La decadencia del ingenio (22 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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En lo alto de aquel edificio me di cuenta de que los adultos intentaban compensar su pequeñez tanto física como mental alzando aquellos enormes falos de hormigón. Obviamente eso pasaba en todo el mundo, pero lo de Nueva York era exagerado. Digno de cientos de chistes. La ciudad de los falos. Llena de adultos. Sin apenas niños. Adultos que vivían dentro de pollas enormes, como diciendo os vamos a dar por culo a todos.

Al salir y siendo como soy un connaiseur por lo que respecta al arte, aproveché para darme una vuelta por el Moma. Desgraciadamente era viernes por la tarde, día de entrada gratuita y, por tanto, de hacer colas junto a turistas. No podía soportar tanta cola y tanto falo. Los adultos neoyorquinos eran demasiado adultos, incapaces de mostrarse más que como ancianos anquilosados que caminaban como palos a toda prisa buscando el falo que más les gustara para meterse en él, si era necesario haciendo colas y si podían a codazos, apártate, soy de Manhattan y no es verdad que me esté muriendo desde que cumplí los trece, esa polla es mía, yo trabajo y vivo allí dentro, mi polla es más grande que la tuya.

Total, que me dirigí directamente a la puerta y pasé adentro con toda la calma del mundo.

—Eh, niño —dijo el guardia de seguridad—, que hay una cola.

—Ya, pero yo no la hago.

El tipo abrió la boca y frunció el ceño. Iba a decir algo, pero se arrepintió. Aproveché su desconcierto para seguir mi camino.

El arte moderno siempre me había parecido interesante. Era como una especie de homenaje de lo adulto a lo infantil. Claro que después de mi experiencia en el mundo de la música y tras mi visita al Louvre, no podía menos que preguntarme cuántos de aquellos cuadros habían sido en realidad pintados por niños, cuyos padres o abuelos se habían apropiado de su obra. Eso me pareció especialmente cierto en el caso de Cézanne, cuya biografía era sospechosa. ¿Qué clase de persona viviendo en un poblacho solitario marca y anticipa de una forma tan clara los movimientos pictóricos contemporáneos? Pues un niño, claro. Cézanne no parecía más que otro Teodoro.

Quizá a alguien le pudiera parecer curioso que la ciudad más adulta contara con uno de los museos más importantes de arte infantil. Pero no era nada extraño. Los adultos habían encerrado toda aquella libertad, toda aquella flexibilidad, toda aquella ausencia de normas que no fueran las que uno mismo se da, en un enorme y duro y cuadrado edificio en el centro de una enorme y dura y cuadrada ciudad. Aquello no era un museo, aquello era una cárcel.

Otra cárcel.

Acerca del recital de lieds en Toronto y el accidentado regreso a casa

Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Toronto y mientras recogíamos las maletas, Roca se puso a llorar.

Sólo quedábamos Lozano, mis abuelos, el concertino, la soprano húngara y yo.

Aunque hay que decir dos cosas en descargo de Lozano. Primero: no los había perdido a todos. Sólo a dos violinistas y a una clarinetista. Los demás se habían quedado en Nueva York después de aceptar una más que suculenta oferta para seguir en el mundo del musical. Uno de ellos sería el Rey León, nada menos. Los extraviados durante el viaje habían rechazado esta oferta por, cito textualmente, “el amor hacia la música clásica y la seguridad que proporciona formar parte de una orquesta de renombre”. Y segundo: en los lavabos nos encontramos al pianista, perdido hace meses. Al preguntarle cómo había llegado a la capital de Ontario, el pobre hombre fue incapaz de hilvanar un discurso coherente. Parecía que Lozano hablara por su boca:

—No sé… Yo subí al avión y luego… No me encontraba bien… Al final no me encontré nada, o sea que me perdí. Me busqué mejor, pero nada, no conseguía encontrarme. Regiré los bolsillos, remiré en la chaqueta, rebusqué en las maletas, revacié los cajones, pero no estaba por ninguna parte. Ya creía que me había tirado a la papelera del hotel por accidente, cuando decidí entrar a echar una meadilla y al salir os vi a todos aquí, y a Roca llorando, es la primera vez que le veo llorar… Qué asco, espero que no se repita.

Llegamos al hotel algo desanimados. Mi abuelo insistía en que no se iba a presentar ante la prensa como el autor de aquella mamarrachada que ni siquiera contaba con una orquesta decentilla para que la interpretase.

—Es un insulto a mi carrera artística. O Roca contrata a unos músicos o le prohibiré que se interprete mi… cómo era… mi sinfonía, eso, sinfonía.

—Di que sí, Teodoro —remachó mi abuela—, un músico de tu nivel no está para rebajarse a según qué cosas. Que tú eres un nuevo Beethoven, que lo dicen los periódicos.

A mí, en cambio, lo de ver llorar a un adulto me había llegado al alma. Y más en el caso de Roca, tan adulto como el que más, desde luego, pero con ese cuerpo fofo y rechoncho que por lo general resultaba grotesco, pero que al estar bañado en lágrimas recordaba remota y ligeramente el de un bebé. Decidí por tanto decirle que no se preocupara, que ya estaba trabajando en la partitura para convertir la
Sinfonía Esférica
also known as
Sinfonía Infantil
en un Recital de Lieds para Piano, Violín y Soprano Húngara.

Estuve a punto de mandarlo todo a la mierda cuando el muy imbécil le dio las gracias a mi abuelo por el esfuerzo, pero como de nuevo reconocí en él un quiebre de la voz provocado por un sollozo, me ablandé.

Si es que soy un sentimental.

Además, aquella noche y para celebrar que habría recitales, Lozano, Roca y yo nos fuimos a tomar unos vinitos niagarenses por Toronto.

Toronto era como Nueva York sólo que con más chinos. Me pareció casi tan adulta como la ciudad estadounidense. Aunque con un horario más vienés. A las seis estaba todo tan cerrado como en Austria y el alcohol era aún más caro, así que a las siete menos cuarto estábamos de vuelta en el hotel. Por desgracia Lozano y Roca seguían sobrios, por lo que tuve que soportar su conversación. Aunque lo cierto fue que no se trataba de una conversación al uso. Roca hacía sus comentarios: “Aquí en Canadá no saben comer; no se come en ningún sitio como en España”; “se está alargando la gira, ¿eh?”; “a mí el que realmente me gusta es John Cage, cuatro minutos de silencio o quince de ruidos y el tío forrado, ése sí que sabía y no el abuelo de este niño, que presentó una partitura de verdad, no un cedé ni una memoria flash para pecé, no, una puta partitura en papel pautado”; “vaya mierda de horarios, a las seis todo cerrado; como en España no se vive en ningún sitio”; “ah, los putos socialistas, vaya ladrones, lo único que hicieron bien fue colocarme en el auditorio; bueno, en realidad todos los políticos son iguales: unos mangantes y unos hijos de puta, no nos dejan nada que robar a los demás, los muy egoístas, jo-jo-jo, como en España no se roba en ningún sitio”. Y Lozano iba respondiendo a todo con “sí”, “eh”, “ah” y otras vocales y monosílabos, intentando que pareciera que se implicaba en la conversación, que era un tipo tan normal como cualquier otro, e incapaz de decirle a aquel enano la verdad sobre los políticos: que eran personas sensibles que admiraban a los niños y los besaban con reverencia y afecto.

Los recitales recibieron una acogida más bien discreta. Claro, se esperaba una sinfonía. La prensa eludió el tema, debido a la dificultad de explicar por qué una señora gorda, un pianista y un violinista eran los únicos intérpretes de una sinfonía que resultó ser un recital de lieds. Y eso por no hablar de ese señor con aspecto descuidado y vestido con chándal, que se ponía a agitar los brazos enfrente de todos ellos como si, bueno, como si dirigiera una orquesta que nadie más veía.

Mi abuelo se tomó el desconcierto de los críticos como un insulto.

—Malditos canadienses —decía—, leñadores sin estudios, no hay más que verlos, son todos unos cazaosos bebedores de cerveza sin una mínima educación, un mínimo oído, una mínima sensibilidad. Nadie me quiere entrevistar en esta mierda de país, NADIE. Allá se les independice Québec y el resto del país se convierta en colonia de Estados Unidos, excepto el norte, que no es más que un sitio donde hace frío, hay esquimales y que no quiere nadie, por eso se lo quedaron los canadienses. Bueno, todo menos Alaska, que allí hay oro y petróleo, y por eso nunca fue de Canadá. Estúpidos ignorantes.

Tras un par de semanas, ya nos pusimos a hacer las maletas para volver a Barcelona.

Me resultaba extraña la idea de regresar a casa, después de haber pasado más de dos años dando tumbos de hotel en hotel. Y es que ni siquiera tenía idea de cuál iba a ser mi hogar.

Dada la actitud de mis abuelos, cabía suponer que seguiría viviendo con ellos. Pero tampoco tenía por qué mostrarme tan pesimista. Durante la última conversación que había tenido con mi padre, éste me dijo que según su abogado, había motivos para pensar en una reducción de condena. Incluso había especulado con que todo volvería a ser como antes: mi padre, Noelia y yo.

Cosa que tampoco me hacía saltar de alegría, pero bueno, lo que fuera antes que otro potaje de mi abuela.

De todas formas, sólo eran fantasías quizás demasiado optimistas por parte de mi padre, que estaba obsesionado con salir de la cárcel, como demostraba el hecho de que incluso había intentado fugarse. Primero, excavando un túnel. No tardó en romper la cucharilla con la que estaba cavando y para cuando se hizo con otra se le habían pasado las ganas y prefería intentar lo de juntar sábanas para hacer una cuerda. Pero siempre fue muy malo con los nudos. De hecho, Noelia nos ataba los zapatos a los dos. Tras un par de caídas desistió.

El caso es que, cuando subí al avión, no pude dejar de sentir cierto vértigo ante las incertidumbres que tenía ante mí. Y no sólo por el asunto de dónde iba a instalarme, sino también por el problema de a qué iba a dedicarme.

Obviamente mis abuelos insistían en que ya tenía edad para ir al colegio e incluso usaban el adjetivo “obligatorio” para referirse a la deseducación escolar. Yo me negaba a someterme a tal tortura, por supuesto, pero por otro lado tampoco estaba seguro de si quería continuar con la música o dedicarme por entero a los asesinatos, siguiendo finalmente el consejo de Alberto, cuya muerte era la única de la que a veces me arrepentía.

Es decir, la música me seguía apasionando e incluso tenía varias ideas en mente, pero no le encontraba sentido a llevarlas a la práctica para que luego mi abuelo se quedara con el dinero y la fama, y que un pobre inválido digno sólo de mi compasión como era Lucas/Lozano las destrozara, dejándolas en manos de unos adultos que ni siquiera se habían dado cuenta de que no afinaban de forma correcta los violines o de que la suya no era la manera más adecuada de colocar los labios en un corno inglés, a pesar o quizás por culpa de los siglos que llevaban trajinando y desperdiciando tales instrumentos. Quizás tendría que buscar a la arquitecta, para ver si ella había podido trampear a los adultos, aplicar sus ideas tal y como las había concebido y recibir así los elogios que justamente merecía.

Absorto como estaba en mis dudas y más o menos acostumbrado a la idea de volar encerrado en un mastodonte metálico alimentado con explosivo para desplazarme por el aire, no me di cuenta de que algo raro pasaba hasta que noté cómo el avión caía. Sólo fueron un par de segundos, pero realmente caíamos en el vacío. El aparato consiguió después mantener la altura, pero todo temblaba.

La gente movía la cabeza muy rápido a un lado y a otro, gritaba y se asomaba a las ventanitas, buscando alguna señal que le aclarara si todo iba bien o no.

Se encendieron las luces que indicaban que teníamos que abrocharnos aquellos ridículos cinturones que no sujetaban nada, y el comandante nos aseguró por megafonía que se trataba simplemente de turbulencias.

Obviamente aquello era mentira e íbamos a morir. Demasiado peso, quizás, o puede que el motor hubiera reventado, cosa nada extraña, teniendo en cuenta las altas temperaturas que alcanzaban aquellos cacharros diseñados por inconscientes, fabricados por psicópatas y pilotados por borrachos.

En fin, como es habitual en estos casos, hice un rápido balance de mi vida. Un puñado de adultos asesinados, una sinfonía, un musical, un recital de lieds, una derrota contra mi abuela en el asunto de las comidas, una victoria en el de la cojera, algunos desengaños, tiempo perdido leyendo libros, tiempo ganado, disfrutado y aprovechado gracias a la tele. En fin, un seis y medio. Lástima no haber podido disfrutar de toda la infancia. Me quedaba no poco por demostrar. Pero bueno, no regrets.

Sí, sí regrets, pero en aquellos momentos era ridículo lamentar nada. Apenas me quedarían unos minutos.

Porque de hecho y mientras la gente gritaba e intentaba llamar por móvil a, no sé, imagino que a Información o algo, por si les podían aclarar si había vida después de la muerte, el avión comenzó a descender. Muy rápido. Hacia el océano. Mi abuela gritaba que no se quería morir, que aún era joven. Pobre, la velocidad le había secado (aún más) el cerebro. Mi abuelo sólo decía me cagüen la puta muy rápido y muchas veces. El concertino corrió a gritos a encerrarse en el lavabo. Roca se agarró a las tetas de la soprano. Y Lucas, demostrando por una vez que era Lucas y no Lozano, dormía. Aunque quizá por eso caíamos.

Como yo no tenía sueño y a pesar de no estar dotado para los sentimientos religiosos, hice algo parecido a rezar, aprovechando las reflexiones de carácter religioso que había hecho durante el viaje de ida a Nueva York.

Di las gracias por aquellos cinco años y pocos meses que había vivido y sobre todo porque al menos no sufriría la degeneración que le lleva a uno a convertirse en adulto. También di las gracias porque al estar realmente en plena posesión de mis no escasas facultades mentales, podría saborear la experiencia de la muerte y apreciarla como es debido, al contrario de todos aquellos viejos, que morirían casi sin saber ni su nombre y que, por tanto, no sabrían cómo comportarse ante esa incógnita tan sobrecogedora que era dejar de vivir. Pedí que, en caso de reencarnarme, mis padres no me sedaran, o no me sedaran como es debido, o que mi fortaleza batiera toda sedación, como quizá había ocurrido en mi caso. Y puestos a pedir, recé por un mañana mejor en el que los niños recuperaran el control y recordaran mis modestos méritos, que no eran tan modestos si uno tenía en cuenta la mala época que me había tocado vivir, prácticamente luchando solo contra todo y contra todos, a veces incluso contra otros niños o contra gente como Alberto.

El rugido del motor era cada vez más intenso y el azul del mar cada vez estaba más cerca. El piloto había conseguido que no cayéramos en picado y, ayudado por los motores o por lo que quedaba de ellos, estaba haciendo algo parecido a un aterrizaje de emergencia.

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