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Authors: Arto Paasilinna
En el jardín de una casita roja, en la quieta campiña de los alrededores de Helsinki, una viejecita grácil esta regando su arriate de violetas. Las golondrinas vuelan gorjeando, los moscardones zumban, un gato dormita en el prado. Pero el idilio sólo es aparente: la vida tranquila de Linnea Ravaska, octogenaria viuda de un coronel, es emponzoñada por una banda de malhechores que llega regularmente cada mes de la capital para arrebatarle su escasa pensión.
El desnaturalizado nieto Kauko y sus dignos acólitos, Jari y Pera, no se contentan con despojarla sino que destrozan todo lo que encuentran a su paso, torturan al gato, golpean por puro placer, roban, ensucian, destruyen, sin que Linnea ose rebelarse, hasta el fatídico día en que decide no soportarlo más.
La guerra y la venganza del trío infernal podrían convertirse en una pesadilla digna de
La naranja mecánica
, la novela de Burgess que Kubrick llevó al cine, si Paasilinna, verdadero virtuoso de la comicidad, no prefiriese la vía de la farsa, el divertimento y la paradoja para expresar sus críticas a una sociedad cuyos males, hipocresías y problemas observa con toda lucidez.
Vejez olvidada, juventud marginada, choque generacional, desmoronamiento de las instituciones, droga, alcoholismo, sida: todo se divisa en filigrana en las rocambolescas peripecias de la simpática viejecita, que pasea armada con una
Parabellum
y una jeringuilla de venenos letales, siempre preparada para elegir la vía del suicidio para huir de las garras de sus esbirros. En la confrontación, sus verdaderas armas acabaran siendo el candor, una ingenua crueldad y su incansable defensa de la propia dignidad; la brutalidad de
La naranja mecánica
se convertirá en un alegre
Arsénico por compasión
con unos pellizcos de Kaurismäki: con sus mágicas dosis de humorismo y de invectiva genial, las pociones de Paasilinna son tan irresistibles como felizmente intoxicantes.
Arto Paasilinna
La dulce envenenadora
ePUB v1.1
roebek04.09.12
Título original:
Suloinen myrkynkeittäjä
Arto Paasilinna, 1988.
Traducción: Dulce Fernández Anguita
Editor original: roebek (v1.1)
ePub base v2.0
Una ancianita de aspecto agradable en un sereno paisaje campestre, lo que se dice una estampa encantadora.
En el jardín de la casita de color rojo, una abuelita delgaducha con una regadera amarilla en sus manos regaba su arriate de violetas. Gorjeantes golondrinas revoloteaban por encima de su cabeza en el claro cielo, los abejorros zumbaban, un gato perezoso dormitaba en la hierba.
Más lejos, junto al lindero del bosque, se erguía una pequeña sauna de madera gris; era por la tarde y la chimenea arrojaba bocanadas de humo azulado. A un lado del sendero que llevaba a la sauna había un pozo sobre el cual descansaban dos cubos de plástico rojo.
La propiedad era vieja, hermosa, y estaba bien cuidada. Al sur, a unos doscientos metros, se veía el resto de la aldea: alguna que otra casa grande, un invernadero de plástico, un granero y establos, y en los jardines traseros, armazones de coche oxidados, medio ocultos por las ortigas. Del pueblo llegaba el irritante zumbido de las motos y desde algún lugar lejano, el traqueteo rítmico de un tren.
Situada a cincuenta kilómetros de Helsinki, al norte del distrito de Siuntio, la aldea de Harmisto contaba con una tienda, una oficina de correos, una caja de ahorros, una nave industrial en proceso de oxidación y una treintena de granjas.
La anciana llenó en el pozo unos cuantos cubos de agua para llevar a la sauna, parándose de vez en cuando por el camino para descansar. En la sauna, atizó el fuego de la estufa y bajo el caldero del agua y cerró ligeramente el tiro.
A primera vista, podría pensarse que la mujer había nacido en aquel pueblo, que había pasado toda su larga vida en aquella casita donde ahora dejaba transcurrir sus últimos y serenos años cuidando de sus violetas y de su gato.
Para nada. Las manos de la anciana eran finas y no se apreciaba en ellas callosidad alguna. Aquellas manos nunca habían trabajado a destajo en los campos de cereal ni ordeñado las ubres de decenas de vacas en los establos de alguna mansión. Estaba peinada al estilo de la ciudad, sus blancos bucles le caían suavemente sobre los delicados hombros. Llevaba puesta una fresca túnica de algodón de rayas blancas y azules que le daba un toque elegante. Más parecía una rica propietaria disfrutando de sus vacaciones, que la viuda de un agricultor, casposa y martirizada por las varices.
Esa misma mañana la anciana había cobrado su pensión en la caja de ahorros de Harmisto. En un día de cobro, veraniego como aquél, la buena señora hubiera tenido que sentirse feliz, pero no era ese el caso. En realidad había aprendido a odiar los días de paga: cada vez que le ingresaban su pensión, se veía obligada a recibir en su casa a un grupo de indeseables huéspedes de Helsinki. Y eso venía sucediendo desde hacía muchos años, regularmente, una vez al mes.
La anciana se deprimía sólo de pensarlo. Impotente, se sentó en el columpio de madera del jardín, tomó al gato en su regazo y dijo con voz cansada:
—¡Que el Señor me proteja de los días de cobro!
Dirigió una mirada de preocupación hacia el camino de la aldea, el mismo por el que solían llegar sus huéspedes, y ganas le entraron de soltar palabrotas como un camionero o un legionario, pero no lo hizo porque ella era una viuda respetable y educada. Sin embargo, su mirada se endureció, sus ojos relampaguearon de ira con intensidad. Al gato se le erizó la cola; también él miraba hacia el camino.
La anciana se fue hecha una furia hacia la sauna, seguida de su gato. Después de echar el ritual cacillo de agua sobre las piedras incandescentes, cerró con tanta brusquedad la válvula del tiro que cayeron pedazos del enlucido del conducto del humo sobre la tapa del caldero.
Aquella frágil dama era la coronela Linnea Ravaska, de soltera Lindholm. Nacida en Helsinki en el año 1910, había perdido a su marido, el coronel Rainer Ravaska, en 1952, el mismo año de los Juegos Olímpicos en la capital finlandesa. En aquel momento vivía ya retirada en la aldea de Harmisto, en el distrito rural de Siuntio, en una casita roja donde la única comodidad moderna era la electricidad. Sería lógico que, viviendo sola, no tuviera a su cargo a nadie más que a su gato. Pero no era ése el caso. Hacía tiempo que la vida de la vieja coronela había tomado un feo cariz.
Tres robustos golfos circulaban a tumba abierta por la autopista de Turku, en dirección oeste, en un coche robado de color rojo. Acababan de dejar atrás Veikkola. Era poco después del mediodía y en el coche hacía un calor sofocante. Al volante iba el más joven de ellos, Jari Fagerström, de veinte años, a su lado, Kauko Nyyssönen, alias «Kake», diez años mayor, y, en el asiento trasero, el tercer hombre, Pertti Lahtela, alias «Pera», que tendría unos veinticinco años. Los tres iban vestidos con pantalones vaqueros y camisetas de colores, con manchas de sudor en las axilas y nombres de universidades norteamericanas estampados en el pecho, y calzados con deportivas. En el coche apestaba a sudor y a cerveza rancia.
El trío de valientes se dirigía a casa de la abuelita de Kake para tomar una sauna.
Al salir de Helsinki hubo un tira y afloja a propósito del coche robado. Kauko Nyyssönen se lo había reprochado a sus compañeros. Bien podían haberse ido al campo en autobús, ¿o es que cada vez que hacían un viaje tenían que robar un coche? Esas chapuzas conducían por lo general a la cárcel, y un día u otro pagarían por ello. A Kake le parecía que no valía la pena pudrirse en la cárcel por el simple placer de conducir.
El chófer y el pasajero de atrás habían replicado a coro que, con el calor que hacía, no tenía ninguna gracia cocerse en un autobús de línea. Sin duda era mejor ir en coche cuando se presentaba la ocasión.
A la altura de Veikkola, la conversación se había desviado hacia los cuervos que se contoneaban al borde de la autopista, a unos cientos de metros los unos de los otros, con aire expectante. Empezó una discusión sobre lo que hacían los cuervos en la carretera, y surgieron dos teorías: según Nyyssönen, los cuervos iban allí para comer piedrecillas. ¿Acaso no tenían que llenarse la molleja de piedras para facilitar la digestión? Los otros se mofaron de él, porque no se creían que existiera ese órgano, y aún menos en los cuervos. Sostenían que los carroñeros se habían repartido la carretera dividiéndola en tramos y montaban guardia con la esperanza de darse un festín a base de los animalillos que los coches despachurraban al pasar.
Derrotado en su discusión sobre ornitología, Kake decidió cambiar de tema. Les hizo jurar a sus camaradas que se comportarían de forma civilizada cuando llegasen a su destino. Estaba harto de los follones que se montaban en aquellas excursiones. Les recordó que después de todo iban a casa de su querida abuela. La mujer se estaba haciendo vieja, y ellos debían tenerlo presente.
Los otros sospechaban que lo que Kake temía realmente era que a la vieja le diese un soponcio y se les muriese en los brazos. Le recordaron que era él quien iba una vez al mes a Harmisto a ver a su querida abuela y montar jarana. Por la ciudad corrían no pocos rumores sobre sus marranadas. Pero ellos no hacían esa clase de barbaridades.
Nyyssönen les respondió que en realidad la vieja no era su abuela, sino la mujer del hermano de su madre, o sea, la mujer de su tío… Vamos, una tía suya, o algo por el estilo. Vaya…, que no era su abuela, aunque fuese viejísima.
Añadió con orgullo que su tío había sido un auténtico coronel, un tipo duro en sus tiempos, que las había visto de todos los colores en el frente; llevaba muerto un siglo, pero los rusos seguían bajando la voz cuando hablaban de él.
Jari Fagerström y Pera Lahtela, que iba en el asiento de atrás, le contestaron que a ellos les importaba un rábano el coronel, por muy muerto que estuviera. A tomar por el culo todos los militronchos, ésa era su opinión inamovible.
En general, el vocabulario del trío respetaba las reglas de oro de la peor vulgaridad. Las palabras malsonantes se repetían tan a menudo, que ya no tenían en sí ningún significado, sino que más bien eran muletillas que salpicaban el discurso, como los «o sea» de los cómicos.
Al salir de la autopista, Kake Nyyssönen quiso saber dónde habían encontrado el coche y dónde pensaban abandonarlo. Recalcó que bajo ningún concepto quería que lo relacionaran con el robo de otro coche. Ese tipo de delitos menores no le interesaba en lo más mínimo.
Jari dijo que procedía de la calle Uusimaa. Pensaba utilizarlo un par de días y luego dejarlo en algún sitio. Era mejor no tener el mismo coche demasiado tiempo. Sería divertido si pasado mañana lo convertían en chatarra en una cantera de arena, o lo estrellaban contra un pino. A Jari le entusiasmaba destrozar coches. En cualquier caso, Nyyssönen podía estar agradecido de que le estuviese paseando gratis.
En la tiendecita de ultramarinos de Harmisto compraron una docena de cervezas y repostaron diez litros de gasolina. Mientras el dependiente les llenaba el depósito, Pera birló cinco paquetes de tabaco de detrás del mostrador, con la ayuda solidaria de Jari, que, pidiendo fiambres a voces, obligó a la cajera a abandonar un momento su puesto para atender la charcutería. Una vez en el coche, Pera se lamentó de que con las prisas se había equivocado de marca de cigarrillos.