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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (7 page)

BOOK: La diosa ciega
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Hanne oyó la animada conversación y las risas atronadoras que salían de la sala de reuniones de la patrulla mucho antes de llegar hasta allí. Llamó con fuerza a la puerta un par de veces hasta que la oyeron. Al final abrieron la puerta, aunque sólo la dejaron entornada, y un hombre con pecas, el pelo increíblemente grasiento y una descomunal bola de tabaco de mascar bajo el labio superior le dirigió una sonrisa torcida, que le permitió apreciar que el tabaco se había extendido por entre los dientes.

—Caramba, Hanne, ¿qué quieres?

Fue muy amable, a pesar de lo poco acogedor de su lenguaje corporal y de que la puerta seguía sólo entreabierta.

Hanne le devolvió la sonrisa y empujó la puerta. El hombre de las pecas la soltó reluctantemente.

Esparcidas por el suelo de la gran sala había restos de comida, basura y enormes cantidades de papel, periódicos y revistas medio pornográficas. En un rincón, se apoltronaba un hombre con la cabeza afeitada, una cruz invertida en una oreja, botines y un jersey de lana que probablemente podría andar solo. Lo llamaban Billy T. Había estudiado con Hanne Wilhelmsen en la Academia de Policía, y estaba considerado uno de los agentes más efectivos e informados de toda la patrulla. Billy T. tenía un carácter amable y alegre, era más bueno que el pan y tenía que convivir con un apetito por las mujeres que, combinado con su envidiable fertilidad, le había proporcionado nada menos que cuatro hijos con otras tantas mujeres. Nunca había vivido con ninguna de ellas, pero amaba a sus hijos, todos ellos varones, dos de los cuales se llevaban sólo tres meses de edad, y pagaba su manutención sin más queja que unas pocas maldiciones en voz baja cada día de cobro.

Hanne estaba buscando a Billy T. Pasó por encima de las prendas de vestir y demás objetos que bloqueaban el camino; él bajó la revista MC en la que estaba absorto y la miró con ligera sorpresa.

—¿Podrías acompañarme a mi despacho?

Con un elocuente movimiento de la cabeza y del brazo le invitó a mantener una conversación privada.

Billy T. asintió, tiró la revista que fue recogida ávidamente por el siguiente lector, y acompañó a la subinspectora de Policía a la tercera planta.

Wilhelmsen se inclinó sobre su propio escritorio y arrancó de la pared una lista escrita a máquina, por lo que la chincheta cayó al suelo. No la recogió, en su lugar colocó la lista frente a Billy T.

—Ésta es una lista de los abogados defensores habituales en la ciudad, además de algunos otros que no son tan habituales, pero que tienen muchos casos penales. Son treinta personas. Más o menos. —Billy T ladeó la cabeza rapada y miró con interés el papel; entornó un poco los ojos, la letra era pequeña para que todos los nombres cupieran en una hoja—. ¿Qué piensas de ellos? —preguntó Hanne.

—¿Que qué pienso de ellos? ¿Qué quieres decir con eso? —Deslizó el dedo por la hoja—. Este es majo, éste no está mal, éste es un cabrón, ésta es majísima… ¿Eso es lo que te interesa?

—Bueno, la verdad es que no —murmuró Hanne, y vaciló, antes de preguntar—: ¿Cuál de ellos lleva más casos de drogas?

Billy T. cogió un bolígrafo y dibujó una cruz junto a seis de los nombres. Hanne volvió a coger la hoja y la miró fijamente. Luego la volvió a dejar sobre la mesa, miró un rato por la ventana y preguntó:

—¿Alguna vez has oído rumores de que alguno de éstos pudiera estar implicado en el tráfico de drogas?

Billy T. no parecía sorprendido por la pregunta. Se mordisqueó el pulgar.

—Lo estás diciendo en serio, ¿verdad? Se escuchan tantas cosas que no te puedes creer ni una parte muy pequeña. Pero supongo que lo que me estás preguntando es si yo he sospechado alguna vez de alguno de ellos, ¿no?

—Sí, a eso me refiero.

—Digámoslo así: de vez en cuando tenemos razones para preguntárnoslo. Durante los últimos dos años ha ocurrido algo en el mercado. Tal vez sean tres años. Algo indefinible que no conseguimos entender del todo. Por un lado está el eterno problema de la droga en la cárcel. No hay quien lo pare. Los controles son cada vez más estrictos, pero no sirve de nada. En la calle también está sucediendo algo. Los precios están bajando. Eso significa que hay mucha oferta. Pura economía de mercado, ya sabes. Claro que se escuchan rumores, pero se dispersan en todas direcciones. Así que si me preguntas si sospecho de alguno de estos abogados, en función de lo que sé, tengo que responderte que no.

—Pero si te pregunto por tus pensamientos más privados y tus instintos, y si no necesitas darme ningún motivo, entonces, ¿qué dices?

Billy T. de la Patrulla Desorden se acarició la cabeza rapada, agarró el papel y puso un dedo índice bien sucio sobre uno de los nombres. El dedo corazón se deslizó por la hoja y se detuvo sobre otro.

—Si supiera que pasara algo, estos dos serían los primeros a los que iría a ver —dijo—. Tal vez porque han corrido muchos rumores, quizá porque no me gustan. Tómalo por lo que es. Yo no he dicho nada, ¿de acuerdo?

Wilhelmsen tranquilizó a su compañero de promoción.

—Nunca has dicho esto, y nosotros sólo hemos estado hablando de los viejos tiempos.

Billy T. asintió, sonrió y se llevó su cuerpo de dos metros de alto de vuelta a la habitación de la quinta planta.

Viernes, 2 de octubre

Karen Borg recibió varias llamadas de teléfono en relación con su nuevo encargo no deseado. Aquella mañana la llamó un periodista. Trabajaba en el periódico Dagbladet y le resultó intrusivo y amable de un modo empalagoso.

No estaba nada acostumbrada a tratar con periodistas y reaccionó con un laconismo que le resultaba inusual: respondió casi únicamente con monosílabos. A modo de escaramuza, el periodista empezó soltando una parrafada con la que parecía querer impresionarla con todo lo que sabía sobre el caso, cosa que de hecho consiguió. Luego vinieron las preguntas.

—¿Ha dado alguna explicación sobre por qué mató a Sandersen?

—No.

—¿Ha explicado por qué se conocían?

—No.

—¿Tiene la Policía alguna teoría al respecto?

—No lo sé.

—¿Es cierto que el holandés no tiene más abogados que tú?

—Hasta cierto punto.

—¿Conocías al abogado asesinado, Hansa Olsen?

Le comunicó que no tenía más que aportar, le dio las gracias por la conversación y colgó.

¿Hansa Olsen? ¿Por qué le había preguntado eso? Había leído en la prensa del día los sanguinolentos detalles del caso, pero no le había dado mayor importancia. No era de su incumbencia y no conocía en absoluto al hombre. No se le había pasado por la cabeza que el caso tuviera algo que ver con su cliente. En realidad tampoco tenía por qué tener relación, podía ser un palo de ciego del periodista. Algo irritada, decidió tranquilizarse con eso. En la pantalla del ordenador que tenía enfrente vio que nueve personas habían intentado contactar con ella aquel día, y por los nombres comprendió que tendría que emplear el resto del día en su cliente más importante: Producción Petrolera Noruega. Sacó dos de las carpetas del cliente, que eran de color rojo chillón con el emblema de PPN. Después de servirse un café, comenzó con la ronda de llamadas. Si acababa rápido, tendría tiempo de hacer una visita a la Comisaría General antes de irse a casa. Era viernes y tenía mala conciencia por no haber visitado a su cliente encarcelado desde la primera vez que se vieron. Desde luego pretendía hacer algo al respecto antes de tomarse el fin de semana libre.

Casi una semana en prisión preventiva no habían vuelto más locuaz a Han van der Kerch. Habían instalado en su celda un colchón impregnado en orina y le habían dado una manta de borra. En uno de los rincones de la elevación a modo de catre, el holandés había colocado una pila de libros baratos sin encuadernar. Tenía permiso para darse una ducha al día y había empezado a acostumbrarse al calor. Se quitaba la ropa en cuanto entraba en la celda y, por lo general, iba en calzoncillos. Sólo en las raras ocasiones en que lo sacaban para ventilarlo o interrogarlo, se tomaba la molestia de vestirse. Una patrulla había pasado por su habitación en Kringsjå y le habían traído ropa interior, artículos de aseo e incluso un pequeño reproductor portátil de CD.

Ahora se había vestido y estaba con Karen Borg en un despacho de la tercera planta. No mantenían exactamente una conversación, era más bien un monólogo en el que la contraparte a veces introducía murmullos.

—A principios de semana me llamó Peter Strup. Dijo que conocía a uno de tus compañeros y que te quería ayudar. —No hubo reacción, sólo un gesto aún más oscuro y cerrado en torno a los ojos—. ¿Conoces al abogado Strup? ¿Sabes de qué compañero habla?

—Sí. Yo te quiero a ti.

—Está bien.

Karen se estaba desanimando. Tras un cuarto de hora intentando sonsacar a aquel hombre, estaba a punto de tirar la toalla. De pronto el holandés se echó hacia delante en la silla. Con un movimiento desvalido, apoyó la cara en las manos y los codos sobre las rodillas separadas, se restregó la cabeza, alzó la mirada y habló.

—Entiendo que estés confusa. Yo tengo una confusión de la hostia. El viernes pasado cometí el error de mi vida. Fue un asesinato frío, planeado y espantoso. Me pagaron por hacerlo. Mejor dicho, me prometieron dinero por hacerlo. Aún no he visto la guita y no creo que en los próximos años vaya a estar muy activo en el frente de los créditos. Llevo una semana en una celda sobrecalentada preguntándome qué me pasó.

De repente rompió a llorar. Fue tan brusco e inesperado que Karen se vio completamente desarmada. El chico, que ahora parecía un adolescente, mantenía la cabeza entre las piernas, como si estuviera practicando las medidas de seguridad de un avión en caso de accidente, y en la espalda parecía tener convulsiones.

Al cabo de unos segundos se reclinó en la silla para respirar mejor. Tenía manchas rojas en la cara, se le caían los mocos y, a falta de nada que decir, Karen sacó unos Kleenex de su cartera y se los tendió. El chico se secó la nariz y los ojos, pero no dejó de llorar. Karen no sabía cómo consolar a un asesino arrepentido, pero se acercó un poco con la silla y le cogió la mano.

Permanecieron así diez minutos. Dio la impresión de ser una hora, y ella pensó que era probable que ambos lo hubieran sentido así. Pero por fin la respiración del joven empezó a estabilizarse. Karen le soltó la mano y apartó un poco la silla, sin hacer ruido, como si quisiera borrar aquel ratito de cercanía e intimidad.

—Tal vez ahora quieras decir algo más —dijo en voz baja, y le ofreció un cigarrillo que él cogió con mano temblorosa, como un mal actor.

Ella sabía que el temblor era auténtico. Le dio fuego.

—No tengo ni idea de qué decir —tartamudeó el chico—. Una cosa es que haya matado a un hombre, pero es que he hecho muchas cosas más, y no me gustaría hablar tanto como para conseguir una cadena perpetua. No sé cómo contar lo uno sin revelar lo otro.

Karen no sabía qué decir. Estaba acostumbrada a tratar la información con la mayor discreción y confidencialidad. Si no fuera por esa cualidad, no habría tenido muchos clientes. Pero hasta ahora, su discreción había abarcado asuntos de dinero, secretos industriales y estrategias comerciales. Nunca le habían confesado algo abiertamente criminal; de hecho, no estaba segura de qué se podía callar sin transgredir ella misma la ley. Antes de pensar bien sobre aquel problema, tranquilizó a su cliente.

—Lo que me digas a mí, queda entre nosotros. Soy tu abogada y estoy obligada a mantener el secreto profesional.

Tras otros dos o tres suspiros, el holandés se sonó con los Kleenex empapados y contó su historia:

—He estado en una especie de liga. Digo «una especie» porque la verdad es que no sé gran cosa sobre ella. Conozco a un par de personas más que están implicadas, pero son gente a mi nivel, nosotros recogemos y entregamos, y a veces vendemos un poco. Mi contacto tiene una empresa de coches usados en Sagene. Pero el tinglado entero es bastante grande. Al menos eso creo. Nunca he tenido problemas a la hora de cobrar los trabajos que he hecho. Un tipo como yo puede viajar con frecuencia a Holanda, no tiene nada de sospechoso. Cada vez que voy, visito a mi madre. —Al pensar en su madre, se volvió a derrumbar—. Nunca antes he estado en contacto con la Policía, ni aquí ni en casa. Joder. ¿Cuánto tiempo voy a tener que pasar en la cárcel? —Karen sabía perfectamente lo que le esperaba a un asesino, que tal vez fuera también correo, pero no dijo nada; se limitó a encogerse de hombros—. Calculo que habré hecho unos diez o quince viajes en total —continuó el hombre—. Es un trabajo muy sencillo, en realidad. Antes de salir me dan una dirección en Ámsterdam, cada vez es distinta. La mercancía siempre está ya embalada. En plástico. Yo me trago los paquetes, aunque en realidad no sé lo que contienen. —Se interrumpió un momento antes de continuar—. Bueno, siempre he pensado que era heroína. En realidad lo he sabido. Unos doscientos gramos por vez, que son más de dos mil dosis. Todo ha salido siempre bien y, al entregarlo, me dan mis veinte mil coronas. Además de cubrirme los gastos.

La voz sonaba espesa, pero se explicaba con corrección. No paraba de desgarrar los pañuelos, que estaban ya a punto de desintegrarse. En ningún momento apartó la vista de sus manos, como si tuviera que constatar con incredulidad que eran precisamente aquellas manos las que habían matado a otro ser humano hacía justo una semana.

—Creo que debe de haber bastante gente implicada, aunque yo no conozco a más de dos o tres. Es un asunto demasiado grande, un pringado de Sagene no puede llevar todo eso él solo, no parece lo bastante listo. Pero yo no he preguntado. Yo he hecho el curro, he cogido el dinero y he mantenido la boca cerrada. Hasta hace diez días.

Karen estaba abatida, se sentía atrapada en una situación que no controlaba en absoluto. Su cerebro registraba la información que recibía, al mismo tiempo que luchaba febrilmente con la pregunta de qué hacer con ella. Se dio cuenta de que se había sonrojado y de que el sudor corría por sus axilas. Sabía que el holandés iba a empezar a hablar de Ludvig Sandersen, el hombre al que ella misma había encontrado la semana anterior, un hallazgo que desde entonces la perseguía por las noches y la atormentaba por el día. Se aferró a los reposabrazos de la silla.

—El martes pasado me pasé a ver al tipo de los coches usados —continuó Han van der Kerch, que estaba más tranquilo; por fin renunció a los restos de papel, los soltó en la papelera que tenía al lado y la miró por primera vez aquel día antes de continuar—. Hacía meses que no hacía ningún trabajo. Estaba esperando que se pusieran en contacto conmigo en cualquier momento. Me he instalado un teléfono en mi habitación, para no depender de la cabina de teléfonos que hay en el pasillo. Nunca cojo el teléfono antes de que suene cuatro veces. Si suena dos veces y luego se corta, y después suena otras dos veces y se vuelve a cortar, sé que me tengo que presentar allí a las dos del día siguiente. Es un sistema bastante inteligente. En mi teléfono no se ha registrado una sola conversación entre los dos, al mismo tiempo que sí puede contactar conmigo. En fin, que el martes pasado fui hasta allá, pero esta vez no se trataba de drogas. Había un tipo en el sistema que se había puesto un poco chulo. Había empezado a chantajear a uno de los peces gordos. Algo así. No me explicó gran cosa, sólo que constituía una amenaza para todos nosotros. Me llevé un susto de muerte. —Han van der Kerch esbozó una sonrisa torcida, con ironía hacia sí mismo—. En los dos años que llevo con esto, nunca había pensado en serio en la posibilidad de que me cogieran. Hasta cierto punto me he sentido invulnerable. Joder, me cagué de miedo cuando entendí que algo podía salir mal. No se me había pasado por la cabeza que alguien de dentro del sistema pudiera suponer una amenaza. En realidad fue el pánico a que me cogieran lo que me llevó a aceptar el encargo. Me iban a dar doscientos de los grandes. Menuda tentación, coño. No se pretendía sólo matar al tipo, sino que, al mismo tiempo, todas las piezas del sistema escucharían un tiro al aire. Por eso le destrocé la cara. —El chico comenzó a llorar de nuevo, pero esta vez no con tanta intensidad, aún era capaz de hablar, pero las lágrimas corrían por su cara y de vez en cuando se tomaba una pausa, suspiraba profundamente, fumaba y pensaba—. Pero una vez hecho, me acojoné. Me arrepentí de inmediato. Me pasé veinticuatro horas dando vueltas, sin rumbo. No recuerdo gran cosa.

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