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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (26 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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El acento se parecía al de Pendergast, efectivamente, pero con grandes diferencias: un deje afrancesado, y algo más que D'Agosta no supo identificar.

Miró a Pulchinski.

—¿Y usted quién es?

—Morris Pulchinski, control de animales. —Pulchinski tendió nerviosamente la mano, y la dejó caer al encontrarse con una simple mirada—. Hemos recibido informaciones fiables sobre crueldad con animales, torturas a animales y posible sacrificio de animales en la zona. La orden nos permite hacer un registro del terreno y recoger pruebas.

—No, del terreno no. La orden solo especifica la iglesia. ¿Y los demás?

D'Agosta enseñó la placa.

—Policía de Nueva York, homicidios. ¿Tiene usted alguna identificación?

—Nosotros no llevamos documentos de identidad —dijo el hombre, con una voz como de hielo seco.

—Pues de alguna manera tendrá que identificarse.

—Soy Étienne Bossong.

—Deletréelo.

D'Agosta sacó su cuaderno y pasó unas cuantas páginas.

El hombre lo deletreó de una manera lenta y seca, remarcando cada letra como si hablara con un niño.

D'Agosta lo anotó.

—¿Y cuál es su papel aquí?

—Soy el líder.

—¿De qué?

—De la comunidad.

—¿Y qué es exactamente «la comunidad»?

Se produjo un largo silencio, en que Bossong miró a D'Agosta fijamente.

—¿Policía de Nueva York? ¿Homicidios? ¿Para un tema de control de animales?

—Nos hemos añadido para divertirnos —dijo D'Agosta.

—El resto de las tropas de asalto aún no se ha identificado.

—Detective Pérez, de homicidios —dijo D'Agosta—. Agente especial Pendergast, del FBI. Y el señor Bertin, asesor del FBI.

Fueron enseñando sus placas, excepto Bertin, que se limitó a mirar fijamente a Bossong, reduciendo sus ojos a hendiduras. Bossong dio un respingo, como si le reconociera. Después le miró con la misma intensidad. Era como si pasase algún tipo de corriente entre los dos, algo eléctrico que erizó el vello de la nuca de D'Agosta.

—Abra la puerta —dijo el teniente.

Tras un largo momento de tensión, Bossong apartó la vista de Bertin, sacó la gran llave de hierro de su bolsillo y la encajó en la cerradura. Tras un giro brutal, que hizo sonar el mecanismo, estiró la maltratada puerta.

—No queremos conflictos —dijo.

—Mejor.

Al otro lado había un callejón estrecho que se curvaba a la derecha, entre pequeñas construcciones de madera con los pisos superiores en voladizo. Eran tan viejos que se inclinaban entre sí, y los tejados a dos aguas de los voladizos, muy agudos, casi se tocaban por arriba. Los últimos restos de luz otoñal conseguían filtrarse hasta la calle, pero sin llegar a las puertas vacías, ni a las ventanas de cristal soplado.

Bossong condujo al grupo en silencio por el callejón. Al otro lado de la curva, D'Agosta vio erguirse ante ellos la iglesia propiamente dicha, con un sinfín de dependencias laberínticas pegadas a sus lados como lapas. De los flancos del templo salían vigas de madera enormes y vetustas, apoyadas en otras todavía más macizas, verticales, que se hundían en el suelo como arbotantes primitivos, con una profusión de tallas increíble. Bossong se metió entre dos vigas, abrió una puerta de la pared exterior de la iglesia y entró, diciendo algo en la oscuridad en un idioma que D'Agosta no reconoció.

D'Agosta titubeó en el umbral. El interior estaba completamente a oscuras. Olía a estiércol, madera quemada, cera de vela, incienso, miedo y gente que no se lavaba. Las vigas del techo crujían con un sonido de mal agüero, como si estuviera a punto de venirse todo abajo.

—Encienda la luz —dijo.

—No hay electricidad —contestó Bossong a oscuras, desde dentro—. No permitimos que ningún invento moderno profane el santuario interior.

D'Agosta sacó la linterna, la encendió y la enfocó en la iglesia. Era un espacio enorme.

—Pérez, traiga la lámpara halógena portátil de la furgoneta.

—Sí, teniente.

Se giró hacia el agente de control de animales. —Ya sabe lo que busca, ¿no, Pulchinski? —Si le digo la verdad, teniente… —Limítese a hacer su trabajo, por favor. D'Agosta echó un vistazo por encima del hombro. Pendergast estaba mirando a su alrededor con su propia linterna, junto a Bertin. Pérez regresó con una lámpara halógena, que conectó mediante un cable en espiral a una batería grande que llevaba en una bolsa de lona.

—Ya la llevo yo. —D'Agosta se colgó la batería al hombro—. Entraré yo primero. Los demás que me sigan. Pérez, traiga la caja de pruebas. Están al tanto de las normas, ¿no? Venimos por una cuestión de control de animales. Su voz rezumaba ironía.

Penetró en la oscuridad con la lámpara encendida. Casi se echó hacia atrás. Las paredes estaban totalmente cubiertas de gente vestida de arpillera marrón, que le miraba en silencio. —

¿Qué cono…?

Uno de los hombres se acercó. Era más bajo que Bossong, igual de delgado, pero se diferenciaba de los demás en que su túnica marrón estaba adornada con espirales y complicados arabescos blancos. Tenía una cara muy basta, como cortada a hachazos, y llevaba un pesado báculo.

—Esto es suelo sagrado —dijo, con voz trémula de predicador—. No se tolerarán palabras vulgares. —¿Quién es usted? —preguntó D'Agosta. —Me llamo Charriére. El hombre casi escupió las palabras. —¿Y quién es toda esta gente?

—Esto es un santuario, y esta nuestra grey.

—Su «grey», ¿eh? Recuérdeme que me salte la naranjada después de misa.

Pendergast se acercó a D'Agosta por detrás, con gran sigilo, y murmuró en su oído:

—Vincent, parece ser que el señor Charriére es un sacerdote
hungenikon.
Yo no me enemistaría más de lo necesario con él, ni con los demás.

D'Agosta respiró hondo. Le irritaba recibir consejos de Pendergast, pero reconocía que estaba enfadado, y eso era impropio de un buen policía. ¿Qué le pasaba? Tenía la impresión de estar de mal humor desde el principio de la investigación. Más valía superarlo. Respiró profundamente y asintió con la cabeza. Pendergast se apartó.

Era un espacio tan grande que la lámpara halógena no impidió que D'Agosta se sintiese engullido por la oscuridad, percepción agravada por una especie de miasma que flotaba en el aire. Aquella congregación que le observaba en silencio, muda contra las paredes, le ponía los pelos de punta. Debía de haber unas cien personas, todos adultos y varones: blancos, negros, asiáticos, indios, hispanos… Prácticamente de todo, y todos embobados, con la mirada fija.

Tuvo una punzada de aprensión. Deberían haber traído más refuerzos. Muchos más.

—Bueno, a ver, escúchenme. —Levantó mucho la voz, afectando confianza, para que le oyeran todos—. Traemos una orden judicial de registro del interior de esta iglesia. Según la orden, además de registrar la iglesia podemos cachear a cualquier persona que se encuentre dentro de ella. Tenemos derecho a llevarnos cualquier cosa que estimemos de interés, según estipula la orden. Se les entregará una lista completa, y todo les será devuelto. ¿Me han entendido?

Hizo una, pausa, mientras se apagaban los ecos de su voz. Ni un solo movimiento. A la luz de las linternas, el brillo de los ojos era rojo, como el de los animales de noche.

—Pues eso, que no se mueva ni interfiera nadie, por favor. Sigan las instrucciones de los agentes, ¿de acuerdo? Así acabaremos lo antes posible.

Volvió a mirar a su alrededor. ¿Se habían movido un poco, estrechando el círculo, o eran imaginaciones suyas? Lo segundo, sin duda. No había oído ni visto moverse a nadie. En el silencio se notaba la presencia de las vigas negras del techo, que crujían y cambiaban de encaje, antiguas y amenazadoras.

Los fieles, en cambio, no hacían ruido, en absoluto. De pronto se oyó algo al fondo de la iglesia: un patético balido de cordero.

—Muy bien —dijo D'Agosta—, empezad por el fondo e id hacia la puerta.

Caminaron por el centro de la iglesia. El suelo era de losas grandes y cuadradas, pulidas por muchos pies. No había sillas ni bancos. Las ceremonias y ritos de aquella gente (de los que D'Agosta no se hacía ni la más remota idea) debían de practicarse de pie. O de rodillas.

Observó extraños dibujos en los muros: volutas, ojos, plantas de hoja, con elaboradas series de líneas que lo enlazaban todo. Le recordó el atuendo del sacerdote, pero aún más el dibujo hecho con sangre en la pared del piso de Smithback.

Hizo señas a Pérez.

—Haga una foto de aquel dibujo. —De acuerdo.

El flash sobresaltó a Pulchinski.

Otro balido de cordero. Les observaban cientos de ojos. De vez en cuando, D'Agosta estaba seguro de haber visto un brillo de metal afilado entre los pliegues de las túnicas.

El pequeño grupo acabó llegando al fondo de la construcción. En el lugar habitualmente reservado al coro había un redil con cerca de madera y suelo de paja. En el centro había un poste con una cadena, y en la otra punta de la cadena, un cordero. El suelo estaba cubierto con paja húmeda, salpicada de manchas oscuras. Las paredes presentaban churretes de sangre endurecida y trozos de heces. El poste había tenido tallas, como un tótem, pero estaba tan cubierto de vísceras y estiércol que ya no se reconocían.

Detrás había un altar de ladrillo, con varias jarras de agua, piedras pulidas, fetiches y comida. Más arriba, un pequeño pedestal prestaba apoyo a una serie de utensilios de vagos aires náuticos, que D'Agosta no reconoció: rollos y ganchos de metal clavados en bases de madera, como sacacorchos gigantes. Estaban muy bruñidos, y se exhibían como reliquias sagradas. Junto al altar había un baúl de crin, con un candado.

—Precioso —dijo D'Agosta, iluminándolo todo con su linterna—. Precioso, de verdad.

—Nunca había visto un vudú así —murmuró Bertin—. La verdad es que no lo llamaría vudú.

Están las bases, no se puede negar, pero han tomado una dirección completamente distinta, más peligrosa.

—Esto es horrible —dijo Pulchinski.

Sacó una cámara de vídeo y empezó a filmar.

La visión del aparato hizo que se elevara un susurro colectivo de la masa de gente.

—Esto es un lugar sagrado —dijo la voz del sumo sacerdote, resonando en el espacio cerrado—. Lo están profanando. ¡Profanan nuestra fe!

—Grábelo todo, señor Pulchinski —ordenó D'Agosta.

Con la presteza de un murciélago, y un henchir repentino de su túnica, el sacerdote se abatió sobre la cámara y la arrancó de manos de Pulchinski con un golpe de su báculo, haciéndola caer al suelo. Pulchinski tropezó hacia atrás, gritando de miedo.

En un abrir y cerrar de ojos, D'Agosta tenía su pistola en la mano.

—Señor Charriére, enseñe las manos y gírese. ¡He dicho que se gire!

El sumo sacerdote no cambió de postura. Pese a estar en el punto de mira del arma, ni siquiera se inmutó.

Pendergast (que se había estado paseando, raspando muestras de varios objetos y mobiliario de altar para introducirlos en minúsculas probetas) apareció rápidamente frente a D'Agosta.

—Un momento, teniente —dijo en voz baja. Se giró—. ¿Señor Charriére?

Los ojos del sacerdote se clavaron en él.

—¡Envilecedores! —exclamó.

—Señor Charriére…

Pendergast repitió el nombre con un énfasis muy peculiar. El sacerdote se calló.

—Acaba de agredir a un representante de las fuerzas del orden. —Se volvió hacia el agente de control de animales—. ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, no pasa nada —dijo Pulchinski, haciéndose el valiente.

Prácticamente le crujían las rodillas. D'Agosta miró a su alrededor, inquieto. Esta vez no eran imaginaciones suyas. La multitud se había acercado.

—Ha sido una tontería, señor Charriére —continuó Pendergast, con una voz que, sin ser fuerte, lograba ser penetrante—. Se ha puesto en nuestro poder. —Miró hacia otro sitio—.

¿Verdad, señor Bossong?

Se extendió una sonrisa por las facciones del sacerdote. La mayoría de las caras se ilumina al sonreír, pero la de Charriére se desfiguraba, revelando tejidos cicatrizados que hasta entonces no llamaban la atención.

—¡El único poder procede de los dioses de este lugar, el poder de los
loa
y sus
hungan!

Dio un golpe de báculo en el suelo, como si quisiera remarcar su afirmación. De pronto, en el silencio eléctrico, un sonido respondió bajo sus pies.

—Aaaaauuuu…

D'Agosta dio un respingo al reconocerlo: era lo que había oído la otra noche, entre los arbustos.

—¿Qué narices ha sido eso?

No hubo respuesta. La multitud parecía tensa, electrizada y expectante.

—Quiero registrar el sótano.

Bossong, el líder de la comunidad, dio un paso al frente. Había asistido al enfrentamiento desde un lado, con una mirada inescrutable.

—La orden de registro no llega hasta ahí —dijo.

—Tengo causa probable. Aquí abajo hay un animal, o algo.

Bossong frunció el entrecejo.

—No pasará.

—Y una mierda.

La consigna fue retomada por el sacerdote, Charriére, que se giró y le dijo a la gente:

—¡No pasará!

—¡No pasará! —entonaron todos al unísono.

Después de tanto silencio, el súbito estruendo de sus gritos resultaba casi aterrador.

—Primero acabaremos nuestro trabajo —continuó con calma Pendergast—. Cualquier nueva tentativa de obstaculizarlo no será vista con buenos ojos. La reacción podría incluso ser desagradable.

Charriére, cuya sonrisa se convirtió en una mueca, clavó un dedo en la americana de Pendergast.

—Usted no tiene ningún poder sobre mí.

Pendergast se apartó para no ser tocado.

—¿Seguimos, teniente?

D'Agosta enfundó el arma. Pendergast había conseguido ganar uno o dos minutos.

—Pulchinski, coja el cordero y el poste. Pérez, abra el baúl.

Pérez cortó el candado del baúl de crin y levantó la tapa. D'Agosta iluminó el interior.

Contenía instrumentos envueltos en trozos de cuero. Cogió uno y lo desenrolló: un cuchillo curvo.

—Coja el baúl, con todo su contenido.

—Sí, señor.

La gente murmuraba, acercándose despacio. El rostro del sumo sacerdote, deformado por una mueca les observaba trabajar a la vez que movía los labios, como si pronunciase alguna letanía para sus adentros.

D'Agosta vio a Bertin de reojo. Casi se había olvidado del extraño hombrecillo. Estaba rebuscando en un rincón, una especie de transepto, con decenas de tiras de cuero colgadas del techo, y fetiches atados en las puntas. Después se acercó a una extraña construcción hecha con palos, miles de palos atados en un quincunce tridimensional torcido. Se le veía demudado, inquieto.

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