La decisión más difícil (8 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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Yo tampoco puedo soportar la idea de perderla.

Esa noche, cuando Kate se ha dormido, me escabullo de la cama y me quedo a su lado. Cuando pongo la palma debajo de su nariz para ver si respira, una bocanada de aire me presiona la mano. Podría empujar hacia abajo ahora, sobre esa nariz y esa boca, sostenerla cuando se defienda. ¿Cómo es que hay realmente una diferencia entre eso y lo que efectivamente ya estoy haciendo?

El sonido de pisadas en el vestíbulo hace que me sumerja dentro de la cueva de mis colchas. Me giro hacia mi lado, lejos de la puerta, sólo por si mis párpados están aún pestañeando cuando mis padres entran a la habitación.

—No lo puedo creer —susurra mi madre—. No puedo creer que haya hecho eso.

Mi padre está tan silencioso que me pregunto si me habré equivocado, si puede ser que él no esté aquí en realidad.

—Es lo mismo que con Jesse, otra vez lo mismo —agrega mi madre—. Lo está haciendo para llamar la atención.

Puedo sentir que me está mirando, como si fuera un tipo de criatura que no hubiera visto nunca.

—Tal vez sea necesario llevarla a algún lado, sola. Ir al cine o de compras, así no se sentirá dejada de lado. Para hacerle ver que no hace falta que haga algo alocado para que sepamos que está ahí. ¿Qué te parece?

Mi padre se toma su tiempo para responder.

—Bueno —dice tranquilamente—, tal vez no sea una locura.

¿Sabéis cómo el silencio puede colarse en vuestros tímpanos en la oscuridad y dejaros sordos? Eso es lo que pasa, por lo que casi me pierdo la respuesta de mi madre.

—Por el amor de Dios, Brian… ¿del lado de quién estás?

Y mi padre:

—¿Quién dijo que hubiera lados?

Pero incluso yo puedo responder eso por él. Siempre hay lados. Siempre hay un ganador y un perdedor. Por cada persona que recibe, siempre hay alguien que debe dar.

Unos segundos después, la puerta se cierra y la luz del pasillo que ha estado bailando en el techo desaparece. Parpadeando, me vuelvo sobre la espalda y encuentro a mi madre todavía de pie al lado de mi cama.

—Pensé que te habías ido —susurro.

Se sienta a los pies de mi cama y yo me alejo unos centímetros. Pero ella me pone la mano en la pantorrilla antes de que pueda alejarme mucho.

—¿Qué más piensas, Anna?

Mi estómago se estruja, retorcido.

—Pienso… pienso que debes odiarme.

Incluso en la oscuridad, puedo ver el brillo de sus ojos.

—Oh, Anna —suspira mi madre—, ¿cómo puede ser que no sepas cuánto te quiero?

Extiende los brazos y yo gateo hacia ellos, como si fuera pequeña otra vez y cupiera allí. Aprieto la cara contra su hombro. Lo que quiero, más que nada, es volver atrás un poquito en el tiempo. Volver a ser la niña que era, que creía que cualquier cosa que mi madre dijera era ciento por ciento cierto y estaba bien, sin ver las finísimas grietas.

Mi madre me abraza con más fuerza.

—Hablaremos con el juez y se lo explicaremos. Podemos arreglarlo —dice—. Podemos arreglarlo todo.

Y, como esas palabras son todo lo que quería escuchar, asiento con la cabeza.

S
ARA
1990

Se siente una inesperada confortabilidad al estar en el ala de oncología del hospital, la sensación de que soy miembro de un club. Desde el bondadoso empleado del parking que nos pregunta si es nuestra primera vez, hasta las legiones de niños con sus riñoneras rosas abrazadas como si fueran ositos de peluche: toda esa gente ha estado aquí antes que nosotros y el hecho de que seamos varios da seguridad.

Tomamos el ascensor al tercer piso, a la consulta del doctor Harrison Chance. Sólo su nombre ya me exaspera, ¿Por qué no el doctor Víctor?

—Se retrasa —le digo a Brian mientras miro el reloj por vigésima vez. Una planta araña languidece, marrón, en el alféizar. Espero que sea mejor con la gente.

Para entretener a Kate, que está desanimándose, inflo un guante de goma y lo anudo de modo que queda una pelota con cresta. En la máquina expendedora que hay cerca del fregadero hay un letrero prominente, advirtiendo a los padres de no hacer exactamente eso que acabo de hacer. Nos lo tiramos la una a la otra, jugando al voley, hasta que el doctor Chance en persona viene, sin disculparse siquiera por su tardanza.

—Señor y señora Fitzgerald. —Es alto y delgado como un palo, con fríos ojos azules magnificados por tinas gafas y la boca apretada. Coge la improvisada pelota de Kate con una mano, la mira y frunce el ceño.

—Bueno, puedo ver que ya tenemos un problema.

Brian y yo intercambiamos una mirada. ¿Es este hombre sin corazón el que nos guiará en esta lucha, nuestro general, nuestro caballero blanco? Antes de que podamos excusarnos con explicaciones, el doctor Chance toma un rotulador puntiagudo y dibuja una cara en el látex y lo completa con el borde de un par de gafas similares a las suyas.

—Ahora —dice y, con una sonrisa que le cambia por completo, se lo devuelve a Kate.

Sólo veo a mi hermana Suzanne una o dos veces al año. Ella vive a menos de una hora y demasiados miles de convicciones de distancia de mí.

Hasta donde sé, Suzanne cobra mucho dinero por dar órdenes a la gente que tiene alrededor. Lo que significa que, teóricamente, hizo su carrera entrenándose conmigo. Nuestro padre murió mientras cortaba el césped el día de su cumpleaños número cuarenta y nueve; nuestra madre nunca se rehízo tras la desgracia. Suzanne, diez años mayor, tomó las riendas. Se aseguraba de que hiciera las tareas, completaba las solicitudes de inscripción de la escuela de derecho y soñaba en grande. Era inteligente y hermosa y siempre supo qué decir en todo momento. Podía encarar cualquier catástrofe y encontrar el antídoto lógico para solucionarla, lo que le granjeó tanto éxito en su trabajo. Ella se sentía tan a gusto en una sala de reuniones como haciendo ejercicio con Charles. Lo hacía parecer todo tan fácil. ¿Quién no querría de ejemplo un modelo como ése?

Mi primer golpe fue casarme con un chico sin título universitario. El segundo y el tercero fueron quedarme embarazada. Supongo que, cuando no fui camino de convertirme en la próxima Gloria Allred, estaba en su derecho de considerarme un fracaso. Y supongo que hasta ahora, yo estaba en mi derecho de pensar que no lo era.

No me malentendáis, ella quiere a su sobrina y a su sobrino. Les envía esculturas desde África, conchas marinas desde Bali, chocolates desde Suiza. Jesse quiere un cristal como el de su despacho cuando sea mayor.

—No todos podemos ser como la tía Zanne —le digo, cuando lo que quiero decir es que yo no puedo ser como ella.

No recuerdo quién de las dos dejó de devolver las llamadas primero, pero fue la manera más fácil. No hay nada peor que el silencio, enhebrado como pesadas cuentas, en una conversación tan delicada. Por eso me tomó toda una semana antes de levantar el auricular. Marqué el número directo.

—Línea de Suzanne Crofton —dice un hombre.

—Sí —dudo—, ¿está ella disponible?

—Está en una reunión.

—Por favor… —Respiro en profundidad—. Por favor, dígale que la llama su hermana.

Un momento más tarde, su tranquila y fría voz llega a mis oídos.

—Sara. Cuánto tiempo.

Ella es la persona a la que recurrí cuando me vino la primera regla, la que me ayudó a coser de nuevo mi corazón roto por primera vez, la mano que estrechaba en medio de la noche cuando no podía recordar de qué lado se hacía la raya del pelo nuestro padre o cómo sonaba la risa de nuestra madre. No importa lo que es ahora; ante todo, ella ha sido indiscutiblemente mi mejor amiga.

—¿Zanne? —digo—. ¿Cómo estás?

Treinta y seis horas después de que diagnosticaron oficialmente LAP a Kate, nos dieron a Brian y a mí la oportunidad de hacer preguntas. Kate se entretiene con pegamento con un pediatra mientras nosotros nos reunimos con un equipo de médicos, enfermeros y psiquiatras. Los enfermeros, ya lo he aprendido, son quienes nos dan las respuestas por las que estamos desesperados. A diferencia de los médicos, que se mueven nerviosamente como si necesitasen irse a otro lado, los enfermeros nos responden pacientemente como si fuéramos el primer par de padres que tiene este tipo de reunión, en lugar de ser el número mil.

—El asunto con la leucemia —explica un enfermero— es que, cuando todavía no hemos clavado la aguja del primer tratamiento, ya estamos pensando en los próximos tres tratamientos que siguen. Esta enfermedad en particular tiene un pronóstico bastante pobre, por lo que tenemos que estar pensando en lo que pasará inmediatamente después. Lo que hace de la LAP un poco difícil es que se trata de una enfermedad quimiorresistente.

—¿Qué es eso? —pregunta Brian.

—Normalmente, con las leucemias mieloides, tan pronto como los órganos se recuperan, se puede inducir de nuevo al paciente para que entre en remisión cada vez que sufre una recaída. Se está agotando su cuerpo, pero se sabe que responderá al tratamiento una y otra vez. Sin embargo, con la LAP, una vez que se ofrece una terapia determinada, normalmente no se puede confiar en la misma de nuevo. Y, hasta la fecha, no podemos hacer otra cosa.

—¿Está diciendo…? —Brian traga—. ¿Está diciendo que va a morir?

—Estoy diciendo que no hay garantías.

—¿Qué hacemos entonces?

Otra enfermera responde.

—Kate empezará una semana de quimioterapia, con la esperanza de que podamos acabar con todas las células enfermas y ponerla en remisión. Lo más probable es que tenga náuseas y vómitos, que trataremos de minimizar con antieméticos. Perderá el cabello.

Cuando llega a ese punto, se me escapa un pequeño gemido. Es una cosa tan insignificante, y así y todo es el anuncio que dará a entender a la gente cuál es el problema de Kate. Hace sólo seis meses que le cortaron el pelo por primera vez; los dorados tirabuzones enrollados como monedas en el suelo de SuperCuts.

—También tendrá diarrea. Hay muchas posibilidades de que, con el sistema inmunológico deprimido, coja una infección que requiera ingreso en el hospital. La quimio puede producir también retrasos en el crecimiento. Tendrá un tratamiento de quimioterapia de consolidación dos semanas después de eso y luego algunos tratamientos de terapia de mantenimiento. El número exacto dependerá de los resultados que obtengamos de las aspiraciones de médula ósea que vayamos haciendo periódicamente.

—¿Y luego qué? —pregunta Brian.

—Luego la controlaremos —responde el doctor Chance—. Con la LAP, deberéis estar atentos a las señales de recaída. Tendrá que venir a emergencias si sufre hemorragias, fiebre, tos o alguna infección. Y como tratamiento adicional, tiene algunas opciones. La idea es hacer que el cuerpo de Kate produzca médula ósea sana. En el raro caso de que logremos la remisión molecular con la quimio, podemos recuperar las propias células de Kate y reincorporarlas: una cosecha autogenerada. Si sufre una recaída, podemos intentar trasplantar la médula ósea de otra persona a Kate para que produzca glóbulos. ¿Kate tiene hermanos o hermanas?

—Un hermano —digo. Se me ocurre una idea, una horrible—. ¿Podría tener esto también?

—Es muy poco probable. Pero puede resultar compatible para un trasplante alógeno. Si no, pondremos a Kate en el registro nacional de trasplantes de médula ósea, para buscar un donante no emparentado. De todos modos, hacer un trasplante de un desconocido que coincida es mucho más peligroso que hacerlo de un pariente; el riesgo de mortalidad aumenta enormemente.

La información es interminable, una serie de dardos lanzados tan de prisa que ya ni siquiera puedo sentir cómo se clavan. Nos dicen: «No piensen; sólo entréguennos a su niña, porque de otra manera morirá». Para cada respuesta que nos dan, tenemos otra pregunta.

¿Le volverá a crecer el pelo?

¿Irá alguna vez a la escuela?

¿Puede jugar con otros niños?

¿Esto ha pasado por el sitio en que vivimos?

¿Esto ha pasado por nosotros?

—¿Cómo será —me escucho a mí misma preguntar— si muere?

El doctor Chance me mira.

—Depende de a qué sucumba —explica—. Si es por una infección, tendrá una insuficiencia respiratoria y ventilatoria. Si es una hemorragia, se desangrará hasta perder la conciencia. Si es una disfunción en algún órgano, las características variarán dependiendo del sistema que falle. En general, es una combinación de todo eso.

—¿Ella sabrá lo que está sucediendo? —pregunto, cuando lo que en realidad quiero decir es «¿cómo sobreviviré a esto?».

—Señora Fitzgerald —dice, como si hubiera escuchado la pregunta que no hice—, de los veinte niños que tenemos hoy ingresados, diez estarán muertos en unos pocos años. No sé en qué grupo estará Kate.

Para salvar la vida de Kate una parte de ella tiene que morir. Ése es el propósito de la quimioterapia, aniquilar todas sus células leucémicas. Con ese objetivo pusieron una vía central de tres accesos entre las clavículas de Kate, que será el punto de entrada múltiple para el suministro de medicinas, líquidos intravenosos y extracciones de sangre. Miro los tubos que brotan de su delgado pecho y pienso en las películas de ciencia ficción.

Ya tiene los valores de referencia del electrocardiograma, para asegurarse de que su corazón puede resistir la quimio. Le pusieron las gotas de dexametasona oftálmica porque una de las drogas produce conjuntivitis. Le han sacado sangre de la vía central para examinar el funcionamiento renal y hepático.

La enfermera sostiene las bolsas de transfusión en el polo intravenoso y acaricia el cabello de Kate.

—¿Lo sentirá? —pregunto.

—No. Oye, Kate, mira aquí. —Señala la bolsa de daunorubicina, cubierta con una bolsa negra para protegerla de la luz. Está salpicada de pegatinas brillantes que le ayudó a hacer a Kate mientras esperábamos. Vi a un adolescente con un post-it en el suyo: «Jesús la para, la quimio anota una canasta».

Esto es lo que empieza a fluir por sus venas: daunorubicina, 50 mg en 25 cm
3
de D5W; cytarabín, 46 mg en una infusión de D5W, intravenoso continuo las veinticuatro horas; allopurinol, 92 mg intravenoso. O, en otras palabras, veneno. Imagino una enorme batalla librándose dentro de ella. Me figuro ejércitos brillantes, bajas que se eliminan por sus poros.

Nos dijeron que Kate muy probablemente se enferme en los próximos días, pero no pasan ni dos horas antes de que empiece a vomitar. Brian aprieta el botón para llamar, y la enfermera viene a la habitación.

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