—Tal vez yo tendría que ser Seis —le dije, cuando me tomaba lo que quedaba de la botella de tequila—, y tú podrías ser Nueve.
Siete terminó de apilar los vasos limpios.
—Ya es suficiente. Estás borrachísima.
—Solía llamarme «joya» —dije, y eso fue suficiente para que comenzara a llorar.
Una joya no es más que una piedra puesta bajo calor y presión enormes. Las cosas extraordinarias siempre se esconden en lugares donde la gente nunca se le ocurriría mirar.
Pero Campbell ha mirado. Y luego me ha dejado, recordándome que lo que sea que hubiera visto no valía la pena el esfuerzo.
—Solía tener el cabello rosa —le dije a Siete.
—Y yo solía tener un trabajo real —contestó.
—¿Qué pasó?
Se encogió de hombros.
—Me teñí el pelo de rosa. ¿Qué te pasó a ti?
—Lo dejé crecer —respondí.
Siete secó lo que había tirado sin darme cuenta.
—Nadie quiere lo que tiene —dijo.
Anna está sentada sola en la mesa de la cocina, comiendo un bol de cereales Golden Graham. Sus ojos se abren, como si se sorprendiera de verme con su padre, pero eso es todo lo que demuestra.
—Un buen fuego anoche, ¿no? —dice inspirando.
Brian cruza la cocina y la abraza.
—Uno grande.
—¿El incendiario?
—Lo dudo. Él se mueve por edificios vacíos y éste tenía una niña dentro.
—A la que has salvado —adivina Anna.
—Puedes apostar. —Me echa un vistazo—. Pensé que podría llevar a Julia al hospital. ¿Quieres venir?
Mira el bol.
—No sé.
—Oye —dice Brian levantándole el mentón—, nadie va a impedirte que veas a Kate.
—Nadie estará muy emocionado de verme allí, tampoco —dice.
Suena el teléfono y él lo atiende. Escucha durante un momento y luego sonríe.
—Eso es genial. Eso es tan bueno. Sí, claro que voy. —Le alcanza el teléfono a Anna—. Mamá quiere hablar contigo —dice y se excusa para ir a cambiarse de ropa.
Anna duda, luego enrosca la mano alrededor del tubo. Sus hombros se encogen, formando un pequeño cubículo de privacidad personal.
—¿Hola? —y luego, suavemente—. ¿En serio? ¿Lo hizo?
Unos momentos más tarde, cuelga. Se sienta y toma otra cucharada de cereales y luego aparta el bol.
—¿Era tu madre? —pregunto, sentándome al lado de ella.
—Sí, Kate está despierta.
—Son buenas noticias.
—Supongo.
Pongo los codos sobre la mesa.
—¿Por qué no serían buenas noticias?
Pero Anna no responde a mi pregunta.
—Preguntó dónde estaba yo.
—¿Tu madre?
—Kate.
—¿Has hablado con ella sobre el juicio, Anna?
Ignorándome, agarra la caja de cereales y comienza a enrollar el plástico de adentro.
—Están pasados —dice—. Nunca nadie saca todo el aire ni lo cierra del todo bien.
—¿Alguien le dijo a Kate lo que estaba pasando?
Anna empuja la tapa de la caja de cereales para sacar la lengüeta de cartón de su lugar.
—Ni siquiera me gustan los Golden Graham.
Cuando lo intenta de nuevo, la caja se le cae de los brazos y su contenido se derrama por todo el suelo.
—¡Mecachis!
Gatea debajo de la mesa, intentando recoger los cereales con las manos.
Me agacho con Anna y la veo meter puñados de cereales en la basura. No mira en mi dirección.
—Podemos comprarle más a Kate antes de que llegue a casa —digo amablemente.
Anna se detiene y levanta la vista. Sin el velo de ese secreto, se ve mucho más joven.
—Julia, ¿y si me odia?
Le pongo un mechón de pelo detrás de la oreja.
—¿Y si no?
—La conclusión de todo —explicó Siete anoche— es, entonces, que no debemos enamorarnos de la gente que no debemos.
Lo miré, intrigada lo suficiente para esforzarme en levantar la cara de donde estaba.
—¿No soy sólo yo?
—¡Qué va! —Colocó un montón de vasos limpios—. Piénsalo: Romeo y Julieta sacudieron el sistema y mira lo que consiguieron. Superman estaba con Louise Lane, cuando la mejor opción era, sin duda, estar con la Mujer Maravilla. Dawson y Joey, ¿hace falta que siga? Y no me dejes empezar con lo de Charlie Brown y la pequeña chica pelirroja.
—¿Y tuque?
Se encogió de hombros.
—Como he dicho, le pasa a todo el mundo.
Apoyando los hombros en el mostrador, se acercó tanto que pude ver las raíces oscuras de su cabello magenta.
—Para mí fue Linden
[15]
.
—¿Chica o chico? —pregunté—. Yo terminé con alguien que también tenía nombre de árbol —dije solidariamente.
Sonrió con suficiencia:
—Nunca te lo diré. —Me miró—. Bueno, ella…
—¡Ja! Has dicho ella.
Entrecerró los ojos.
—Sí, detective Julia. Me sacaste de ese bar gay. ¿Contenta?
—No especialmente.
—Mandé a Linden de vuelta a Nueva Zelanda. Su permiso de residencia se terminó. Era eso o casarnos.
—¿Cuál era el problema con ella?
—Absolutamente ninguno —confesó Siete—. Limpiaba como una
banshee
, nunca me dejaba lavar un plato, escuchaba todo lo que yo tenía que decir, era un huracán en la cama. Estaba loca de amor por mí y, créelo o no, yo era el hombre perfecto para ella. Era como un noventa y ocho por ciento perfecto.
—¿Y el otro dos por ciento?
—Dímelo tú. —Comenzó a apilar los vasos limpios detrás de la barra—. Algo faltaba. No te podría decir qué era si me lo preguntas. Y si piensas en una relación para toda la vida, supongo que una cosa es si ese dos por ciento de algo que falta es, por ejemplo, una uña. Pero cuando es el corazón, es una cosa muy diferente. —Se volvió hacia mí—. No lloré cuando se subió al avión. Había vivido conmigo cuatro años y, cuando se fue, casi no sentí nada.
—Bueno, yo tengo el otro problema —le dije—. Tengo el corazón de la relación, pero no el cuerpo en el que crecer.
—¿Qué pasó entonces?
—¿Qué más? —dije—. Se rompió.
La ridícula ironía era que yo le gustaba a Campbell porque era diferente de todo lo que había en Wheeler School, y a mí me gustaba Campbell porque quería desesperadamente tener contacto con alguien. Había rumores, lo sabía, y el modo en que nos miraban sus amigos cuando pasábamos, intentando imaginarse por qué Campbell perdía el tiempo con alguien como yo. Sin duda, pensaban que era una chica fácil.
Pero no estábamos haciendo eso. Nos encontrábamos después de la escuela en el cementerio. A veces nos decíamos poesía. Una vez intentamos mantener toda una conversación sin usar la letra S. Nos sentamos espalda contra espalda y tratamos de pensar qué estaba pensando el otro, haciendo como si fuera clarividencia cuando en realidad lo único que tenía sentido era que toda su mente estaba llena de mí y la mía de él.
Amaba el modo en que olía cuando su cabeza se acercaba para escuchar lo que decía, como el sol brillando en la piel de un tomate o el jabón secándose en el capó de un coche. Amaba la forma en que sentía su mano en mi columna. Le amaba.
—¿Y si —dije una noche, robando aliento del borde de su boca— lo hiciéramos?
Él yacía sobre la espalda, mirando la Luna y su hamaca de estrellas, con una mano debajo de la cabeza y la otra andándome a su pecho.
—¿Hacer qué?
No respondí; me levanté sobre un codo y le besé tan profundamente que e! suelo vibró.
—Oh —dijo Campbell, ronco—, eso.
—¿Lo has hecho alguna vez?
Sonrió abiertamente. Pensé que probablemente se habría tirado a Muffy, Buffy o Puffy, o a las tres, en la casita del campo de béisbol de Wheeler o después de una fiesta en casa de alguien, oliendo los dos al bourbon de papá.
Me pregunté por qué, entonces, no había intentado acostarse conmigo.
Asumí que era porque no era Muffy, ni Buffy, ni Puffy, sino sólo Julia Romano, que no era lo suficientemente buena.
—¿Quieres? —pregunté.
Era uno de esos momentos en los que sabía que no estábamos teniendo la conversación que necesitábamos. Y, como no sabía realmente qué decir, ni nunca había cruzado ese puente tan especial ni hecho semejante hazaña, presioné la mano contra la montañita dura de sus pantalones. Se alejó de mí.
—Joya —dijo—, no quiero que pienses que estoy aquí por eso.
Déjenme decirles algo. Si conoces a un solitario, no importa lo que diga; no es que le divierta estar solo es que ha intentado conectar con el mundo pero la gente continúa decepcionándole.
—¿Entonces por qué estás aquí?
—Porque te sabes la letra de «American Pie» —dijo Campbell—. Porque cuando sonríes, casi puedo ver el lado en el que tu diente se tuerce. —Me miró fijamente—. Porque no eres como nadie que haya conocido.
—¿Me amas? —susurré.
—¿No acabo de decirlo?
Esta vez, cuando alcancé los botones de sus téjanos, no se alejó. Lo sentí tan caliente en la palma de la mano que me imaginé que me dejaría una cicatriz. A diferencia de mí, él sabía qué hacer. Me besó y se deslizó, empujó, me ensanchó.
—No dijiste que fueras virgen —dijo.
—No preguntaste.
Pero él había asumido que no. Se estremeció y comenzó a moverse dentro de mí, una poesía en el limbo. Me estiré para retener en la memoria la lápida que había detrás de mí, palabras que veo en mi memoria: Nora Dean. 1832-1838.
—Joya —susurró cuando hubo terminado—, pensé…
—Sé lo que pensaste. —Me pregunté qué pasaba cuando te ofrecías a alguien y te abrían, sólo para descubrir que no eras el regalo que esperaba y tenía que sonreír y asentir y agradecer al mismo tiempo.
Culpé a Campbell Alexander de mi mala suerte con las relaciones. Es vergonzoso admitirlo, pero sólo tuve sexo con tres hombres y medio, y ninguno de ellos mejoró mucho mi primera experiencia.
—Déjame adivinar —dijo Siete la noche anterior—, el primero fue por despecho. El segundo era casado.
—¿Cómo lo sabes?
Se rió.
—Porque eres un cliché.
Removí el martini con el meñique. Era una ilusión óptica haciendo que mi dedo pareciese doblado.
—El otro era del Club Med, un instructor de surf.
—Ése debe de haber valido la pena —dijo Siete.
—Era absolutamente deslumbrante —respondí—. Y tenía el pene del tamaño de un salchichón.
—Uy.
—En realidad, no sentí nada.
Siete sonrió abiertamente.
—¿Entonces ése era el medio?
Me puse roja como una remolacha.
—No, ése era otro chico. No sé su nombre —admití—. Me levanté una mañana con él encima de mí, después de una noche como ésta.
Kate Fitzgerald es un fantasma esperando aparecer. Su piel es casi traslúcida, su cabello tan fino se derrama en la funda de la almohada.
—¿Cómo lo llevas, cariño? —murmura Brian y se inclina para darle un beso en la frente.
—Creo que tendré que dejar de competir contra Ironman —bromea Kate.
Anna se queda en la puerta frente a mí; Sara le sostiene la mano. Esto es todo el coraje que Anna necesita para inclinarse sobre la colcha de Kate, y registro ese pequeño gesto de madre a hija.
—Brian —dice—, ¿qué está haciendo ella aquí?
Espero que Brian se lo explique, pero no parece que vaya a decir palabra. Entonces sonrío y doy un paso al frente.
—Oí que Kate estaba hoy mejor y pensé que sería un buen momento para hablar con ella.
Kate se encoge de hombros hasta los codos.
—¿Quién eres?
Espero que Sara diga algo, pero es Anna la que habla.
—No creo que sea una buena idea —dice, aunque sabe que es el motivo por el que he venido—. Quiero decir, Kate está muy enferma todavía.
Tardo un instante pero después lo entiendo: En la vida de Anna, todo el que habla con Kate se pone de su lado. Lo que está haciendo es impedir que deserte.
—Sabes. Anna tiene razón —agrega secamente Sara—. Kate sólo ha pasado una etapa.
Pongo la mano en el hombro de Anna.
—No te preocupes. —Luego me vuelvo hacia su madre—. Tengo entendido que querían tener una audiencia…
Sara me interrumpe.
—Señorita Romano, ¿podríamos hablar fuera?
Salgo al vestíbulo y Sara espera que pase una enfermera con una bandeja de agujas con styrofoam.
—Sé lo que piensa de mí.
—Señora Fitzgerald…
Sacude la cabeza.
—Usted apoya a Anna, y es lo que debe hacer. Trabajé de abogada, y lo entiendo. Es su trabajo, y parte de él consiste en imaginarse qué es lo que nos hace ser como somos. —Se frota la frente con un puño—. El mío es ocuparme de mis hijas. Una de ellas está extremadamente enferma y la otra es extremadamente infeliz. Y puede que no se haya dado cuenta todavía, pero… sé que Kate no mejorará mucho más de prisa si descubre que la razón por la que está usted aquí es que Anna no ha detenido el juicio todavía. Por eso le pido que no se lo diga. Por favor.
Asiento lentamente con la cabeza y Sara vuelve a la habitación de Kate. Con la mano en la puerta, duda.
—Las quiero a las dos —dice, una ecuación que se supone que estoy en condiciones de interpretar.
Le dije a Siete, el camarero, que el verdadero amor era un delito.
—No si tiene más de dieciocho —dijo, cerrando el cajón de la caja registradora.
Cuando el bar se ha convertido en un apéndice, un segundo torso sostiene el mío.
—Le has quitado la respiración a alguien —remarco.
—Tú les has robado la habilidad de decir una sola palabra. —Incliné el cuello de la botella de licor vacía hacia él—. Has robado un corazón.
Me tiró un trapo de cocina.
—Cualquier juez se pasaría este caso por el culo.
—Te sorprenderías.
Siete pasó el trapo sobre el mostrador para secarlo.
—Suena como un delito menor.
Apoyé la mejilla en la madera fría.
—De ninguna manera —dije—. Una vez que te metes, es de por vida.
Brian y Sara bajan a Anna a la cafetería. Me dejan a solas con Kate, que está especialmente curiosa. Imagino que puede contar con los dedos de la mano el número de veces que su madre se ha alejado de su lado. Le explico que estoy ayudando a la familia a tomar decisiones sobre el cuidado de su salud.
—¿Comité ético? —adivina Kate—. ¿O eres del departamento legal del hospital? Pareces una abogada.
—¿Qué pinta tiene una abogada?
—Parecida a un médico cuando no quiere contarte lo que dicen los resultados del laboratorio.