo nada que ver con asesinatos.

—Ya lo sé, señora Pizzetti, pero quedamos en que me hablaría del señor Smithback, que la entrevistó para el
Times
. ¿Se acuerda?

Una larga espera. Después, el ruido de descorrer uno, dos y tres cerrojos, y el de quitar una cadena y una aldaba. La puerta se entreabrió, retenida por otra cadena.

D Agosta levantó otra vez la placa, mirada y remirada por dos ojos pequeños y redondos.

Tras el ruido de la última cadena, se abrió la puerta, y D'Agosta vio aparecer ante sus ojos a la viejecita que se había imaginado, frágil como una taza de porcelana, ciñéndose el albornoz con una mano cubierta de venas azules, y apretando los labios. Sus ojos, negros y brillantes como los de los ratones, le sometieron a un minucioso escrutinio.

D'Agosta entró rápidamente, para que no le cerrasen la puerta en las narices. Era un piso anticuado, a temperatura ecuatorial, grande y recargado, con sillones de orejas demasiado mullidos y antimacasares de encaje, lámparas con flecos, bibelots y adornos varios. Y gatos, naturalmente.

—¿Puedo?

Señaló un sillón.

—¿Se lo impide alguien?

Eligió el que parecía menos acolchado. Aun así su trasero se hundió alarmantemente, como si fueran arenas movedizas. Inmediatamente se subió un gato a su brazo y empezó a ronronear con fuerza, arqueando la espalda.

—Baja, Scamp, déjale en paz.

La señora Pizzetti tenía mucho acento de Queens.

El gato, por supuesto, no le hizo ningún caso. A D'Agosta no le gustaban los gatos. Lo empujó un poco con el codo, pero el gato no hizo más que ronronear más fuerte, pensando que estaban a punto de acariciarle.

—Señora Pizzetti —dijo D'Agosta, sacando la libreta y haciendo lo posible por soslayar al gato, que le estaba dejando lleno de pelos su nuevo traje Rothman—, tengo entendido que habló con William Smithback el… —Consultó sus notas—. El 3 de octubre.

—No me acuerdo de la fecha. —La anciana sacudió la cabeza—. Cada vez es peor.

—¿Me puede decir de qué hablaron?

—Yo no tengo nada que ver con asesinatos.

—Ya lo sé. Le aseguro que no es sospechosa de nada. Decíamos que la entrevista con el señor Smithback…

—Me trajo un regalito. A ver… —Empezó a buscar por el piso, hasta que su mano temblorosa se posó en un gatito de porcelana. Se lo trajo a D'Agosta y se lo tiró al regazo—. Me trajo esto.

Chino. Los venden en Canal Street.

D'Agosta lo giró en la mano. Era una faceta de Smithback que desconocía: llevarles regalos a las viejecitas, aunque fueran tan secas como Pizzetti. Claro que probablemente fuese para conseguir una entrevista.

—Muy bonito. —Lo dejó en una mesita—. ¿De qué hablaron, señora Pizzetti?

—De aquellas bestias de allá, que matan animales. —Señaló la ventana más próxima—. Los de la Ville.

—Cuénteme qué le dijo al señor Smithback.

—Pues mire: de noche, si el viento llega del río, oyes los gritos. ¡Ruidos horribles de animales al cortarles el cuello! —Levantó la voz. Sus últimas palabras reflejaron cierta fruición—. ¡A ellos sí que deberían cortarles el cuello!

—¿Algo en concreto? ¿Algún incidente en especial?

—Le conté lo de la camioneta.

D'Agosta sintió que se le aceleraba el pulso.

—¿La camioneta?

—Cada jueves, como un reloj. Se va a las cinco y vuelve a las nueve de la noche.

—Hoy es jueves. ¿La ha visto?

—Pues claro, como cada jueves por la tarde.

D'Agosta se levantó para ir a la ventana. Daba al oeste, detrás del edificio. El ya se había paseado por allí, para hacer un reconocimiento rápido de la zona antes de la entrevista. Abajo se veía un camino antiguo (el de la Ville, al parecer), que cruzaba los campos hasta confundirse entre los árboles.

—¿Por esta ventana? —preguntó.

—¿Qué otra ventana hay? Pues claro que por esta ventana.

—¿La camioneta lleva algo escrito?

—Que yo haya visto, no. Es una camioneta blanca.

—¿Modelo? ¿Marca?

—De eso no tengo ni idea. Es blanca y sucia. Vieja. Un trasto.

—¿Al conductor le ha visto alguna vez?

—¿Cómo quiere que vea a alguien dentro desde aquí? Aunque de noche, cuando tengo la ventana abierta, a veces oigo ruidos. Es lo primero que me llama la atención.

—¿Ruidos? ¿De qué tipo?

—Balidos. Quejas.

—¿Ruidos de animales?

—Clarísimamente. De animales.

—¿Puedo?

D'Agosta señaló la ventana.

—¿Dejando entrar el aire frío? Eso es que no ha visto mis facturas de calefacción.

—Solo un momento.

Levantó el panel (que no opuso resistencia) y se asomó sin esperar la respuesta de la señora. Era una tarde de otoño fría y serena. Resultaba creíble que la señora Pizzetti hubiera oído ruidos dentro de la camioneta, siempre que tuvieran cierta intensidad.

—Oiga, si necesita aire fresco, que se lo pague otro.

Cerró la ventana.

—¿Cómo está de oído, señora Pizzetti? ¿Lleva algún audífono?

—¿Y usted, agente? —replicó ella—. Yo de oído estoy perfecta.

—¿Se acuerda de haber contado algo más a Smithback, o de alguna otra cosa sobre la Ville?

Pareció titubear.

—Dice la gente que han visto merodear algo por dentro de la valla.

—¿Algo? ¿Un animal?

Se encogió de hombros.

—Ah, y a veces salen de noche. En la camioneta. Pasan la noche fuera, y vuelven por la mañana.

—¿Muy a menudo?

—Dos o tres veces al año.

—¿Tiene alguna idea de qué hacen?

—¡Y tanto! Buscar gente. Para la secta.

—¿Cómo lo sabe?

—Es lo que se dice por aquí. Los que llevan toda la vida en el barrio.

—¿Concretamente quiénes, señora Pizzetti?

Se encogió de hombros.

—¿Puede darme algún nombre?

—Ni hablar. Yo a mis vecinos no les meto en esto. Me mata rían.

D'Agosta sintió agotarse su paciencia con aquella anciana tan difícil.

—¿Qué más sabe?

—No recuerdo nada más. Menos los gatos. Le gustaban muchísimo los gatos.

—Perdone, pero ¿a quién le gustaban los gatos?

—¿A quién va a ser? Al reportero, Smithback.

Que le gustaban muchísimo los gatos… Smithback era un gran profesional, experto en ganarse la confianza de la gente y sintonizar con ella. D'Agosta se acordaba de que aborrecía los gatos. Miró su reloj, carraspeando.

—¿O sea, que la camioneta volverá dentro de una hora?

—Nunca falla.

Salió del edificio, llenando sus pulmones con el aire nocturno. Calma, árboles… Parecía mentira que aún estuvieran en la isla de Manhattan. Consultó su reloj: las ocho y pico. Había visto un bar por esa calle. Esperaría tomándose un café.

La camioneta fue puntual: una Chevy Express del 97, sin ventanillas en la parte trasera, y las de delante muy tintadas. Tema una escalerilla para subir al techo. Frenó despacio al llegar a Indian Road desde la calle Doscientos catorce Oeste, y al final de la manzana se metió por el camino que llevaba a la Ville. Se paró en la cadena cerrada con candado.

D'Agosta sincronizó sus pasos para cruzar por detrás de la camioneta justo cuando se abriese la puerta del conductor. Salió un hombre, que fue a abrir el candado. D'Agosta no le vio claramente, por la poca luz, pero parecía más alto de lo normal. Llevaba una chaqueta larga, de aspecto casi antiguo, como de película del oeste. D'Agosta se paró a sacar un cigarrillo y encenderlo, sin levantar la cabeza. Después de bajar la cadena, el hombre subió a la camioneta, cruzó la cadena y frenó otra vez.

D'Agosta tiró el cigarrillo y echó a correr, parapetándose en la camioneta. Oyó que el conductor levantaba otra vez la cadena, cerraba el candado y se sentaba al volante. Entonces se agachó para subirse al parachoques de la parte trasera, y cogerse a la escalerilla. Era suelo público, del ayuntamiento. A un agente de las fuerzas del orden nada le impedía entrar, siempre que no accediese sin permiso al interior de ningún edificio privado.

La camioneta iba despacio, conducida con prudencia. Al poco tiempo de dejar atrás las débiles luces de Upper Manhattan, quedaron rodeados por los árboles oscuros y silenciosos de Inwood Hill Park. Aunque las ventanillas estuvieran totalmente cerradas, D'Agosta percibía sin dificultad los sonidos comentados por la señora Pizzetti: un coro de balidos, maullidos, ladridos, cacareos, y lo más aterrador de todo: un relincho asustado que solo podía proceder de un potro recién nacido. Al pensar en el triste zoo que contenía la camioneta, y en la suerte que les estaba claramente reservada a todos los animales, D'Agosta se calentó de indignación.

La camioneta frenó al bajar de una colina. Cuando D'Agosta oyó salir al conductor, aprovechó el momento para saltar al suelo y meterse corriendo en el bosque, entre las hojas oscuras. En cuclillas, dirigió otra vez la vista hacia la camioneta. El conductor estaba abriendo una puerta muy vieja, en una valla de tela metálica. Su cara cruzó muy brevemente la luz de los focos. Era de piel muy blanca, qon una especie de refinamiento casi aristocrático que llamaba mucho la atención.

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