La decadencia del ingenio (14 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—¿Cuál es su nombre? —Dijo cuando finalmente apartó la mirada de la partitura.

—¿El mío? Teodoro Gallo. Pero yo no…

—No me suena ¿Es usted músico? ¿Profesor de música?

—No, no, si a mí ni siquiera me gusta la música. La sinfonía es de mi nieto.

Al director le resbalaron las gafas por la nariz. Se las volvió a calar.

—De su nieto —dijo.

—Sí, le ha dado por la música. Es muy listo para su edad.

Aquel comentario de mi abuelo me dolió. Me recordaba que ya tenía tres años y no conservaba la mente elástica y creativa de un recién nacido. Era listo para mi edad. Como si le dijera a una vieja que no se conservaba mal del todo.

—Bueno, ha estado mirando la partitura —dije—. Verá que es una gran obra. Lo mejor que ha sonado aquí, seguro. Con diferencia.

—No, si yo miraba el papel pautado. No sé leer música. Pero el papel es precioso. ¿Dónde lo compra?

—Pues en… No, mire —dije, ya de mal humor—, haga el favor de darle la partitura a quien pueda leerla y verá que merece la pena.

—Sí que merece la pena, sí. Estrenaré su obra.

—Que no es mía, le digo. Es del niño. ¿Y no dice que no sabe leer música?

—Eso es igual. La primera sinfonía de un jubilado totalmente desconocido que asegura que el verdadero autor es su nieto de ¿cuántos años tiene?

—Tres, pero…

—De tres años. Imagine la publicidad. Será estupendo.

Anotó el teléfono de mi abuelo y nos acompañó a la puerta, no sin antes asegurarnos que en unos días nos llamaría.

—Si todo va bien podríamos colar el estreno está misma temporada. Total, sólo hay que buscar dos o tres días libres e invitar a un director de orquesta con algo de renombre. Algún viejo chiflado al borde de la jubilación o de la muerte o de ambas cosas. También la podría dirigir usted mismo… No, no, usted es un novato, viejo, pero novato. Y su nieto es demasiado pequeño. Necesitamos un buen nombre, algún famosete, aunque sea una vieja gloria. Seguro que la obra es una mierda y nadie pedirá que la programemos de nuevo. Pero lo que importa es la publicidad. Saldrá en todos los periódicos: “Viejo chiflado estrena en el auditorio. Viejo moribundo dirige. Se teme por la salud física y mental de ambos”. Ah, incluso podríamos tener una muerte en directo. “Mierda de obra mata director de orquesta”.

—¿Cómo que mierda? –Dije.

—¿Cómo que chiflado? –Dijo mi abuelo—. ¿Y qué insinúa con eso de viejo? Me conservo estupendamente.

—Gracias, gracias, les llamaré en un par de días. Esta semana. Sin falta.

Al final llamó cinco martes después.

Por lo menos llamó. Porque mi abuelo salió de allí empeñado en que aquel tipo se había reído de nosotros. “Llamarme viejo chiflado a mí —decía—, cuando el chiflado es este maldito nieto asesino que tengo. Y menuda trola nos ha soltado para sacarnos del despacho. Hijo de puta, como le pille por la calle… ¡Pero señora, haga el favor de mirar antes de cruzar! ¿Y a mí qué me importa el semáforo? ¿No ve que me lo puedo saltar y atropellarla igualmente?”

Acerca de mis rendiciones

He mencionado los platos grumosos y espesos de mi abuela. Creo que es necesario incidir aún más en esta cuestión, ya que su importancia no es poca.

La alimentación es una de las cosas que nos hace crecer y convertirnos en adultos, es decir, en cáscaras duras, gruesas y rígidas. No sólo la alimentación, claro: también las vacunas, las vitaminas, las medicinas, el ejercicio físico —sobre todo en piscinas de bolas— y colorear patos. Dibujos de patos, quiero decir. Evidentemente.

Siempre me había resistido a ser alimentado, llorando cada vez que una cucharada de papilla de más se acercaba a mi boca y procurando que el contenido de los potitos acabara en el babero y no en el estómago. Había que conservar el equilibrio necesario entre comer lo básico para mantenerse vivo y comer lo suficiente como para crecer demasiado rápido.

Pero con mi abuela, tal cosa resultó imposible. A primera hora de la mañana me plantaba en la mesa un gran vaso de leche caliente y un plato lleno de galletas y magdalenas. A mediodía sacaba una enorme cacerola y me servía cuatro o cinco enormes cucharadas de uno de sus cocidos o arroces. Se trataba siempre de algo pegajoso, más o menos compacto y muy grasiento. Cada vez que tragaba un poco, notaba cómo resbala por mi garganta hasta que con un sonoro plofs lo oía caer en mi estómago. Sí, lo oía. Por las noches le tocaba el turno a lo frito: huevos, carne o pescado rebozado, y patatas, siempre patatas, todo bien frito y goteando aceite.

Con comer una décima parte de lo que me ponía hubiera tenido más que suficiente como para alimentarme sin desfallecer en absoluto, pero con mi abuela no había negociación posible, no había ese mercadeo al que Noelia cedía, esos si te comes esto de aquí, puedes dejar el resto: me tenía sentado hasta que no quedaba nada en el plato, hasta que se había asegurado de que engordaría y me aplatanaría lo suficiente. De hecho, nada más acabar, sentía el peso de lo ingerido en mi barriga, notaba cómo se aplastaba contra las paredes de mi estómago y se arrastraba por los intestinos dejando todo lo malo en mi cuerpo, que no dudaba en acabar expulsando lo único que quizá me podría mantener blandito y calentito.

Incluso mi abuelo se apiadaba de mí en alguna ocasión y soltaba un pero déjalo tranquilo, si le das mucho de comer, que cada día está más gordo no me extraña que llore, pero mi abuela se empeñaba en asegurar que estaba en los huesos yo no sé qué le daba de comer la sudamericana esa si es que le daba algo no me extraña que su padre esté en la cárcel qué poco cuidaba a su hijo claro que acabó matando a alguien no podía ser de otra forma hasta se ha roto la pierna y se nos va a quedar cojo por lo mal que comía.

Parecía como si mi abuela rabiara al verse en el espejo y al compararse conmigo; parecía, en definitiva, como si quisiera acelerar mi envejecimiento y vengarse así en mí de lo que el tiempo había hecho y seguía haciendo con ella.

Lo cierto es que acabé rindiéndome. Del todo. Dejé incluso de protestar. Sí, la primera rendición de mi vida: no pude con mi abuela y su comida.

Aunque no había que olvidar que en mi lucha contra el crecimiento había conseguido algunos éxitos más que notables. Ya no había vuelto a un pediatra, por ejemplo. Tenía que reconocer que en parte había sido porque mi abuela no se fiaba de los médicos —uno de los pocos restos de sensatez que le quedaban de la infancia, quizá el único— y se limitaba a aplicar extraños remedios caseros que al no ser químicos sino más o menos naturales, no tenían apenas eficacia.

Obviamente, el mérito no era sólo de mi abuela. Al fin y al cabo no me encontraría bajo sus cuidados de no ser porque yo mismo había asesinado previamente a un pediatra, además de al marido, la madre y el hermano de otra doctora.

Pero no era sólo eso: tampoco había vuelto a uno de esos Chiquiparks ni a una piscina de pelotas, gracias a mis hábiles, inteligentes y enérgicas protestas. Ni a la guardería, a pesar de que eso tenía el inconveniente de que tampoco había vuelto a ver a la arquitecta.

Pero por otro lado también hacía tiempo que no iba al parque, y eso que no vivíamos muy lejos. Y tampoco había podido hacer nada por evitar el secuestro y quizá la muerte de Lucas, cuya guía y consejo me hubieran seguido siendo más que útiles.

En fin, que la vida seguía su terrible curso y yo sólo contaba con algunos éxitos parciales, un buen puñado de decepciones y de proyectos abortados y, también, una primera rendición, un que sea lo que Dios quiera y a encogerse de hombros tocan ante la opresión adulta.

Al menos tenía mi sinfonía y no tardaría en verla interpretada. Soñaba con que en un futuro no muy lejano la escucharía tocada y escuchada por niños mientras los adultos se quedaban encerrados en asilos convenientemente preparados, una especie de cárceles mixtas en las que podrían disfrutar de esas pérdidas de tiempo que tanto les gustan, como los libros y el sexo.

Curioso lo del sexo. Que de algo tan absurdo pudiera salir algo tan excelso como un bebé. Excelso, pero no perfecto, ya que nace —¡nacemos!— con fecha de caducidad. Igual todo por culpa de la técnica sexual defectuosa de los adultos, un tema que igual habría que revisar, por supuesto con las debidas precauciones.

De cómo conocí al director de orquesta y la mala impresión que me produjo

El director del auditorio nos presentó al director de orquesta en su despacho. Lozano, pero sólo de apellido. Un tipo lamentable. Un anciano con el cerebro ya esponjiforme.

—Es curioso —dijo, después de casi diez minutos de discurso casi coherente aunque no muy acertado acerca de la sinfonía y de las ideas que tenía acerca de cómo debía interpretarse—, pero no conocía esta pieza de Stravinsky. La sinfonía ¿cómo ha dicho? ¿Circular?

—Es que no es de Stravinsky —le corrigió el director del auditorio—. Es de este señor que está sentado a su derecha, maestro.

Lo de maestro me pareció una burla innecesaria.

—No, no, de mi nieto.

—Eso —le contestó el director del auditorio, sonriendo con media boca—, de su nieto.

—¿De su nieto? –Preguntó Lozano, mirándome.

—Sí, la sinfonía es obra mía.

—Este niño habla.

—Claro, ¿no ve que es ya mayorcito, maestro?

Su comentario, el del —ehem— maestro, me pareció inteligente. Este niño habla. Pero no lo decía como mi abuela cuando creía que mi primera palabra había sido auditorio. El tipo me escuchaba. Aunque no parecía acabar de comprender nada.

Además la sinfonía le parecía buena.

—Sí, sí, muy buena… El scherzo tiene muchas posibilidades…

—No hay ningún scherzo.

—¿No? —Hundió la nariz en la partitura— ¿Qué es esto? —Dijo, esgrimiéndola como si la acabara de recoger del suelo.

—La Sinfonía Esférica.

—¡Absurdo! ¡Poulenc no compuso ninguna sinfonía esférica! ¡Y desde luego en esta partitura no hay ningún scherzo! ¡Lo hubiera visto!

—No, es la Sinfonía Esférica de este señor… Bueno, de acuerdo, de su nieto.

Y entonces Lozano se me quedó mirando, inclinándose hacia adelante.

—Sí —dijo, volviendo a apoyar la espalda en el respaldo de la silla, después de unos diez segundos durante los que no apartó su mirada de mí—, la Sinfonía Esférica, claro. ¿Empezamos con los ensayos la semana que viene?

—No, el 28.

—El 28… ¿Eso cuándo es?

—Dentro de diez días.

—¿Y eso cuántas semanas son? ¿Tres?

—No se preocupe, ya le llamaré, maestro.

—¿Y usted era?

—Roca, el director del…

—Ah, sí, claro. Bueno, señor Mota, señor mayor al que no conozco de nada, niño raro… Me despido de ustedes. Tengo que ir al auditorio, a conocer al autor de una sinfonía de Mahler. Cosa absurda, ya que Mahler está muerto y fue el autor de sus propias sinfonías. Por eso se llaman las sinfonías de Mahler. Supongo que se trata de una broma. Seguramente. No puede ser que Brahms esté vivo y Mahler no. Bueno, me iré entonces a casa, no es que no me gusten las bromas, me encantan, invítenme a una y allí me tienen, el primero en la iglesia, dispuesto a tirar el arroz y a cortarle la corbata al novio y todas esas cosas, pero es que no tengo tiempo: debo estudiar una partitura. ¿Dónde la he puesto? Creía que la llevaba conmigo.

—La tiene en la mano… No, en la izquierda… La izquierda es la otra, la del reloj.

—Ah, sí… No, espere, eso no es una partitura, son mis gafas.

—Usted no lleva gafas. Nunca las ha llevado.

—No, es verdad, las perdí en el 79.

—¿En el año 79?

—No, en el autobús 79. No sea ridículo. En el año 79 perdí el paraguas. Desde entonces siempre estoy resfriado.

Cuando se hubo marchado, después de haber intentado convencer al director del auditorio de que por algún error se habían intercambiado los relojes, Roca intentó calmarnos.

—No se preocupen. Sé que la primera impresión no es muy buena, pero este tipo es un genio. Acaba de llegar de una gira por Sudamérica, donde ha dirigido a la ya desaparecida Orquesta Nacional de Moldavia. Durante la gira tocaron piezas de Webern, Berg y Schönberg. Es un especialista en música contemporánea. Deberían escuchar sus grabaciones de los cuartetos de cuerda de Shostakovich. Son insuperables. Aunque ya no se pueden encontrar en ninguna tienda de discos.

Pero yo ya estaba llorando. ¿Cómo iba ese hombre a dirigir mi sinfonía? Seguramente ni siquiera sería capaz de llegar a la sala de ensayos. Y cuando llegara traería bajo el brazo la Biblia o un lector de deuvedés en vez de mi partitura. Su currículum podía ser impresionante, pero su cerebro era como un merengue. Cosa que tampoco dejaba de ser impresionante, claro, pero no del modo adecuado.

Cuando comenzaron los ensayos, mis temores se fueron confirmando. El primer día yo quise estar presente, aunque nadie me había invitado, y llegué media hora antes. El director del auditorio llegó poco después y nos saludó a mi abuelo y a mí, con cara de sorpresa.

—Perdonen que no les haya llamado, pero es que normalmente nuestros autores llevan unos cuantos siglos muertos y les resulta complicado llegar hasta aquí. La verdad es que no les esperaba, de hecho, no sé si al maestro le gustará que ustedes estén presentes. No le gustan las interferencias de los compositores. Le asustan. Por lo que ya les he comentado. No se hace a la idea de que estén vivos, se piensa que son zombies y a veces recurre a la escopeta.

Luego fueron llegando los músicos, sin frac, cosa que me pareció una falta de respeto, y charlando entre ellos. Intenté escucharles e incluso oí alguna frase, pero sólo me quedó claro que no estaban hablando de mi sinfonía, sino de cosas como el fútbol, la esposa de alguien, o un vestido nuevo que se habían comprado. Empezaba a temer que Alberto hubiera tenido razón y resultara un error dejar mi obra en manos de adultos. También me pregunté si a la arquitecta le pasaría lo mismo con sus edificios o si por el contrario había aprendido a defenderse de aquellos ineptos.

El director del auditorio nos presentó al concertino, un joven rubio que le aseguró a mi abuelo que le había encantado su obra y que le extrañaba que fuera realmente su primer trabajo.

—En realidad —dije—es
mi
primer trabajo.

Así resultaba imposible agradecer un elogio. No entendía cómo le atribuían el mérito a mi abuelo, con lo viejo que era. Claro que tampoco era la primera vez que veía cómo los adultos arrinconaban a los niños para defender su territorio o cómo eran simplemente incapaces de reconocer su propia incapacidad.

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