La Danza Del Cementerio (36 page)

Read La Danza Del Cementerio Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

BOOK: La Danza Del Cementerio
3.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

La enfermera llevó al inválido hasta Proctor, que esperaba. Al mismo tiempo salió Pendergast, que se acercó tranquilamente al Rolls con las manos en los bolsillos.

—¿No puedo convencerle de que se quede un poco más,
maitre
? —preguntó.

La persona de la silla de ruedas estornudó explosivamente.

—¡No me quedaría un minuto más ni que me lo pidiera san Cristóbal en persona! —fue su malhumorada contestación.

—Déjeme ayudarle a entrar, señor Bertin —dijo Proctor.

—Un minuto.

De debajo de la manta salió una mano pálida, con un frasco de spray nasal. El dosificador fue aplicado a un palpitante orificio nasal. A continuación fue presionado y guardado de nuevo bajo la manta. También las gafas de sol fueron introducidas en el bolso de mano de la COAC que el hombrecillo parecía llevar eternamente encima.

—Ya puede seguir.
Doucement, pour l'amour du dei. Doucement
A Proctor y la enfermera les costó un poco bajar a Bertin de la silla de ruedas y desrizarle (bajo una ráfaga de imprecaciones) en la parte trasera del vehículo. Pendergast se acercó para asomarse por la ventanilla.

—¿Se encuentra algo mejor?

—No, ni me encontraré mejor hasta que vuelva al sur. ¡Y aún! —Bertin miró a través de su envoltorio, aferrado a su enorme garrote bastón, con los ojos negros brillando como cuentas—.

Y tú deberás tener cuidado, Aloysius. El conjuro de muerte de aquel
hungan
es poderoso; antiguo y poderoso. —Cierto.

—¿Cómo te encuentras? —No demasiado mal.

—¿Lo ves? —declaró Bertin, con algo parecido al triunfo. Reapareció la misma mano, que hurgó en el maltrecho bolso hasta sacar un sobrecito cerrado—. Disuelve esto en ciento setenta gramos de zarzaparrilla y añade un poco de aceite de linaza. Dos veces al día.

Pendergast se guardó el sobre en el bolsillo. —Gracias,
maitre.
Lamento haberle causado tantos problemas. Los ojos negros y brillantes se dulcificaron un momento. —¡Bah! Me he alegrado de verte después de tantos años. Aunque la próxima vez que nos veamos será en Nueva Orleans. ¡No pienso volver nunca más a este lugar de oscuridad! —Se estremeció—. Te deseo toda la suerte del mundo. Este
loa
de la Ville… es realmente malvado. Malvado.

—¿Tiene algo más que decirme antes de irse?

—No. ¡Sí! —El hombrecillo tosió y estornudó otra vez—. Con tantos dolores, casi se me olvida. El ataúd en miniatura que me enseñaste, el de la sala de pruebas, es raro.

—¿El del nicho de Colin Fearing? ¿El que… estropeó usted?

Bertin asintió con la cabeza.

—He tardado un poco en darme cuenta, pero la disposición de las calaveras y los huesos en la tapa… —Sacudió la cabeza—. Es una proporción inhabitual, que entra en conflicto consigo misma. Debería seguir la Justa Proporción: dos por cinco. La diferencia, aunque sutil, existe.

No coincide con el resto. —Agitó los dedos con desdén—. Es tosco, extraño.

—He analizado el polvo grisáceo que contenía, y parece que es simple ceniza de leña.

Otro gesto desdeñoso.

—¿Lo ves? No coincide con el otro obeah de Charriére y la Ville, que son infinitamente peores. El que este objeto no se ajuste a la proporción es un misterio.

—Gracias,
maitre.

Pendergast se irguió, adquiriendo una expresión pensativa.

—No hay de qué; y ahora, mi querido Aloysius,
adieu. Adieu!
Acuérdate de disolverlo en ciento setenta gramos de zarzaparrilla dos veces al día. —Bertin dio unos golpecitos al techo del coche con la punta del bastón—. ¡Ya puede arrancar, buen hombre! ¡Y no escatime en caballos, se lo ruego!

56

A
D'Agosta, la Unidad de Servicios Multimedia del edificio de jefatura le recordaba la sala de controles de un submarino: calurosa, saturada de aparatos electrónicos y con olor a humanidad. Era una habitación de techo bajo, en la que trabajaban como mínimo veinte personas inclinadas sobre sus terminales y teclados. Se percibía un fuerte olor a cuny, de alguien que comía temprano.

Se paró a mirar. El grupo más numeroso se concentraba al fondo, donde tenía su cubículo John Loader, el técnico de mayor graduación. Fue adonde dirigió sus pasos, contrariado al ver que Chislett ya había llegado. El subcomisario se giró, le vio y le dio la espalda.

Loader estaba sentado frente a su terminal: una voluminosa CPU debajo de la mesa, y dos monitores de pantalla plana de treinta pulgadas encima. Pese a las presiones de D'Agosta, el técnico había insistido en que necesitaba como mínimo dos horas para procesar y preparar el vídeo, y de momento solo había dispuesto de una hora y media.

—Póngame al día —dijo D'Agosta al acercarse.

Loader se apartó de la terminal.

—Es un archivo MPEG4 enviado por email al departamento de noticias de la red.

—¿Y el rastro?

Loader sacudió la cabeza.

—El que lo hizo usó un servicio de remailing de Kazajstán.

—Ya. ¿Y el vídeo?

El técnico señaló las dos pantallas.

—Está en el analizador de vídeos.

—¿Eso es todo lo que ha dado de sí una hora y media?

Loader frunció el entrecejo.

—He agregado un código de tiempo, he alineado y homogeneizado todo el clip, he eliminado ruido, he aclarado cada fotograma y he aplicado estabilización de imagen digital.

—¿Se ha acordado de ponerle una guinda encima?

—Mire, teniente, limpiar el archivo, además de suavizar y enfocar la imagen, reduce distracciones, y puede resaltar pruebas que de lo contrario pasarían inadvertidas.

D'Agosta tuvo ganas de recordarle que había una vida humana en juego, y que hasta el último minuto era vital, pero se aguantó.

—Vale, vale. Vamos a verlo.

Loader se acercó el
jog shuttle
(un accesorio negro y redondo, del tamaño de un disco de hockey). El monitor de la izquierda empezó a mostrar el vídeo, con menos grano y menos borroso que en las noticias. Primero se oía un ruido. Luego una lucecita penetraba en la oscuridad, y aparecía Nora mirando a la cámara. Tal como la iluminaba la fuente luminosa, su cara parecía un fantasma blanco flotando en la oscuridad. D'Agosta creyó reconocer a sus espaldas cúmulos de paja sobre un suelo de cemento, y piedras toscas unidas con mortero, que formaban muros.

«Ayúdeme», decía Nora.

La cámara se movía, se desenfocaba y se enfocaba otra vez.

«¿Qué quieren?», preguntaba Nora.

Nada, ni respuesta ni sonido. Luego un ruido en sordina, como de rascar, o rechinar. La luz se alejaba, caía otra vez la oscuridad, y se acababa el clip.

—O sea, que no le puede seguir el rastro —dijo D'Agosta, haciendo un esfuerzo para que no le temblase la voz—. ¿Me puede decir algo más sobre el archivo? ¿Lo que sea? —Que no está multiplexado. —¿Y eso qué quiere decir?

—Que no es de un circuito cerrado de televisión. Lo más seguro es que la fuente sea una videocámara doméstica, probablemente un modelo antiguo, por cómo tiembla la imagen.

—¿Y en el email no ponía nada? ¿No pedían un rescate, ni había ningún mensaje?

Loader sacudió la cabeza.

—Páselo otra vez, por favor.

Durante la reproducción, D'Agosta se fijó en lo poco que se veía de la habitación, buscando algo que le ayudase a identificarla.

—¿Podría hacer un zoom de la pared? —pidió.

Loader retrocedió uno o dos segundos con el
jog shuttle,
seleccionó una parte de la pared, cerca de Nora, y la amplió.

—Demasiado grano —dijo D'Agosta.

—Voy a aplicar la herramienta de máscara de enfoque. En principio se debería ver mejor.

Un par de clics con el ratón hicieron aumentar considerablemente la nitidez del muro: piedras planas, amontonadas y unidas con mortero.

—Un sótano —dijo D'Agosta—. Antiguo.

—La lástima —dijo Chislett, en su primera intervención— es que no hay nada que se pueda identificar.

—¿Y la geología de las piedras?

—Es imposible identificar su composición mineral —dijo Loader—. Podrían ser esquistos, o basalto…

—Páselo otra vez.

Miraron el clip en silencio. D'Agosta sintió que su rabia llenaba toda la sala. Ya no sabía ni por qué se tomaba la molestia de controlarse: habían secuestrado a Nora, los muy hijos de puta.

—¿Y el ruido de fondo? —dijo—. ¿Qué es?

Loader desplazó
el jog shuttle
a un lado.

—Lo hemos analizado. Voy a iniciar el software de mejora de audio.

Se abrió una ventana en la segunda pantalla: larga y estrecha, con una onda de audio, una cinta irregular y temblorosa, que parecía una curva sinusoidal con esteroides.

—¡Un poco de silencio, por favor! —pidió Loader en voz alta.

El ruido disminuyó en toda la sala. Loader clicó el botón de PLAY de la base de la ventana.

La curva empezó a correr por la pantalla como una cinta magnética por una grabadora.

D'Agosta oyó los movimientos en sordina de quien, al parecer, transportaba la cámara en la oscuridad; después, el suave clic de la luz de la cámara al encenderse, y un chirrido, como si la depositase en algún sitio (a menos que fuera el objetivo al ser introducido entre dos barrotes, o por un agujero). Nora habló una vez, y luego otra. Justo después se oía el ruido.

¿Chirrido? ¿Roce? Demasiado débil, y con demasiado siseo de fondo, para identificarlo.

—¿Lo podría resaltar? —preguntó D'Agosta—. ¿Aislarlo?

—Voy a añadir unos parámetros de ecualización a la señal.

Se abrieron más ventanas, con gráficos de aspecto complicado que Loader arrastró a la onda sonora. Después reprodujo otra vez el archivo de audio. Estaba más claro, pero no lo bastante.

—Voy a aplicar un filtro de pared. De paso alto, para eliminar las bajas frecuencias.

Más clics y ajustes con el ratón, hasta que Loader reprodujo una vez más la onda sonora.

—Es un sonido animal —dijo D'Agosta—. Un animal degollado.

—Pues la verdad es que yo no lo oigo —dijo Chislett.

—¿Ah, no? —D'Agosta se giró hacia Loader—. ¿Y usted?

El técnico se rascó la mejilla con cierto nerviosismo.

—No sabría decirlo. —Abrió otra ventana—. Según este analizador de espectro, hay una mezcla de frecuencias muy altas, algunas demasiado para que las perciba el oído humano. Yo diría que es una bisagra vieja chirriando.

—¡Venga ya!

—Con todo respeto… —empezó a decir Loader.

—Con todo respeto, es el grito de un animal. El sótano es viejo y tosco. ¿Saben qué les digo? Que este vídeo viene de la Ville. Tenemos que ir a registrarla. Ahora mismo. —Se giró y miró agresivamente a Chislett—. ¿Verdad, señor?

—Teniente —dijo Chislett, como la viva encarnación de la serenidad y el raciocinio—, confunde usted la situación más que esclarecerla. La cinta no contiene ni una sola indicación sobre su procedencia. El ruido podría ser infinidad de cosas.

«Confundir más que esclarecer. Indicación sobre su procedencia.» Típico del pretencioso de Chislett: convertir una simple reunión en un concurso de vocabulario. D'Agosta intentó no perder los estribos.

—¿Sabe que esta noche hay una manifestación contra la Ville?

—Sí, pero está autorizada. Es totalmente legal. Esta vez mandaremos muchos hombres, y mantendremos el orden.

—¿Ah, sí? Eso nunca se sabe. Como se descontrole la manifestación, podrían asustarse los de la Ville, y matar a Nora. Tenemos que hacer una incursión ahora mismo, antes de la manifestación. Aprovechar el factor sorpresa para entrar rápidamente y llevárnosla.

—¿Me ha escuchado, teniente? ¿Dónde están las pruebas? Ningún juez nos autorizaría a entrar solo por este ruido, aunque realmente fuera un animal. Ya lo sabe. Sobre todo… —

Aspiró por la nariz—. Después de cómo registró la oficina de Kline.

D'Agosta se irguió. Ahora sí que sentía romperse el dique, y derramarse su rabia y frustración. Pero le daba igual.

—Mírales —dijo en voz alta—, aquí con sus aparatitos.

Todos interrumpieron su trabajo para mirarle.

—Mientras ustedes pierden el tiempo con sus juguetitos, han secuestrado a una mujer y han asesinado a dos periodistas y un funcionario de vivienda. Lo que hace falta es entrar con varios grupos de asalto a la vez, a ver si se enteran, los muy desgraciados.

—Teniente —dijo Chislett—, le convendría controlar sus emociones. Todos somos muy conscientes de la situación, y hacemos todo lo posible.

—Ni pienso controlarme, ni ustedes hacen nada.

D'Agosta se giró y salió de la sala, hecho una furia.

57

P
endergast estaba sentado en un sillón de cuero muy mullido del salón de su piso del Dakota, con las piernas cruzadas y la barbilla reposando en las yemas unidas de los dedos. Al otro lado de una alfombra turca estaba Wren, en un sillón idéntico, cuyo cuero granate casi se tragaba su cuerpo de pájaro. Entre los dos había una mesa, con una tetera de té Jin Xuan de ALiShan, una cesta de brioches, un tarro de mantequilla y varios cuencos de mermelada y confitura de grosella espinosa.

—¿A qué debo el placer de esta visita tan inesperada, nada menos que en pleno día? —preguntó Pendergast—. Solo algo de la máxima importancia le sacaría a usted de su guarida a estas horas.

Wren asintió vigorosamente.

—Sí, es verdad que no soy muy aficionado a la luz diurna, pero he descubierto algo que me ha parecido que tenía que saber.

—Afortunadamente, en mi casa casi nunca entra la luz diurna.

Pendergast sirvió dos tazas de té, colocó una de ellas ante su invitado y se llevó la otra a los labios.

Wren la miró sin tocarla.

—Hace tiempo que quería preguntárselo: ¿cómo está la encantadora Constance?

—Me han mantenido informado desde el Tíbet, y todo sigue el calendario, al menos en la medida en que pueden estas cosas seguir el calendario… Espero hacer un viaje en un futuro próximo. —Pendergast bebió otro sorbo—. Dice que ha descubierto algo. Explíquese, se lo ruego.

—Al investigar la historia de la Ville y de sus ocupantes (así como de sus predecesores), he recurrido a muchos documentos de época, como es lógico: artículos de prensa, reportajes, manuscritos, incunables y otros documentos; y cuanto más he procedido de ese modo, más me ha llamado la atención una constante curiosa.

—¿De qué constante se trata? Wren se inclinó.

Other books

Mightier Than the Sword by Jeffrey Archer
HeatintheNight by Margaret L. Carter
The Artist's Paradise by Pamela S Wetterman
Not Ready for Mom Jeans by Maureen Lipinski
The Marine Next Door by Julie Miller
Once a Rebel by Sheri WhiteFeather