Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
Según sus cálculos, el tipo se pasaría al menos media jornada cargando bidones de gasoil, suponiendo que encontrase su precioso Zetor entre osos y alces.
Pero ahí no se acabó la expedición. Al llegar al pueblo vecino no se les ocurrió otra cosa que colarse en una granja porcina, donde se extasiaron contemplando a los encantadores cerditos. Al marcharse se echaron al hombro un gurriato de dos o tres meses, que no dejaba de patalear y al que metieron en el portaequipajes del coche.
Con el aterrorizado lechoncillo gritando en la oscuridad del maletero, el coche enfiló a todo gas la carretera rumbo a Harmisto. Jari Fagerström se puso en plan as del volante y Pera le hacía de copiloto. En plena noche estival, improvisaron un rally por los serpenteantes caminos de grava y, como era de esperar, el embriagado conductor acabó perdiendo el control del coche. El vehículo se sumergió en el bosque a toda velocidad, llevándose por delante una decena de abedules jóvenes, para acabar volcado y ruedas arriba. Por un momento sólo se oyó el tintineo de los cristales rotos y los chillidos del gurriato; luego los tres hombres salieron a gatas del coche llenos de magulladuras. Ninguno estaba gravemente herido; decididamente debía de existir un dios de los borrachos. En un periquete le dieron la vuelta al coche, pero no consiguieron llevarlo hasta el camino porque la zanja era demasiado profunda, el terreno estaba lleno de baches y a ellos no les quedaban fuerzas para empujar la chatarra aquella y sacarla de los arbustos. De manera que Jari decidió dedicarse a su deporte favorito, destrozar coches. Lo estrelló una y otra vez contra los gruesos pinos hasta dejarlo chafado, dando marcha atrás y acelerando, hasta que la carrocería encogió por lo menos un metro. A fuerza de choques, el maletero también acabó como un acordeón, y el lechón, aplastado, exhaló el último suspiro. A los hombres les costó lo suyo sacarlo de entre aquel amasijo, le cortaron la cabeza con la navaja y se pusieron en marcha, a través de los bosques, rumbo a la casita de Linnea.
Las cervezas, los bocadillos y el lechoncillo muerto hicieron más lenta la peregrinación, así que la tropa de golfos no alcanzó la meta hasta por la mañana.
La anciana sabía que los muchachos aparecerían de un momento a otro y, como se olía que no estarían de muy buen humor, había preparado un café bien fuerte y arrastrado como pudo hasta el jardín la vieja mesa redonda del comedor. En ella había dispuesto un desayuno para tres, con la esperanza de calmar a los sinvergüenzas y que éstos no le pusieran la casa patas arriba.
Andrajosa, llena de magulladuras y sangre de cerdo, la santa compaña surgió del bosque como los despojos de un ejército derrotado, una cuadrilla patética de borrachos en lo peor de la resaca. Enfurruñados, se sentaron a la mesa del desayuno y anunciaron a Linnea que tenían un cerdo para destripar. Habían cumplido con su deber, como auténticos hombres, así que por fin había carne en la casa.
Linnea arrastró el cerdo hasta el establo, fue por un cuchillo, un hacha y agua caliente y se puso a escaldar el lechón. Se echó a llorar.
La sauna de la noche anterior, tan dura y prolongada, y la expedición de saqueo por el oeste de Uusimaa, con todos sus contratiempos, habían acabado con las fuerzas de los tres sinvergüenzas, los cuales, tras hartarse a desayunar, se echaron cual gorrinos a dormir en la hierba.
Durante un par de horas todo quedó en calma. Pero en cuanto el sol matinal empezó a calentar, los hombres se despertaron y de nuevo exigieron que se les sirviese. Linnea tuvo que poner a calentar agua en el caldero de la sauna para que los muy señoritos se asearan. Constatando acto seguido que se acercaba la hora de comer, hicieron trizas lo que había quedado del balancín y con ellas encendieron una hermosa hoguera en medio del jardín. El plan era organizar una barbacoa digna de reyes, ya que contaban con un lechón escaldado y unos comensales hambrientos. En un rincón del establo encontraron una vieja piedra de afilar y la hicieron pedazos con ayuda de una barra de hierro, hasta conseguir arrancarle la manivela oxidada. Acto seguido, arrastraron al lechón por la hierba hasta el fuego, lo atravesaron con la barra de hierro, a modo de espetón, y por el agujero de esta introdujeron la manivela. Todo esto lo calzaron con ayuda de unas cuantas piedras grandes, que habían cogido del borde de uno de los parterres de flores, y se pusieron manos a la obra. Ordenaron a Linnea que fuera a la tienda de comestibles y les trajese especias de barbacoa, mostaza y, como mínimo, veinte latas de cerveza. Cuando la anciana empezó a quejarse, diciendo que su pensión no daba para tales gastos, los gritos de protesta fueron descomunales. Kake estaba seguro de que la vieja no era tan pobre como pretendía. ¿En que había malgastado, por ejemplo, el dinero resultante de la venta de su piso de Helsinki? ¿Acaso se atrevía a insinuar que se le había ido en la compra de aquella casucha insignificante y en el préstamo que le había hecho a él, años atrás? Estaba seguro de que Linnea tenía escondidos por lo menos cien mil marcos. ¿Quién iba a creerse que se había gastado semejante suma en aquella aldea perdida, en la que ni siquiera había una taberna?
La coronela prefirió evitar la confrontación y prometió pedir en la tienda que le fiaran las especias y la cerveza. Tal vez el dueño accediese, dado que era una clienta habitual que llevaba años viviendo en el pueblo.
Y, en efecto, Linnea consiguió hacer sus compras a crédito. El tendero le preguntó cómo se las había apañado con sus visitantes del día anterior. Habían pasado por la tienda a comprar gasolina y cerveza, y por la noche todo el pueblo había oído sus berridos descomunales y el rugido del motor de su coche. La anciana no estaba de humor para extenderse sobre la cuestión, y se limitó a decir que estaba harta del sobrino de su difunto marido y de sus amiguetes. Siempre había confiado en la juventud, pero últimamente se empezaba a preguntar si había motivo para ello.
El hombre estaba convencido de que, al menos en el campo, quedaban muchachos honrados, pero la coronela se permitió dudarlo.
El tendero era servicial por naturaleza, así que se ofreció a llevarla a casa en su coche, con su pesada carga de cerveza. Como no se atrevía a ir hasta la puerta, la dejó a unos cien metros de la casita, con la excusa de que no deseaba meter las narices donde no le llamaban.
Linnea cargó con sus compras el resto del trayecto, parándose a descansar cada cierto trecho. Para que negarlo, la edad empezaba a pesarle; el miedo la había tenido en vela toda la noche, luego, aquella misma mañana, había sacado la mesa al jardín ella sola y preparado un desayuno con lo poco que tenía, a continuación había escaldado y destripado un cerdo, había calentado el agua en la sauna y, ahora, tenía que cargar ella solita cerveza suficiente para una tropa. Sentía que muy pronto volvería a tener palpitaciones, si no descansaba pronto.
Aquella jornada fue aún peor que la anterior. Kake le dijo que tenía que redactar su testamento, ¿acaso no se hacía mayor? Ya habían hablado de eso, ¿no? La cuestión era que Kake no podía heredar de su tía sin un testamento, pues su parentesco era demasiado lejano… Mientras la coronela iba a la tienda, los hombres no se habían quedado de brazos cruzados. Buscaron en la casita papel y bolígrafo y redactaron un documento excelente en el que ya sólo faltaba la firma de Linnea para ser perfecto. Pera Lahtela y Jari Fagerström estaban dispuestos a firmar en calidad de testigos, y Kauko Nyyssönen prometió que en cuanto volviese a Helsinki se encargaría de registrar el testamento en la notaría del juzgado, o donde hiciese falta, que de eso ya se enteraría él…
Lo que me faltaba, pensó Linnea con amargura. Pidió algo de tiempo para reflexionar: después de todo, se hallaba en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, y quería decidir por sí misma quiénes serían sus herederos.
Las vacilaciones de Linnea fueron acogidas con risotadas sarcásticas. Pera y Jari, sobre todo, proclamaron a coro que estaban de acuerdo, la vieja estaba sin duda en plena posesión de sus facultades mentales. La sabiduría de las mujeres aumenta con la edad, eso es bien sabido.
Los tres hombres pasaron a ocuparse del cerdo que se asaba en el espetón, lo untaron de especias y mostaza y lo salaron. Cuando ardieron los últimos restos del columpio, Jari hizo astillas la tapa del pozo. Al intentar impedírselo Linnea, el muchacho, enfurecido, le dio a la anciana un empujón que la dejó tumbada sobre la hierba, y se metió en la casita a buscar la silla del tocador, la despedazó con mala leche contra las escaleras y luego la echó al fuego. Linnea se levantó temblando de ira y de humillación y se metió en su casa renqueando. Metió en una bolsa sus mejores prendas para la ciudad, un neceser y los papeles más importantes, y la llevó detrás del establo. Cuando los hombres le preguntaron que hacía, ella respondió que iba a hacer la colada. A Kake se le ocurrió que, ya que estaba, podía lavar también la de ellos, que estaba llena de barro y sangre de cerdo y, por que no, de paso podía incluso remendarla un poco.
La coronela no dijo nada.
Pero antes de ponerse a lavar, la obligaron a firmar su testamento. Una lágrima de puro odio cayó sobre el papel, por suerte sin que Kake se diera cuenta, porque de lo contrario todavía habría encontrado motivos para tomarla con ella.
Un delicioso aroma de carne asada flotaba en el ambiente. Los hombres cortaron gruesas tajadas de las costillas del cerdo con sus navajas, y era tal su gula, que por un momento se olvidaron de la vieja coronela. Linnea cerró la puerta de su cabaña con llave y luego se puso a buscar a su gato, al que finalmente encontró en lo alto del granero. El animal estaba aterrorizado, ¿lo habrían martirizado mientras ella había ido a por la cerveza?
La coronela cogió a su minino en brazos y se escabulló tras el establo. Como pudo, agarró su bolsa de ropa y se internó de puntillas en el bosque. En el jardín, los hombres vociferaban descuartizando y zampándose con apetito el cerdo, que se columpiaba en su espetón, y remojándose el gaznate con grandes tragos de cerveza. Al llegar a la orilla del bosque, Linnea se volvió a mirar por última vez su casita roja. Su mirada denotaba agotamiento, pero estaba llena de un odio implacable.
La anciana coronela Linnea Ravaska se adentró en el bosque por un largo y sombrío sendero, con el gato trotando pegadito a sus talones. Desde la casita le llegaba, amortiguado ya, el vocerío de los borrachos, hasta que poco a poco la música rica y misericordiosa de los pájaros acabó por ahogarlo. Linnea arrastraba la pesada bolsa de ropa y se paraba a descansar de vez en cuando al pie de algún árbol. Se quitó las sandalias para que no se le mojasen con la humedad del sendero, acarició al gato distraídamente y siguió adentrándose en el bosque. Había emprendido la huida presa del pánico, pero ahora ya tenía claro lo que debía hacer.
Lo primero era asearse y vestirse más decentemente. Después de una noche de insomnio y, sobre todo, del trasiego con el cerdo, llevaba la ropa hecha un asco y no quería que nadie la viera así. Su rostro debía de tener un aspecto terrible, por el miedo y la falta de sueño. Buscó un lugar apropiado a la orilla del camino, abrió su bolsa y sacó sus útiles de maquillaje. Para su decepción, resultó que con las prisas se había olvidado de coger un espejo. Linnea tenía, naturalmente, varios espejos, uno en la pared de la sala, uno en la sauna y otro de viaje, pequeño, en un cajón de la cómoda. Y este era precisamente el que ahora necesitaba.
La coronela volvió a meter sus cosas en la bolsa y prosiguió su camino. Conocía bien aquel hermoso bosque y cuando el sendero de dividió en dos, la anciana enfiló con su gato por el que parecía menos transitado. Pronto llegó a un pequeño claro en el que crecían altos carrizos. En el centro borboteaba un manantial que alimentaba un estanque de aguas claras y cristalinas, dulcemente frescas. En el margen del bosque se erguía una cabaña hecha de troncos ya grisáceos, que parecía a punto de derrumbarse. Alto en el límpido cielo, chillaba una agachadiza común.
Linnea Ravaska depositó cuidadosamente su bolsa en el suelo seco, junto al manantial, echó una mirada escrutadora a su alrededor y se agachó tras las cañas para desvestirse. Se quitó la ropa sucia y la introdujo en una bolsa de plástico, que metió a su vez en el fondo de su equipaje. Entonces volvió a comprobar que se encontraba sola y se deslizó despacito en las frescas aguas del estanque. Nadó sin hacer ruido hasta el centro, dejando que la fría corriente del fondo masajease sus cansadas piernas y su apergaminado cuerpo de viuda, el cual, sin embargo, era aún sorprendentemente vigoroso. Al cabo de un rato, la coronela se acercó nadando a brazadas suaves hasta la orilla, sacó de su neceser un jabón perfumado y champú y comenzó a lavarse cuidadosamente en el agua cristalina. Se enjabonó cabello y cuerpo completamente y luego se enjuagó nadando lentamente de un extremo a otro del pequeño estanque. Finalmente salió, dejó que el agua se escurriese de su cuerpo y se puso al sol para secarse.
De repente Linnea se sintió tan exuberante como en sus tiempos de juventud, sería allá por 1934, el mismo año en que Ester Toivonen había sido elegida Miss Europa… Sí…, así era. El verano había sido muy hermoso…, como todos los veranos por aquel entonces. Había dejado Helsinki, con su madre, para pasar las vacaciones en Vyborg; incluso habían ido hasta Terijoki donde se había bañado muchas veces en el mar. El agua estaba tan fría como la de aquel manantial. A menudo se preguntaba por que el agua del mar estaba siempre más fría que la de los lagos, y en cambio la capa de hielo que se formaba en la superficie del mar durante el invierno no era tan gruesa como la de los lagos. Y los manantiales, por su parte, tampoco se congelaban.
Fue en Terijoki cuando Linnea Lindholm vio por vez primera al teniente Rainer Ravaska. Rainer era un apasionado de todo lo que se refiriese a la guerra y estaba destinado como secretario de la inspección —¿o era ayudante…?— de los trabajos de fortificación. Linnea recordó que le contaba, bajo promesa de que guardaría el secreto, cosas de las que ella entonces, una cría, no entendía nada: que había estado inspeccionando los sistemas de defensa en algún lugar cercano a Inkilä, las baterías de artillería blindadas, las casamatas…, los cañones costeros Obuhov de 47 mm que se iban a instalar. Rainer, que se consideraba progresista, habría sido partidario de las ametralladoras Vickers de 12 mm, ya que su potencia de tiro era claramente más efectiva que la de los obsoletos Obuhova. El joven oficial le había hecho jurar que no diría una sola palabra sobre aquellos planes ultrasecretos. A la sombra fresca de las calles de Terijoki, había sido fácil prometer cualquier cosa…