La decadencia del ingenio (16 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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Para él los aplausos y pataletas eran una buena señal. Olvidando, por supuesto, el silencio, que hubiera sido una muestra real de respeto, admiración y degustación de la pieza.

Sí que es cierto que las críticas del día siguiente fueron positivas. Pero lo fueron por motivos equivocados. Se hablaba del mérito de la obra de un primerizo de casi setenta años —otra vez— y se comentaba la originalidad y novedad de la sinfonía.

Es decir, como no habían entendido el contenido de esta originalidad se limitaban a constatarla.

A Roca le encantó. Siguió hablando de la buena publicidad e incluso se comprometió a poner la obra en escena una semana más, aparte de la ya firmada por contrato.

La noticia le gustó a mi abuelo, ya que era él y no yo quien cobraba los cuatro duros que Roca se dignaba a pagarnos.

Por supuesto, los periódicos también recogían las que llamaban “las ya famosas excentricidades de Lozano”. Y es que el muy imbécil salió a escena sin zapatos. Y se había afeitado la cabeza. Ya era calvo y el estropicio no había sido exagerado. Incluso en un primer momento me gustó, ya que eso acercaba su cara de viejo a la de un niño. Me gustó, sí, pero sólo hasta que el cretino explicó que había sido un accidente.

—Esta mañana —dijo—me estaba afeitando como cada día, escuchando la radio y, no sé cómo, me despisté y cuando me quise dar cuenta me había afeitado toda la cabeza y media ceja izquierda. Ya puestos, acabé el trabajo.

Al oírle explicar aquello, me dio tanta rabia que me saltaron las lágrimas. Pero no quería que aquel hombre con unas natillas en lugar de cerebro notara que su grave deficiencia mental me exasperaba, así que me puse las gafas de sol, a pesar de que estábamos en un relativamente oscuro pasillo del auditorio.

Lo que no podía era disimular el temblor de labios.

Arg.

Estúpido.

Y ese viejo chocho dirigía mi obra.

Era horrible lo que le estaba haciendo.

Tenía ganas de matarle.

Pero no serviría de mucho: seguro que Roca contrataría a otro inepto, en lugar de dejar que yo me hiciera cargo de todo.

Noté un sabor metálico y amargo en la boca.

Ah, sí, el sabor de la impotencia.

Acerca de cómo pensaba quedarme cojo para siempre

La segunda semana de funciones recibí dos buenas noticias. La primera me la dio el traumatólogo:

—No está soldando bien —dijo—, habrá que hacer recuperación, porque si no, podría quedarse cojo.

Mi abuela soltó un ay larguísimo, consciente de que esa cojera podría significar que me quedaría cerca de la niñez y que podría al menos recordarla, del mismo modo que Alberto había recordado gracias a su ceguera.

Se suponía que tendría que llevar a cabo ejercicios cuatro mañanas a la semana. Y los primeros días fui sin rechistar. Porque ya me habían dado la otra buena noticia.

—Pues sí, Teodoro –le comentó Roca a mi abuelo en su despacho (a mí ya ni me miraba, quiero pensar que por respeto)—, después del éxito de la Sinfonía Infantil y sobre todo tras su aparición en varios periódicos y en un par de emisoras de radio, he contratado una gira mundial para este mismo verano. Irá la orquesta, dirigida por Lozano, por supuesto, y acompañada del autor, perdón, de los autores. Bueno, es una minigira, eso sí: París, Milán, Berlín, Viena, Londres, Nueva York, Toronto. Yo también iré, así me pago unas vacaciones a costa del estado y a ver si follo un poco, que hace tiempo que no mojo… Iríamos también a Buenos Aires, pero el año pasado me atracaron y no pienso volver.

Una gira mundial. El mundo entero conocería mi primera obra. El público de todo el orbe me aclamaría. Los niños conocerían mi nombre y me tomarían como ejemplo: asesina y compón, asesina y escribe, asesina y esculpe, asesina y pinta. Lucha en todos los frentes, a pesar de las derrotas y las deserciones, por un futuro en el que los adultos ocupen el lugar que les corresponde: el asilo.

Esto también significaba que no podría seguir con los ejercicios, ya que estaría más de tres meses fuera del país. Para cuando regresara, ya tendría cuatro años y una cojera persistente.

Por supuesto, mi abuela se quejó de lo mal que le iba a ir todo aquel trajín a mi pierna, e incluso había sugerido que fuera mi abuelo solo, pero se echó atrás al ver que yo lloré hasta casi deshidratarme y sobre todo que a mi abuelo le encantaba la idea de perdernos de vista a mi abuela y a mí.

Eso sí, el médico le dio nombres y direcciones de hospitales y especialistas donde yo podría seguir mi tratamiento mientras estaba fuera, además de una tabla de suaves ejercicios por si no podía acudir a uno de estos centros. Pero, claro, en el extranjero y con todo el jaleo de los viajes y los conciertos, no me resultaría complicado evadir mis obligaciones traumatológicas.

A mi padre, con quien hablaba periódicamente por teléfono, le emocionó la noticia. La de la gira; la de la cojera le preocupó.

—Ay, que se me va con los abuelitos de viaje. Me pongo tierno y todo. Es que aquí en la cárcel estoy descubriendo mi lado femenino… ¡No, no es lo que piensas! Bueno, sí, lo reconozco, es lo que piensas… Aunque en realidad no creo que pienses nada, si tienes tres años, qué vas a pensar… Además, no tenía otro remedio, no pude escoger, simplemente me agarraron entre cuatro y…

No pude seguir escuchando. Me quedé dormido al teléfono. Me resultaba imposible soportar la cháchara sin sentido de aquel pobre adulto cuya cara casi ni recordaba y cuyo destino apenas me importaba, excepto para recordar que aquel era más o menos el destino que quería para todos los adultos: bien encerrados, donde no pudieran hacer daño a nadie.

Sobre el viaje en avión y la visita a París

Yo pensé que el viaje en avión sería menos adulto. Al fin y al cabo se trataba de volar, cosa para la que uno creía necesaria cierta ligereza, incluso cierta pequeñez. Pero me encontré con una inconsistencia, la más ridícula de las incoherencias, una absurda falta de lógica, aunque esa ilógica era lógica en los mayores.

Pretendían que yo —¡yo!, como si no supiera a lo que me exponía, como si no viera claro lo que ellos apenas intuían entre sombras— volara dentro de un bicho metálico que debía de pesar miles de kilos. Era absurdo, ridículo. ¿Por qué no lo habían hecho de papel? Sería lógico: volaría. Ligero. Y rápido. Aquello era peligroso. Nos jugábamos la vida en ese vuelo, si es que llegábamos a levantar un palmo del suelo.

Por supuesto, me puse a llorar. Sobre todo durante el despegue, ya que parecía que aquel trasto no acababa de subir y los motores hacían tanto ruido que creía que iban a explotar. De hecho, unos cálculos mentales rápidos me dejaron claro que era imposible que aquello despegara
a no ser
que los motores explotasen. Y en tal caso el vuelo sería muy breve.

Pero por algún motivo que aún se me escapa, el aparato renqueó hasta alcanzar una altura exagerada, como si no bastara con sobrevolar los edificios.

No por eso me calmé. Al contrario, cada vez que el avión daba un tumbo o giraba un poco, yo ya me veía en el suelo y el corazón me daba un vuelco y gemía y lloraba y sudaba, cómo sudaba.

Al final incluso vomité.

Pero eso fue por culpa del olor de la comida.

En el aeropuerto de París hubo problemas. Al recoger los instrumentos, los violoncelistas se encontraron con que las fundas habían desaparecido. Sólo estaban los instrumentos. Con el arco pegado con celo en el caso de las cuerdas, eso sí.

Los músicos protestaron en el aeropuerto por lo que ellos consideraban como mínimo una negligencia e interpusieron las debidas quejas oficiales. Estaban todos seguros de que habían tratado sus instrumentos del mismo y violento modo en que se suele tratar las maletas.

Yo intenté explicar en vano lo evidente: que la culpa no era de los empleados de aeropuertos y aerolíneas, sino de Lozano. Al fin y al cabo, él había sido quien se había encargado de facturar los instrumentos como equipaje especial. Sí, de acuerdo, había salido airoso del procedimiento en nuestro aeropuerto de origen, asistido obviamente por Roca. No se había dejado ningún papel, ni le habían puesto pega alguna, y las reservas habían sido las correctas. Pero aquello había sido culpa suya. Seguro.

Y ya entonces temí que la cosa iría a peor y así lo expuse en el aeropuerto. Teníamos que deshacernos de aquel inútil o acabaríamos perdidos o ahogados o estrellados. Obviamente, nadie me hizo caso, a pesar de que acostumbro a tener razón.

—Je —dijo el concertino, que se había empeñado en hacerle la pelota a mi abuelo y que ni siquiera me miraba—, si estuviéramos en una orquesta decente, los violoncelos, timbales y contrabajos viajarían en cabina. Pero, claro, como es más caro… En fin, aún gracias que no vamos en autocar.

—Lástima que no se hayan caído todos los instrumentos durante el vuelo. Y algunos de los músicos —fue la única respuesta de Teodoro, que lo único que quería era llegar al hotel y cambiarse aquellos pantalones manchados de vómito.

El concertino pilló la indirecta y se largó a hablar con una trompetista.

La mañana siguiente estuve dando un paseo por París con mis abuelos. Aprovechamos para subir a la torre Eiffel, junto a un montón de turistas. Imaginé que aprovechaban que alguien se había dejado aquel montón de hierros tirado por ahí para trepar por ellos y obtener así unas buenas vistas de la ciudad. Había gente, mucha gente. Pero era comprensible. Había que aprovechar antes de que se lo llevaran todo. En cualquier momento podía llegar el camión de la basura y llevarse aquel armatoste gracias al que se podrían fabricar, no sé, cientos de miles de correctores dentales o cualquier otra cosa útil.

También paseamos por la orilla de un río infecto al que ni los suicidas querrían arrojarse. Al fin y al cabo, los suicidas justamente quieren evitar el sufrimiento, aunque se trate del
último
sufrimiento.

Por la tarde y después de comer carne cruda —algo bueno tenían que tener los franceses y por suerte no entendieron a mi abuela cuando por algún extraño motivo insistió en que a mí la carne me gustaba tostadita— dimos una vuelta por el Louvre, una colección de cuadritos y esculturas agradables, muy de sala de estar, pero poco más. Uno que no era malo del todo: la famosa Gioconda, que parecía seguirle a uno con la mirada. Pintada por un niño, como dijo Alberto. Así, no era de extrañar tanta sutileza, aquel enigma y ese sentimiento de desplazamiento, de inseguridad, de consuelo incómodo que desprendía. No era la única obra que parecía haber salido de manos infantiles. También estaban los cuadros de Picasso y Juan Gris, quizá demasiado repetitivos.

En definitiva, un día agradable que aproveché para conocer un poco aquella ciudad cursi, grande y tontaina, además de para aprender la nasal langue française, clairement meillorable.

Puis, nous avons tous diné à l’hôtel, Lozano, Roca et l’orquetre inclus, pour celébrer notre première parisinne. Lozano et quelqun de l’orquetre –je crois que la percusioniste, le pianiste et le trompetiste— nous avaient raconté quelques anecdotes qu’ils avaient vécu sûr les scenarios de la ville française.

Acerca de la puerta tapiada

Pero, claro, no todo podía ir tan bien durante tanto tiempo. Con Lozano cerca, quiero decir, porque si me hubieran dejado a mí dirigir aquella orquesta de patanes, otro gallo cantaría y especialmente otro gallo tocaría el primer violín, porque ya me estaba cansando de aquel concertino pelota y medio imbécil o, mejor, imbécil del todo, que no dejaba de decirle a mi abuelo lo mucho que le gustaba su obra y lo bien que le quedaban aquellas camisas, claro, como había sido camisero, sabía escoger, tenía buen ojo, son esas cosas que se le van quedando a uno, quiera o no.

El caso es que la mañana siguiente cogimos el autocar alquilado y nos plantamos frente a la sala de conciertos en la que habíamos acordado tocar. El célebre Odéon des Artistes. Y nos encontramos con una enorme puerta tapiada, una marquesina medio derruida y un cartel que anunciaba una reapertura tras la remodelación. Aunque en realidad la fecha de dicha reapertura era dos años, tres meses y diecisiete días
anterior
a nuestra visita.

—No lo comprendo —decía Roca—pero si yo mismo hablé con esta gente antes de ayer.

—Yo tampoco lo comprendo —dijo Lozano, creo que avergonzado por mi mirada—. Yo estuve tocando aquí hace un par de semanas.

—Pues sería en la puerta —añadió mi abuelo— y pasando la gorra, porque si no…

Roca lo solucionó con un par de llamadas: en unos días podríamos tocar en el Palace K, curiosamente gestionado por la misma compañía.

Como aquella tarde no tenía nada que hacer, bajé a recepción aprovechando que mi abuelo miraba la tele y mi abuela se estaba dando su ducha decenal. Ya en recepción, pedí un teléfono y llamé a la compañía Délimusique, al parecer, famosa en el mundo entero.

—Sí, mire, le llamo de un periódico español…

—Pues habla usted muy bien el francés.

El elogio me desconcertó. Hablar es fácil. Sólo hace falta abrir la boca y dejar salir aire, haciéndolo vibrar con ayuda de las cuerdas vocales y modulando esta vibración con lengua, labios y dientes. Todo el mundo sabe hablar desde bien niño. Es una cuestión genética. ¿Acaso mi interlocutor me había reconocido como bebé y pretendía por tanto desconcertarme para defenderse de mi cerebro y de mi astucia?

Decidí hacer caso omiso del comentario y proseguir con mi investigación.

—El caso es que estoy acompañando a la Orquesta Suplente del Auditorio de…

—Ah, claro, ya me imagino por qué llama. Por lo del Odéon, ¿no?

—Sí, sí —me sorprendió su sagacidad. Aquel tipo hablaba como si no tuviera más de once o doce años.

—Verá, le seré sincero si me promete que nada de esto saldrá de aquí.

No me costó prometérselo, sobre todo teniendo en cuenta que no era periodista y a pesar de que si aquel tipo se lo decía a quien creía que era un periodista, era con la única intención de propagarlo. En caso contrario, ¿para qué explicar nada?

—Mire, hace un par de años Lozano dirigió aquí en el Palace a la ya desaparecida Orquesta Regular de Birmingham. Y lo que fue propiamente la música no estaba mal del todo, pero Lozano no resultó una buena inversión.

—Explíquese.

—Explícome: resulta que justo el día del estreno, perdimos el telón. Algo incomprensible, hasta que se nos acercó Lozano con una cuerda, musitando que estaba probándolo y de repente… En fin, reconozco que esto es muy raro, pero…

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