La decadencia del ingenio (21 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—Al hotel, dice el tío gracioso. Ahora hay que coger otro avión.

—¿Otro? ¿Nos hemos vuelto a equivocar?

—No, no. Es que había que hacer escala. El vuelo no es directo.

—Cielos —y nunca mejor dicho—. ¿Y cuándo llegaremos a Nueva York?

—Pues subiremos al avión en una horita o así y luego súmale ocho.

Ocho horas metido en una de esas bombas de relojería. Dos ya era peligroso. Pero es que ocho era muchísimo peor: cuatro veces más tiempo desafiando la gravedad; cuatro veces más cantidad de combustible inflamable y explosivo; cuatro veces más posibilidades de que el aire nos tumbara, de que cayera uno de aquellos motores cogidos con cuatro tornillos, de que reventaran las ventanas, de que el aparato no aguantara el peso de la gente y las maletas, de que… Qué se yo, me pasaron tantas cosas por la cabeza.

Nada más subir al avión intenté ponerme a dormir, claro, ayudado por mi petaquita de blanco austriaco. Y lo conseguí. Desperté creyendo que habrían pasado lo menos cinco o seis horas. Pero miré mi reloj de los pitufos y comprobé que apenas había dormido unos cuarenta minutos. Lloré un rato y, una vez me recuperé, intenté ver la película, pero me aburría. Y me moví. Y me giré. E intenté apoyar la cabeza en algún sitio, para seguir durmiendo, pero todo estaba muy duro o me obligaba a torcer el cuello en ángulos nada agradables. Cuando sirvieron la comida incluso la intenté comer, por entretenerme un rato. Y mi abuela me preguntó en un tono poco amable si me iba a estar quieto ya, joder con el niño. Y mi abuelo añadió que no, si desde que mató a nuestra hija, el niño este no hace una a derechas, ni nacer, supo. Y yo ni les contesté porque me sentía demasiado encerrado y tenía demasiado miedo a morir como para como para como para como para.

Es curioso, pero hasta entonces no había surgido en mí ningún sentimiento religioso. Como es natural, comprendía que el ser humano, especialmente el niño, tiene un cerebro inclinado a apreciar los pensamientos y sentires religiosos, pero lo cierto es que yo no me encontraba especialmente dotado para tal cosa. Pero en fin, cada cuañ tiene sus capacidades y sus carencias. Por ejemplo, tampoco fui jamás un gran pintor. Sí que hice algún que otro boceto interesante, además de colorear patos, pero lo mío era pura técnica y nada más. Apenas si había mejorado algunos conceptos relativos a la perspectiva que los adultos no habían acabado de resolver correctamente, pero claro, eso no tenía ningún mérito.

Pues lo mismo con la religión.

Supongo que necesitaba un reactivo que me hiciera susceptible a la trascendencia del ser humano, al estar menos dotado que otros niños para reflexionar sobre estos temas. Y sin duda la proximidad de la muerte era un buen reactivo. Pasé un buen rato pensando en Dios y en qué me ocurriría cuando llegara a la edad adulta, es decir, cuando muriera. El vacío, la nada, el olvido, me daban vértigo, me aterrorizaban. Sólo la cojera me servía de consuelo, de esperanza.

Por supuesto, no llegué a ninguna conclusión interesante al respecto: apenas se trataba de la primera toma de contacto con el tema por parte de alguien mediocre en ese terreno.

De todas formas, no morí.

Aterrizamos más o menos como siempre.

Sólo que aún era de día.

Mi abuelo me explicó lo del cambio horario. Resulta que los adultos creen que como la Tierra es redonda y los rayos del sol inciden en distintos momentos sobre distintas zonas del planeta dependiendo de la rotación, en cada lugar han adaptado el horario a las horas de luz.

O algo por el estilo.

Pero eso era absurdo. Husos horarios. Con hache. Era una explicación ridícula. Estaba claro que habíamos viajado en el tiempo. Cuando se viaja en sentido contrario a la rotación y más rápido que dicha rotación, se viaja atrás en el tiempo. Y al revés: cuando se viaja en el mismo sentido que el giro del planeta, uno viaja hacia el futuro, al sacarle ventaja a la Tierra y llegar a los sitios antes que ella. Intenté explicarle esto a mi abuelo, pero se limitó a un “no me marees, niño, que estoy hecho polvo”.

Era comprensible que los adultos no se hubieran dado cuenta de este trajín temporal. Al fin y al cabo, tienen un cerebro de piedra pómez. Hubo un tiempo en el que creían que la Tierra era plana. Y además los viajes suelen ser de ida y vuelta, con lo que lo ganado yendo hacia Nueva York o perdido volando hacia la China se recupera al volver a Europa. A un cerebro poco ágil le resulta más sencillo pensar en la tontería esa de los husos horarios y limitarse resignadamente a cambiar de sitio las agujas del reloj.

Una pena, porque lo de viajar en el tiempo tenía sus posibilidades. Decidí pensar en ello cuando acabara la gira y regresara a Barcelona. Igual gracias a uno de esos viajes podría ser testigo de mi decadencia y prepararme para al menos combatir con algo de entereza los embistes de la vejez.

Al salir del avión, Roca hizo el ya acostumbrado recuento de pérdidas. Fue espantoso. Un absoluto desastre. Lozano incluso se disculpaba. Un viaje tan largo, decía, demasiado largo, me quedé dormido y luego ya no, luego ya no, pues ya no, pero bueno, yo no sé nada, ¿eh?, yo no sé nada.

Habíamos perdido más de quince músicos. Pianista incluido. Y, más tarde, al llegar al hotel, sabríamos que también nos habíamos quedado sin fracs. Total, que aparte de Roca, mis abuelos, la soprano, Lozano y el irreductible pesado del concertino, quedaban cuatro violinistas, un trompetista, una clarinetista, dos cornos ingleses, un fagot, tres violoncelistas y un señor al que no conocíamos de nada, pero que aseguraba tocar el contrabajo. No era verdad. Pero para sorpresa de todos, él incluido, era un flautista aceptable.

Aquella noche me iba a tocar prácticamente rehacer la sinfonía.

Lo que no sabía era qué hacer sin pianista. Sin él, el solo de piano resultaría algo soso. Y Roca ya bramaba avisando de que no pensaba contratar a nadie más ni pagar los sueldos de los desaparecidos en aquella gira que debería haber durado tres meses y mira tú qué desastre, ya llevamos más de dos años.

Encima no nos dejaban salir del aeropuerto. Por nuestra propia seguridad, decían.

Nos entrevistaron, nos tomaron una foto y las huellas digitales, nos hicieron quitarnos los zapatos. A mí, como era pequeño, me pasaron enterito por el escáner. Y también tuvimos que bailar la polca con una agente del FBI, nos tomamos unas cervezas, simulamos estar muertos, cantamos el himno americano, interpretamos una escena de una película de los hermanos Marx y después esperamos apenas cuatro o cinco horas a que los eficientes empleados del aeropuerto de La Guardia pusieran nuestras maletas en la cinta transportadora.

La mía llegó abierta. Me habían robado un cochecito —¡el rojo!— y un libro de física cuántica de Niels Bohr con el que me estaba echando unas risas. Qué gran humorista, aquel tipo.

Acerca de cómo le hice ganar dinero a Roca y sobre la visita a Nueva York, traumatólogo incluido

A pesar del déficit de instrumentistas y de la carencia de fracs, Roca se negó a gastarse un duro más en la gira. Así, la prensa habló del “carácter pretendidamente rompedor de una obra cuyos intérpretes incluso salen al escenario en tejanos, rompiendo con la tradición. Al final todo queda en eso: tejanos. De todas formas, hay momentos inspirados que hacen soñar con lo que podría haber sido esta obra en manos de un músico que no fuera primerizo y dominara la difícil técnica de la orquestación, atreviéndose por tanto con una orquesta completa y no con su versión reducida y cobarde. En definitiva, su versión amateur”. Mi abuelo ya incluso dudaba al presentarse como el grandísimo autor, aunque aún no se atrevía a calificarse como debía: de grandísimo cabronazo.

Nueva York no me gustó nada.

Tan grande, tan ruidosa, tan dura. Tan adulta, en definitiva.

En cambio, Roca disfrutaba como un enano. Como el enano que era. Gastando el dinero ahorrado en habitaciones de hotel y en la ropa que debería haber comprado a los músicos. Se compró varios trajes, camisas, un portátil, una cámara digital, una pda, dos reproductores de emepetrés, tres anillos –por si follo, dijo, para quedar bien con las churris—, un par de maletas para llevarlo todo, un televisor de plasma. Y así hasta que un día me lo encontré en el bar del hotel, con cara de preocupación.

—¿Qué ocurre, Roca?

—Me he gastado demasiado dinero. Siempre que vengo a esta ciudad me pasa lo mismo. Claro, tanto escaparate y con el dólar tan barato. He comprado hasta dos bidones de gasolina. No sé si los podré sacar del país, pero es que cuesta la mitad que en España, es una ganga, aquí sí que saben vender. Comer es carísimo, pero ah, amigo, la ropa de marca está tirada, la regalan. Bueno, no la regalan, que su buen dinero cuesta, qué más quisiera yo, que la regalaran. Si la regalaran no me encontraría en esta situación tan difícil. ¿Pero qué coño hago explicándole mi vida a un niño?

—¿Tan mal de dinero vas?

—Fatal. Incluso he llamado a los de la sala de conciertos, a ver si nos dejaban actuar un par de semanas más, y así aumento mis ingresos. Pero no. Dicen que no quieren volver a ver a Lozano por ahí. Dicen que es gafe. Se ve que se han inundado las oficinas o no sé qué historias. Qué tendrá que ver el pobre Lozano con eso. En fin, tendré que tirar de la tarjeta de crédito. Y mi ex mujer se quedará sin la paga de este mes. Será que los niños pasan hambre, joder con la tía guarra, a ver si se busca otro trabajo para los fines de semana y deja de incordiar, si yo ni siquiera quería tener hijos.

Y entonces se me ocurrió una idea.

—Si consigo que la orquesta gane el dinero que te hace falta, ¿me dejarías a mí dirigir y prohibirías a mi abuelo presentarse ante la prensa como el autor de la obra?

—Tú dame un sobre con dinero y yo te nombro director adjunto del auditorio, si es necesario.

—Vale, me parece bien, de acuerdo. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

—¿Director adjunto?

—Director adjunto.

Y estrechamos nuestras manos.

Como buen adulto que era, Roca no se había dado cuenta, pero la respuesta a todas sus preocupaciones estaba a un par de manzanas de aquel bar. Times Square y Broadway, con sus carteles de diez metros de alto y sus luces y sus colas llenas de turistas.

La Sinfonía Infantil: el Musical
se estrenó apenas un mes antes de Navidad. No diré que fuera el éxito de la temporada, pero lo cierto es que nos llevamos un par de Tonys. Uno para la soprano húngara como mejor actriz y otro para mi abuelo por la mejor canción (
Daddy’s in jail, granpa).
Sí, se lo llevó mi abuelo porque Roca no cumplió su palabra. Volvió con la tontería esa de cómo va un niño a dirigir una orquesta y un niño no puede haber compuesto una sinfonía y un niño no puede dirigir el auditorio, anda, niño, deja de joder, que tenemos que ensayar este musical de tu abuelo.

La obra aprovechaba, claro, parte de la música de la sinfonía para explicar la historia de un joven (el concertino) enamorado de una cupletista (la soprano húngara). La pareja quería tener cientos de niños para asesinar a los adultos y que su primogénito dominara el mundo, iniciando una nueva era. Pero el malvado Salvador (el trompetista) justo a sus secuaces Papá, el Abuelo y la Abuelita (otro violinista, el flautista y una de las cornos ingleses) les capturaban y les torturaban hasta la muerte durante hora y media.

Mi primera idea era que les torturaran y mataran de verdad, sustituyéndoles paulatinamente por el resto de integrantes de la orquesta en estricto orden alfabético, pero, claro, necesitábamos a gente que interpretara a los personajes de sus pesadillas y delirios fruto del dolor. No podíamos ir matando músicos así como así, sobre todo cuando no nos los íbamos a comer, como en Milán.

A mi abuela la obra le pareció muy bonita. Se empeñó en decir que aquello era la ópera que había escrito finalmente mi abuelo para su amiga húngara. En cambio, mi abuelo no consiguió verla entera sin dormirse o largarse al bar a beber. Roca estaba contentísimo contando billetes y llamando a Toronto para posponer nuestro concierto allí. “Sí, lo siento, pero tenemos que prorrogar otra vez, esto está siendo un exitazo increíble, sí, la idea fue mía, costó convencer a Don Teodoro, ya sabes cómo son los artistas, pero al final entró en razón, ja ja, menos mal”.

Durante aquellas semanas mi abuela aprovechó para llevarme al traumatólogo. El tipo tenía el consultorio en un edificio en cuyo entresuelo había un local en el que se preparaban bagels calientes, razón por la que llegamos media hora tarde. Los bagels: otro invento de los niños, como queda claramente demostrado al constatar que los adultos desconocen el por qué del agujero.

De nuevo me acompañaron mi abuela y la soprano, que para mi desgracia también sabía inglés y aunque seguía sin entender a mi abuela, ya se había enterado de que íbamos al médico para tratar mi cojera.

El médico sonrió cuando le explicaron lo de la bota.

—Ah, estos métodos de la vieja Europa, cuánta ingenuidad.

El tipo me invitó a pasar a una sala y a tumbarme en una camilla. Se puso unas gafas protectoras y agarró una especie de cañón.

—Cuatro disparos con este láser cada dos semanas y en unos meses esa molesta cojera será cosa del pasado.

En cuanto vi que el cañón se calentaba y apuntaba a mi pierna, le di una patada y, en fin, digamos simplemente que las gafas no le protegieron mucho, al pobre medicastro.

Mi abuela, la soprano y yo salimos corriendo de allí. A ellas les sabía mal lo de dejar a un tipo ciego y largarse corriendo, pero habían visto tantas películas americanas en las que gente inocente acababa en la silla eléctrica esperando el indulto del gobernador, que decidieron no arriesgarse. ¿Y si el gobernador se dormía viendo la tele y se olvidaba de llamar?

—¡Mira, niño, ya me tienes harta! –Gritó la madre de mi madre ya en el hotel—. ¡Si te quieres quedar cojo, con tu pan te lo comas! ¡Yo no me hago responsable!

—Bien dicho —añadió la húngara en húngaro, dejando claro que no había entendido ni jota, pero que estaba de acuerdo con la reacción airada de mi abuela.

Es decir, por una vez, era ella la que se rendía, a pesar de su rigidez. Ella desertaba. Yo había ganado. Conservaría mi cojera. Y, quizá, mi memoria o puede que incluso algo de mi talento.

Aquella misma tarde y para celebrar que le había dado su merecido a otro verdugo de la infancia, subí al Empire State. Solo, burlando una vez más la vigilancia de mi abuela. Por las escaleras. Disfrutando de mi cojera y saltándome la cola para subir al ascensor. También la de pagar, claro, yo no tengo dinero, era —y soy, aún lo soy— un niño. Si no me dejaban dirigir una orquesta de patanes dirigida por un tipo cuyo otrora grandioso cerebro agonizaba, tampoco era justo que tuviera que pagar una entrada, diablos, tenía cinco años, que buscaran a mis padres, eso, búsquenlos, búsquenlos.

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