La decadencia del ingenio (29 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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La dejé con la palabra en la boca y me fui escaleras mecánicas abajo. Montserrat tenía algo de razón. Pero me daba rabia que sus palabras, las de ella, me habían impedido disfrutar de la sensación de haberme librado de un adulto. Y hacía tiempo que no me lanzaba a esas labores de limpieza.

Además, aquella había sido especial. Había más rabia y también miedo. Miedo a que me pillaran, a que me vieran. Era menos consciente de lo que hacía, al haber sido más un impulso que el fruto de un plan meticulosamente preparado, pero al mismo tiempo lo había sentido más intensamente. Quizás en eso consistía hacerse viejo: menos razón y más sentimientos. No sabía —no sé— si compensa. Claro que igual no se trata de compensaciones.

Una (quizá la misma) mala racha

Rehuí a los Alcázar. Dejé que pasaran los meses más vacíos de mi vida. Volví a suspender y mi padre me volvió a castigar. En el parque, creí ver a Lucas, otra vez oliendo a rancio y gritando inconveniencias, pero resultó ser un viejo alcohólico. Por algún motivo, Noelia me preguntó si quería visitar a Bienvenido. Le dije que no.

Noelia se aburría mucho. Yo volvía cada día agotado del colegio, mientras que mi padre regresaba siempre enfadado de la camisería. Nadie quería jugar con ella, casarse con ella o simplemente dirigirle la palabra.

—Búscate un trabajo y déjame en paz –le decía mi padre—. Así ayudarás con los gastos.

—Pero cómo me voy a buscar un trabajo, si no tengo permiso de residencia… Casémonos… Si yo quiero trabajar… Pero no puedo…

Ya no le gritaba, como mucho se ponía a llorar. No dejaba de resultar una pequeña mejora: sus sollozos no eran tan molestos como los aullidos.

Me sentía tan deprimido que incluso estuve a punto de jugar a fútbol. Marcos y yo estábamos sentados en el patio cuando la pelota llegó rodando hasta nosotros. Me levanté y se la pasé a los compañeros de clase, que insistieron en que jugáramos.

—Va —dijo uno de ellos, con la más irritada de las impaciencias—, venid, que así somos seis contra seis. El cojo puede jugar de portero.

Le dijimos que no, aunque me agradó el elogio y me volví a sentar. Pero la verdad es que hubiera querido decirle que sí y lanzarme a darle patadas a una bola de goma y empujar a alguien y marcar un gol y que un montón de deficientes mentales gritaran gol y me felicitaran y dijeran qué golazo y subieran a clase diciendo hemos ganado, suerte que ibas con nosotros y no nos ha tocado jugar con Marcos, que ni siquiera es cojo y no sabe aprovechar su paso renqueante y su desconcertante chute inseguro.

—Bah, los niñitos no quieren jugar —fue la respuesta del crío ese—. Aunque mejor, porque el cojo lo jodería todo.

—Niñitos —le repetí a Marcos—. Qué amable. Ojalá. Si supiera lo que me han envejecido los disgustos.

—Sí, a mí también.

—Aunque conservo la cojera.

—Eso es lo que yo llamo suerte.

—Quién fuera otra vez un bebé.

—¿Cuándo dejamos de serlo?

—Ni idea. Sólo sé que un día desperté y caminaba y me limpiaba el culo solo y la gente creía que entendía mis palabras.

—¿Crees que merecería la pena suicidarse?

—No lo sé, Marcos, no lo sé.

Y pensé en que sería buena idea que el último adulto al que yo matara como niño fuera yo mismo, justo cuando estuviera en el umbral, justo cuando ya no pudiera ser niño y aún no fuera adulto. Lo difícil sería reconocer ese momento en el que ya no se es niño, del mismo modo que no podía recordar cuándo dejé de ser bebé, si es que ese momento existía.

Un sábado mi padre me llevó a la camisería. Nunca había ido. Era un local pequeño, en el barrio de mis abuelos. Todo lleno de estantes, perchas y armarios de madera, maniquíes trajeados, corbatas enrolladas y camisas bien plegadas.

—Si tu abuelo me dejara, traería también tejanos y cosas más modernas. Pero con ese gilipollas no se puede ni hablar. Hago todo el trabajo y no me deja aportar nada. Compramos la ropa a los mayoristas más anticuados y aquí sólo vienen jubilados a comprarse una corbata para ir jugar al mus con sus amigos. Joder, con el buen trabajo que tenía antes de ir a la cárcel. Lo que me jode es que yo no… Bah, es igual, nadie me cree. ¿Tú me crees, hijo? Tú sabes que soy inocente, ¿verdad?

—Claro que lo sé.

—Creo que ni Noelia lo piensa. Y que sólo se quiere casar conmigo porque el policía aquel se volvió loco. Antes no quería, por algo será. Si sólo pudiera encontrar un trabajo mejor. No sé, un sitio donde no tratara con un cabronazo, donde tuviera algo más de libertad. Aunque fuera otra tienda de ropa. Bueno, camisería, como quiere que la llame el viejo de tu abuelo, a ver si se muere de una vez el hijo de la gran puta.

—A mí también me gustaría encontrar una alternativa al colegio.

—No, ni se te ocurra. Tú estudia mucho. Y sácate una carrera. Y no dependas jamás de tu suegro. Al menos, si me caso con Noelia, mi otro suegro estará a miles de kilómetros. Pero habría que ir a visitarle. E igual se viene a vivir aquí. No quiero casarme, hijo, ya no. Tampoco quiero trabajar en la camisería. Creo que tampoco quiero a Noelia. De tu pediatra sí que me enamoré. Igual algún día pillan al cabrón que mató a su madre y podemos volver a estar juntos. Aunque no sé, sería muy raro. A tu madre también la quise. Aunque era un poco zorra. Durante una época incluso llegué a dudar de que fueras hijo mío. Todo fue mal desde que se murió. Si no se hubiera muerto, yo no estaría aquí.

Como no entraba ningún cliente, mi padre siguió hablando y explicándome cosas acerca de mi madre: cómo la conoció, a qué se dedicaba y no sé qué tonterías más. Me senté en una silla plegable, comencé a bostezar y noté cómo los ojos se me iban cerrando. Sus lamentos no me interesaban. Al fin y al cabo, él no era más que un adulto débil y tonto. Yo sí que lo estaba pasando mal. Lo estaba perdiendo todo poco a poco y no sabía cómo reaccionar.

Antes de caer dormido del todo, pero ya sin estar plenamente despierto, pensé en la niña pelirroja. Seguía yendo y volviendo del colegio con Marcos, hablando con él, riéndose. Y yo seguía recriminándole a mi amigo que mostrara tanto interés por alguien que no era como nosotros.

Pensé en que me gustaría irme del colegio. Irme a vivir a un piso en Alemania con la niña pelirroja. A componer óperas y sinfonías para que las interpretase un ejército de niños asesinos. Quizá algún día podría fugarme y alquilar un estudio en Heidelberg.

Entonces ya sí que me quedé dormido.

Me despertó mi abuelo, que había llegado mientras dormitaba y que le recriminaba a mi padre que había una camisa mal plegada.

—Pero sí se la acaba de probar el señor que había aquí hace un momento. No me ha dado tiempo ni a…

—Nada, nada, que con ex presidiarios no se puede tratar. Te doy una oportunidad, jugándome el negocio y los ahorros, y así me la pagas, sin vender nada y encima dejando el producto tirado de cualquier manera… Anda que no me extraña que no vendas ni una cuarta parte de lo que vendía yo… Ladrón…

Los adultos se empeñan en decirme que estoy perdido

De nuevo llegó el verano y, a pesar de los consejos de Marcos, lo volví a suspender todo. Como era de esperar, me gané una buena bronca de mi padre y pasé otros tres meses encerrado en mi habitación, escapándome resbalando árbol abajo y yendo a visitar a los Alcázar o a tomar un helado en el centro.

Lo que sí noté es que cada vez me costaba más pasar desapercibido. Es decir, antes iba por la calle y los adultos ni me miraban. Al fin y al cabo, no puede ser que un bebé vaya solo por ahí, como si nada, en su triciclo y con sus gafas de sol. Los padres estarán por ahí o vete a saber, igual no debería haber dejado la medicación.

En cambio, durante ese verano en el que cumplí ocho años, los adultos se empeñaron en decir que me había perdido y que alguien tenía que encontrarme. Las señoras me paraban por la calle y me agarraban del brazo, buscando a un guardia para que me llevara a casa. O quizás un tipo se agachaba y me ofrecía un caramelo, para luego preguntarme si me había perdido y si quería jugar con él a no sé qué.

De todas formas y por regla general, no me costaba mucho escaparme de ellos.

En una ocasión, en los grandes almacenes y mientras buscaba a los Alcázar, lo pasé realmente mal. Me agarró una dependienta con más pintura en la cara que el Museo del Prado en las paredes y se empeñó en saber dónde estaban mis padres. Obviamente y como hacía en estos casos, le repliqué que mi vida familiar no era de su incumbencia e intenté zafarme de aquella garra con las uñas pintadas de granate. Pero no pude. Me atenazaba el brazo con tanta fuerza que se me estaba durmiendo. Pensé en roerlo a la altura del hombro y quedarme manco, pero libre. Antes de que me decidiera, ya me había arrastrado hasta unas unas oficinas, donde quedé bajo la custodia de un vigilante uniformado y de otra señora empeñada en saber quiénes eran mis padres y cómo me llamaba.

—No insista, ¿y a usted qué le importa?

—Si sólo es para que te vengan a buscar.

—No hace falta que nadie me recoja, soy un niño.

—Precisamente por eso.

—Además, no he venido con mis padres.

—¿Has venido solo? Entonces habrá que llamar a la policía.

Como es natural, la idea de que viniera la policía no me resultaba agradable. Cabía la estimulante pero remota posibilidad de que me encerraran en la cárcel, pero lo más probable sería que simplemente me llevaran casa, es decir, a mi habitación, para volver a sentarme frente a los libros de texto.

—He venido con los Alcázar —se me ocurrió decir.

—¿Y quiénes son los Alcázar?

—Mis abuelos. Ramón y Montserrat.

La señorita se sentó en una mesa, apretó un botón, se acercó un micrófono y dijo:

—Se ha perdido un niño que dice ser nieto de Ramón y Montserrat Alcázar. Ramón y Montserrat Alcázar. Acudan a información, por favor. Ramón y Montserrat Alcázar. Acudan a información, por favor.

Al cabo de diez minutos, los Alcázar abrieron la puerta. Él, simulando tranquilidad y ella simulando un ataque de histeria.

—Aaaay, que creía que sería la niña de la Rebeca. Qué susto nos has dado…

—¿Es su nieto?

—Sí, soy su nieto. Vamos.

Ya en la cafetería les expliqué lo que había ocurrido.

—Es normal –dijo Montserrat—. Eres muy pequeño para ir por ahí solo.

—Mujer, si su padre le deja, pues sus motivos tendrá.

—Me da igual. Es demasiado pequeño.

—Todavía soy lo suficientemente pequeño como para ir solo por la calle. Cuando sea mayor y necesite que alguien empuje mi silla de ruedas, entonces hablaremos. Quizás también cuando sea un adolescente desconcertado por mi propia estupidez. Pero todavía me valgo por mí mismo. Punto.

Me pasó algo parecido en la playa. Dejé a Noelia y a mi padre para dar un paseo y al cabo de diez minutos un socorrista me preguntó dónde estaba mi familia. Le dije que me dejara en paz y el tipo me agarró y me llevó a la caseta de la cruz roja, a pesar de mis gritos y mis llantos, a los que el muy cínico respondía con un “no te preocupes, ahora te llevo con tus papás”.

Ya en la caseta conseguí escaparme y volví a mi toalla, a tumbarme un rato. Para mi sorpresa, mi padre y Noelia estaban preocupados. Era la primera vez que lo estaban por una de mis fugas. De hecho, Noelia lloraba y mi padre tenía cara de angustia.

Encima, la visita a la playa me había recordado a Marcos y a Mireia.

Me enfadé y lloré de rabia. Me hacía viejo y los viejos comenzaban a identificarme como a uno de ellos. Desvalido e inútil. Me tumbé bocabajo para que nadie me viera llorar. Me prometí a mí mismo volver a componer. Haría una gran ópera acerca de la decadencia, de mi decadencia. Sería una ópera larga, inmensa, llena de personajes, de fuerza, de pathos, de… Me quedé dormido bajo el sol.

Al llegar a casa, saqué un cuaderno de papel pautado que tenía escondido para que no lo viera mi padre. Lo preparé todo. Comenzaría con un coro. Dibujé las claves e incluso decidí el ritmo. Hice lo mismo para las líneas de cuerdas, vientos y percusión. Quería un inicio potente. Una orquesta más que completa, con unos buenos ciento cincuenta músicos. Al menos la mitad, niños.

Pero no se me ocurrió nada.

Decidí que lo importante había sido tomar la decisión de volver a componer y dejarlo todo listo. Al día siguiente sólo tendría que transcribir la melodía y la letra que ya tendría en la mente. O como mucho anotar en un par de folios un boceto de lo que sería la estructura del libreto. O puede que aún quedaran por decidir algunas cuestiones de estructura. O quizás…

Pero desde entonces y hasta el final del verano —siete semanas— apenas escribí la introducción, aquel coro que encima quedó bastante menos impactante de lo que había planeado. Pero lo peor era que apenas sabía cómo seguir y notaba que las melodías que tenía pensadas, las frases que quería añadir y la historia que tenía en mente no acababan de encajar. Todo sonaba artificial, hueco, fuera de sitio. Y ni siquiera sabía por qué.

Estaba tan decepcionado que hice algo que hasta entonces no había hecho. Pedir consejo.

Le escribí un correo electrónico a Marcos ya pocos días antes de volver a clase, explicándole la situación.

“No creo que hayas perdido facultades —me contestó—. Quizás se te hayan oxidado por no haberlas puesto en práctica. En cuanto vuelvas a escribir música cada día, notarás que a medida que pasa el tiempo te encuentras más suelto y más ágil. Si te sirve de consuelo, yo tampoco he aprovechado mucho el tiempo. Aunque para eso está el verano, ¿no? Con este calor quien se va a poner a hacer cosas serias. Estuve corrigiendo algunos libros de cálculo infinitesimal, pero el resto del verano me lo he pasado en la piscina, con Mireia”.

Creo que no es necesario explicar que aquellas últimas dos palabras me sentaron como un mazazo. Mi amigo Marcos, cuyas facultades no alcanzaban las mías pero sin duda superaban a la del resto de niños, prefería chapotear en una piscina con una alelada a renovar el cálculo infinitesimal y limpiarlo de los innumerables —y nunca mejor dicho— errores adultos, para que así pudieran disfrutarlo las generaciones venideras de bebés.

Anduve días físicamente mareado de la impresión. Estaba tan atontado, tan impactado, que aprobé sin apenas esfuerzo todos los exámenes de septiembre.

Las traiciones de Marcos

El primer día de clase fui derecho a Marcos, a preguntarle qué y, sobre todo, por qué.

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