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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (33 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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La figura bajó de la cama y se levantó, mirándola. Bill… pero que no era Bill; vivo, pero muerto. Dio un paso. Se le abrió la boca. Dentro había gusanos. Levantó una mano como una garra, de uñas largas y agrietadas, a la vez que inclinaba lentamente hacia ella la cabeza… para besarla…

Se incorporó gritando en la cama.

Al principio se quedó muy quieta, temblando de terror, hasta que se dio cuenta con alivio de que en realidad era un sueño; igual que el anterior, pero peor.

Volvió a acostarse, sudada de los pies a la cabeza, mientras se le tranquilizaba el corazón, y sentía remitir la pesadilla como una marea. La botella de suero no se balanceaba. El televisor presentaba un aspecto normal. La habitación estaba oscura, sin luz de luna. La cortina estaba corrida alrededor de la otra cama, pero no se oía ninguna respiración. La cama estaba vacía.

¿O no?

Miró fijamente la cortina. Oscilaba muy ligeramente. Era una cortina opaca, que impedía ver el otro lado.

Hizo un esfuerzo de relajación. Pues claro que no había nadie. Solo era un sueño. Además, D'Agosta le había dicho que siempre tendría la habitación para ella sola. Cerró los ojos, pero no lograba conciliar el sueño. En el fondo tampoco quería conciliarlo. Había sido un sueño tan horrible, que le daba miedo dormirse.

Era una tontería. A pesar de su estancia forzosa en el hospital, se le resistía el sueño, y tenía una necesidad imperiosa de descanso.

Cerró los ojos. Sin embargo, se sentía tan despierta que casi no podía cerrar los párpados.

Paso un minuto. Dos.

Volvió a abrir los ojos, suspirando irritada, y una vez más, contra su voluntad, se le escurrió la mirada hacia la cama adyacente. Volvían a moverse, muy poco, las cortinas.

Suspiró. Su imaginación hiperactiva desbarraba. Lo cual, por otro lado, no era de extrañar, tras una pesadilla así…

Pero ¿se había dormido con la cortina corrida?

No podía estar segura. Cuanto más reflexionaba, sin embargo, más se convencía de que estaba abierta. Claro que entonces estaba aturdida, en plena conmoción. ¿Cómo fiarse de su memoria? Se giró a mirar con tesón la pared del fondo. Luego intentó cerrar los ojos otra vez.

Una vez más, contra su voluntad, dejó arrastrar su vista hacia la cortina cerrada, que seguía oscilando suavemente. Eran simples corrientes, el aire acondicionado; una brisa demasiado leve para que la notara ella, pero no para agitar las cortinas.

¿Por qué estaba cerrada la cortina? ¿La habían cerrado mientras dormía?

Se incorporó de golpe, provocando una punzada de dolor en su cabeza. Era absurdo darle tantas vueltas, cuando una simple acción resolvería el problema de una vez por todas. Bajó los pies al suelo y se levantó, con la precaución de no enroscar el tubo del suero. Dos pasos rápidos y una mano tendida que cogió la cortina… y vaciló. De repente se le aceleraba de miedo el corazón.

—Pero Nora —dijo en voz alta—, no seas tan cobarde.

Dio un estirón a la cortina.

En la cama había un hombre completamente inmóvil. Llevaba un uniforme blanco almidonado de camillero. Tenía los brazos cruzados en el pecho, y un tobillo encima del otro.

Podría haber pasado por una momia egipcia, si no fuese porque tenía los ojos muy abiertos, reflejando la luz. Mirándola a ella de hito en hito. Jugando con ella.

Durante aquel momento de miedo paralizador, la figura saltó como un gato, le puso una mano en la boca, la obligó a tumbarse y la sujetó.

Nora se resistía; daba patadas e intentaba gritar, pero él era muy fuerte, y la tenía prisionera. La obligó a girar la cabeza. Nora vio que tenía en la otra mano una jeringuilla de cristal, con una aguja hipodérmica de acero, larga y de aspecto cruel, y una gota de líquido temblando en la punta. Bastó un raudo movimiento para que sintiese que se le clavaba en lo más profundo del muslo.

Con qué fuerza intentaba resistirse, moverse, gritar… Pero se le ceñía la parálisis como un súcubo, sin que esta vez fuera un sueño, sino algo de una realidad horrible e incuestionable, que la sumergía en un abrazo irresistible; y luego fue como si se cayera, siempre abajo, siempre abajo, por un pozo sin fondo que se estrechaba hasta un punto final… y se apagaba.

49

M
arty Wartek juntó las manos sudorosas en el borde del atril, y miró la multitud congregada frente al edificio Batchelder del Departamento de Vivienda del Ayuntamiento de Nueva York. Era su primera rueda de prensa, una experiencia que, a la vez que intimidarle, debía reconocer que le llenaba de emoción. A su izquierda y su derecha había algunos subordinados (enrolados deprisa y corriendo, por las apariencias), y un par de polis de uniforme. El podio estaba montado sobre los escalones más próximos al suelo, con cables pegados con cinta adhesiva en el borde trasero.

Su mirada se deslizó hacia el pequeño grupo de manifestantes que se agolpaban en un rincón de la plaza, mantenidos a raya por unos cuantos polis. Sus cánticos tenían un aire de inseguridad que le daba esperanzas de que se callasen en cuanto empezara a hablar.

Al carraspear, le tranquilizó oír la amplificación por el sistema de megafonía. Miró a su alrededor, mientras la gente empezaba a callarse.

—Buenas tardes —dijo—. Señoras y señores de la prensa, voy a leer unas declaraciones.

En el momento en que empezó a leer, hasta los manifestantes guardaron silencio. Explicó que ya se había puesto en marcha el procedimiento jurídico. Si estaba justificado tomar medidas contra la Ville, se tomarían. A todo el mundo se le respetarían sus derechos. Todo se ajustaría a derecho. La consigna era paciencia y calma.

Siguió adelante con su letanía, amodorrando a la prensa a golpe de banalidades. Era una declaración breve, de una sola página, escrita en comité y pasada por la criba de media docena de abogados. Tenía la virtud de no decir nada, no transmitir ninguna información y no hacer ninguna promesa, a la vez que daba la impresión de que se tenían en cuenta los intereses de todos. Al menos era lo que se pretendía.

Cuando iba por la mitad de la página, oyó un ruido vulgar, transmitido por megáfono desde el grupo de manifestantes. Siguió adelante, sin vacilar ni levantar la vista. Otro ruido. —¡Qué rollazo!

Habló más alto, para que los gritos no impidiesen oírle. —¿Y los animales? —¿Y el asesinato de Smithback? —¡Que paren a los asesinos!

Perseveró, monocorde pero algo más sonoro, mirando la página e inclinando hacia el podio su cabeza calva. —¡Mucha palabrería! ¡Queremos hechos! Vio con el rabillo del ojo que las jirafas de los micros y las cámaras giraban hacia los manifestantes, alejándose de él. Se oyeron algunos gritos más. Había gente discutiendo. Un poli empujó una pancarta. Nada más.

Se contuvo el alboroto y se intimidó a los manifestantes. No eran suficientes para catalizar disturbios.

Acabó de leer, dobló el papel por la mitad y finalmente levantó la vista.

—Se abre el turno de preguntas.

Volvía a ser el centro de atención de todas las cámaras y micros. Las preguntas se sucedían lentas, desganadas. Se respiraba un ambiente de decepción. Los manifestantes seguían en su rincón, moviendo pancartas y entonando consignas, pero ya no gritaban tanto, y el tráfico de la calle Chambers casi sumergía sus voces.

Las preguntas eran previsibles. No dejó ninguna sin respuesta. Sí, se iban a emprender acciones legales contra la Ville. No, no sería al día siguiente; el calendario lo determinaría el proceso legal. Sí, estaba al corriente de las acusaciones de homicidio contra el grupo; no, no había pruebas; se estaba investigando, y aún no se había acusado a nadie de ningún crimen.

Sí, parecía que la Ville no tenía ninguna escritura válida; de hecho, los letrados del ayuntamiento eran del parecer de que no habían establecido un derecho de prescripción adquisitiva.

Las preguntas empezaban a decaer. Miró su reloj: la una menos cuarto. Tras una señal con la cabeza a sus ayudantes, levantó por última vez hacia la prensa su cabeza con copete.

—Gracias, señoras y señores; damos por terminada esta rueda de prensa.

La reacción fueron algunos abucheos entre los manifestantes: «¡Palabrería, no hechos!

¡Palabrería, no hechos!».

Satisfecho de sí mismo, se guardó el papel en el bolsillo de la americana y subió por la escalera. Se habían cumplido sus expectativas. Ya veía las noticias de la noche: algunos extractos de su discurso, una o dos preguntas respondidas, unos minutos sobre los manifestantes y santas pascuas. Había contentado a todas las bases, les había echado un hueso a todos los grupos de electores, y había enseñado la cara seria y aburrida de la burocracia municipal de Nueva York. En cuanto al grupo de manifestantes, había salido bastante anémico para los criterios neoyorquinos. Obviamente, el grupo principal tenía otros planes.

Wartek había oído hablar de que se estaba fraguando una nueva manifestación contra la Ville, mucho mayor que la primera. Por suerte no le afectaría a él. A decir verdad, no le importaba, siempre que no se manifestasen ahí delante. ¿Que acababan quemando la Ville? Pues ya tendrían cómodamente resuelto el problema.

Llegó al final de la escalera y se acercó a las puertas giratorias de cristal en compañía de dos ayudantes. Era la hora de comer. Del enorme edificio salían hordas de funcionarios del ayuntamiento, que se derramaban escaleras abajo. Era como nadar contracorriente.

Mientras él y sus ayudantes se abrían camino en sentido contrario, notó que alguien, al pasar, le daba un fuerte golpe con un hombro.

—¡Oiga, por favor!

Justo cuando empezaba a girarse, enfadado, tuvo la más sorprendente de las sensaciones en un lado del cuerpo. Se echó hacia atrás, llevándose instintivamente las dos manos a la barriga, y todavía le dejó más atónito sentir —y observar— cómo extraían de su cuerpo un cuchillo muy largo, entre sus manos enlazadas. Tuvo una brusca sensación de calor y frío simultáneos: frío en su interior, en lo más hondo de sus vísceras, y calor saliendo de él y descendiendo. Al mirar hacia arriba, vio fugazmente un rostro hinchado y escabroso; pelo pegajoso y maloliente; labios agrietados, que dejaban a la vista unos dientes podridos. Al momento siguiente, ya no estaba.

Dio un paso vacilante, apretándose el costado con las manos. La gente que se cruzaba con él pareció vacilar y aglomerarse, chocando los unos con los otros. Una mujer gritó en su oído.

Wartek, que se había quedado en blanco y seguía sin entender nada, dio otro paso en precario.

—Ay —dijo en voz baja, a nadie en especial. Otro grito. Luego el aire se llenó de un coro de ruidos, un estruendo como el de las cataratas del Niágara. Se le empezaron a doblar las rodillas. Oía gritos incoherentes. Vio un río de uniformes azules: policías que se abrían paso desesperadamente por la multitud. Hubo otro brusco estallido de caos a su alrededor: gente que iba sin rumbo, de aquí para allá.

Sacando fuerzas de flaqueza, dio otro paso y se dobló; muchas manos atenuaron su caída, depositándole en el suelo. Más gritos confusos, con algunas palabras persistentes destacando entre el barullo: «¡Ambulancia! ¡Médico! ¡Puñalada! ¡Sangre!».

Se echó a dormir, sin saber a qué venía tanto ajetreo. Marty Wartek estaba tan y tan cansado, y Nueva York era una ciudad tan ruidosa…

50

E
ntraba y salía lentamente de sueños oscuros. Dormía, se despertaba a medias y volvía a dormirse. Al final recuperó del todo la conciencia. La oscuridad era absoluta. Olía a moho y piedra húmeda. Se quedó tumbada, en un estado de confusión. Luego se acordó de todo, y gimió de miedo. Sus manos palparon paja húmeda sobre un frío suelo de cemento. Cuando intentó levantarse, su cabeza protestó con fuerza. Se estiró otra vez, víctima de un ataque de náuseas.

Resistió el impulso de gritar, hasta que lo venció. Al cabo de un momento hizo otra tentativa de sentarse, más despacio, y esta vez lo logró. ¡Qué debilidad, por Dios! No había luz, nada, solo oscuridad. Le dolía el brazo donde había tenido la vía para el suero. No le habían vendado la zona del pinchazo.

Al final comprendió que la habían secuestrado en la habitación del hospital. ¿Quién? Al hombre con uniforme de camillero no le conocía. ¿Qué había sido del poli que vigilaba la puerta?

Consiguió levantarse. Tendiendo los brazos, arrastró cautelosamente los pies hasta tocar algo con las manos: una pared húmeda y pegajosa. La palpó. Estaba hecha de piedras bastas y mortero, y tenía una capa de polvo, por eflorescencia. Debía de estar en algún sótano.

Empezó a deslizarse a tientas junto a la pared, sin despegar los pies del suelo, desnudo, sin más obstáculos que los montones de paja. Llegó a un rincón y siguió caminando, a la vez que contaba la distancia en pies. En otros diez llegó a un receso en la pared, que siguió hasta chocar con el bastidor de una puerta, y después con la puerta misma. Madera. La palpó hacia arriba y hacia abajo. Madera con bandas de hierro y remaches.

Había un resquicio, por el que penetraba un residuo de luz. Pegó el ojo, pero el machihembrado frustró sus esfuerzos por ver a través.

Levantó un puño, vaciló, y al final dio un porrazo en la puerta. Luego otro. Se oyeron los ecos de los golpes. Tras un largo silencio, ruido de pasos acercándose. Acercó el oído a la puerta, para escuchar.

De pronto se oyó un ruido sobre su cabeza, como si estuvieran rascando. Justo cuando levantaba la vista, se encendió una luz cegadora. Se tapó los ojos por instinto, y retrocedió.

Después se giró, entornando los ojos casi hasta cerrarlos. Al cabo de un buen rato empezó a acostumbrarse a la luz, y miró otra vez.

—Ayúdeme —logró decir con voz ronca.

No hubo respuesta.

Tragó saliva.

—¿Qué quieren?

Tampoco. Pero sí un ruido: un zumbido profundo y regular. Miró la fuente de luz, y esta vez distinguió una pequeña rendija rectangular en lo alto de la puerta. Era por donde entraba la luz. Y también algo más: el objetivo de una cámara de vídeo, grueso y abultado, que la enfocaba, metido por la rendija.

—¿Quién… es? —preguntó.

Sacaron de golpe el objetivo. Dejó de oírse el zumbido. Y una voz grave, aterciopelada, contestó:

—No vivirás bastante para que tenga alguna importancia mi nombre.

Después se apagó la luz, se cerró con fuerza la rendija, y Nora volvió a quedarse a oscuras.

51

S
entado en las gradas del campo de béisbol, Kenny Roybal, que ya pasaba de ir al instituto, limpió rápidamente la hierba, le pasó los dedos para quitar las semillas y enrolló el resto para hacerse un porro de campeonato, que encendió y aspiró profundamente, previo paso a entregárselo a su amigo Rocky Martinelli.

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