Si es ésta la consecuencia, los consumidores del producto seguirán tan bien abastecidos como antes; pero a causa de satisfacer un precio menor, dispondrán de un sobrante para invertirlo en otros bienes, del que antes carecían. Por consiguiente, la situación de los consumidores habrá notoriamente mejorado. Ahora bien, el incremento de sus inversiones en otros bienes producirá un aumento de empleo en otros sectores, capaz de absorber a los antiguos agricultores marginales en ocupaciones en las que sus esfuerzos sean más lucrativos y eficientes.
Una restricción uniformemente proporcional ( para volver al tema de la intervención estatal) significa, de una parte, que a los empresarios eficientes y que trabajan a costos reducidos no se les permite producir cuanto quieren a bajo precio, y de otra, que los empresarios menos eficientes y que operan a costos mayores son artificialmente mantenidos en sus negocios. Ello incrementa el costo medio de la producción, que alcanza así una eficiencia menor. El empresario marginal, mantenido artificialmente en un sector de la producción, continúa reteniendo terreno, trabajo y capital que podrían ser aplicados con mayor provecho y eficacia en otras producciones.
Carece de sentido argüir que como resultado del plan de restricciones se ha conseguido, por lo menos, elevar el precio de los productos agrícolas, y que «los campesinos cuentan con mayor capacidad adquisitiva». Por cuanto si lo han logrado ha sido tan sólo a costa de restar idéntica capacidad adquisitiva al comprador de la ciudad. (Todo ello ha sido ya examinado al analizar el tema de la «paridad» de los precios). Subvencionar al agricultor para que disminuya la producción o facilitarle igual cantidad de dinero en pago de una producción artificialmente restringida equivale a obligar a los consumidores o contribuyentes a satisfacer emolumentos a personas por no hacer nada. En ambos supuestos los beneficiarios del sistema mejoran su «capacidad adquisitiva»; pero en ambos casos alguien pierde una cantidad absolutamente igual. La pérdida definitiva que registra la comunidad es una menor producción, por cuanto se mantiene a quienes nada producen. Como la riqueza es menor, como existen menores disponibilidades para todos, los salarios e ingresos reales forzosamente quedan reducidos, bien sea mediante la devaluación de la moneda o bien por un mayor costo de la vida.
Ahora bien, cuando se intenta mantener alto el precio de una mercancías agrícola y no se impone restricción artificial alguna a su producción, los excedentes no vendidos, con precio recargado, continúan acumulándose hasta que finalmente se derrumba el mercado de ese producto, apareciendo precios mucho más envilecidos que si el programa de control nunca se hubiera puesto en vigor. O bien los productores no sujetos al plan de restricciones, estimulados por el alza artificial en los precios, incrementan enormemente su propia producción. Esto es lo que ocurrió con los programas de restricción del caucho en Gran Bretaña y del algodón en Norteamérica. En uno y otro caso el colapso de precios alcanzó finalmente magnitudes catastróficas, a las que nunca se habría llegado de no haberse aplicado la planificación restrictiva. El plan con tantos bríos iniciado para «estabilizar» los precios, provoca una inestabilidad incomparablemente mayor que la que pudieran haber ocasionado las libres fuerzas del mercado.
Naturalmente, se nos dice que los controles internacionales de mercancías que se proponen ahora evitarán todos estos errores. Esta vez se fijarán precios «justos» no sólo para los productores, sino también para los consumidores. Las naciones productoras y consumidoras van a convenir, abandonando toda intransigencia, cuáles son esos precios justos. Los precios fijados implicarán necesariamente asignaciones y cupos «justos» para la producción y el consumo entre las naciones y sólo los cínicos se atreverán a vaticinar improbables disputas internacionales por este motivo. Finalmente, merced al mayor de los milagros, este mundo de posguerra, plagado de controles y coerciones supranacionales, será también ¡un mundo de «libre» comercio internacional!
A estos efectos, no estoy seguro de lo que entienden por comercio libre los planificadores estatales pero podemos estarlo de algunas de las cosas que no incluyen en aquella expresión. No incluyen la libertad del hombre corriente para comprar y vender, tomar y conceder préstamos al tipo o interés que prefiera y donde considere más conveniente. No incluyen la libertad del sencillo ciudadano para cultivar la cantidad que desee de determinado fruto; de ir y venir a voluntad; de establecerse donde más le agrade, llevando consigo su capital y otros bienes. Más bien se refieren sospecho, a la libertad de los burócratas de disponerlo todo por él, diciéndole que si les obedece dócilmente, será recompensado con un aumento de su nivel de vida. Ahora bien, si los planificadores triunfan en su intento de relacionar la idea de la cooperación internacional con la de un creciente dominio del Estado en el control de la vida económica, parece eventualidad más que probable que la planificación internacional seguirá el modelo utilizado en el pasado, en cuyo caso el nivel de vida del hombre sencillo declinará junto con sus libertades.
Hemos visto ya cuáles son algunas de las consecuencias de los esfuerzos estatales para fijar los precios de los artículos por encima de los niveles a los que hubiese conducido el mercado libre. Veamos ahora algunos de los resultados de los intentos oficiales para mantener los precios de los artículos por debajo del natural nivel del mercado. Esta última tentativa la realizan en nuestros días casi todos los gobiernos en épocas de guerra. No examinaremos aquí si es acertado intervenir los precios en caso de contienda bélica. En la guerra total, toda la economía ha de estar necesariamente dominada por el Estado y las complicaciones que habríamos de considerar nos llevarían demasiado lejos de la cuestión principal que interesa a este libro. Ahora bien, la regulación de los precios en tales épocas, acertada o no, en casi todos los países se prolonga, por lo menos, durante largos períodos cuando la guerra ha cesado y ha desaparecido la excusa original que la motivara.
Veamos, primero, lo que ocurre cuando el Estado trata de mantener el precio de un artículo o de un pequeño grupo de ellos por debajo del que alcanzaría en el mercado de libre competencia.
Cuando el Gobierno pretende fijar precios máximos tan sólo para algunos artículos, suele elegir ciertos productos básicos, alegando que es esencial que los pobres puedan adquirirlos a un coste «razonable». Supongamos que los productos elegidos para este propósito sean el pan, la leche y la carne.
El argumento esgrimido para mantener bajos los precios de estos artículos es, en líneas generales, el siguiente: si dejamos la carne a merced del mercado libre, el precio experimentará elevación por efectos de la disputada demanda, de forma que sólo los ricos podrán comprarla. La gente no tendrá carne, en relación a sus necesidades, sino tan sólo en proporción a su poder adquisitivo. Si mantenemos el precio bajo, todos podrán obtener una parte justa.
Lo primero que hay que resaltar en tal argumentación es que si fuera válida, habría que calificar la política adoptada de inconsistente y medrosa. Porque si el poder adquisitivo más que la necesidad, determina la distribución de carne a un precio de mercado natural de 65 centavos la libra, también lo determinaría, aunque quizá en grado ligeramente inferior, al precio legal máximo de, verbigracia, 50 centavos la libra. De hecho, el argumento «poder adquisitivo más bien que necesidad» conserva fuerza dialéctica mientras se cobra cualquier cantidad por la carne. Quedaría enervado tan sólo en el caso de que fuese regalada.
Ahora bien, los planes para tasar los precios suelen comenzar como esfuerzos para «impedir que suba el coste de la vida» y sus patrocinadores suponen inconscientemente que el precio fijado por el mercado en el momento de comenzar la intervención tiene algo de especialmente sacrosanto y «normal». El precio de partida se considera «razonable» y cualquiera por encima de él, «no razonable», con independencia de los cambios en las condiciones de producción o demanda sobrevenidas desde que fue establecido por vez primera.
Al discutir este tema, carece de sentido suponer un control de precios que fijase éstos exactamente donde los situaría en cualquier caso el mercado libre. Esto sería como si no existiera dicho control Debemos suponer que el poder adquisitivo de las gentes es mayor que la oferta de bienes disponibles y que los precios son mantenidos por el Estado por debajo de los niveles que alcanzarían en el mercado libre.
Ahora bien, no es posible mantener el precio de una mercancía por debajo de su nivel de mercado sin que, al mismo tiempo, se produzcan esas consecuencias. En primer término, un incremento en la demanda del artículo intervenido. Puesto que resulta más barato, el público se ve tentado y puede comprarlo en mayor cantidad. En segundo lugar, una reducción en la oferta. Al comprar más la gente, las existencias acumuladas desaparecen más rápidamente del comercio. Pero, además, la producción se contrae. Los márgenes de beneficios son reducidos o eliminados, con lo cual los productores marginales desaparecen. Incluso los más eficientes pueden llegar a experimentar pérdidas. Esto ocurrió durante la guerra, cuando la Oficina de Administración de Precios obligó a los mataderos a sacrificar y elaborar la carne por menos de lo que les costaba el ganado vivo y el trabajo de sacrificarlo y manipularlo.
Por consiguiente, en el mejor de los casos, la consecuencia de fijar un precio máximo a un artículo determinado será provocar su escasez. Esto es precisamente lo contrarío de lo que los gobernantes pretendían, pues precisamente los artículos objeto de tasa son los que más desean mantener en abundante oferta. Ahora bien, cuando limitan los salarios y beneficios de quienes los fabrican, sin intervenir al mismo tiempo los de aquellos que producen artículos de lujo o semilujo, desalientan la producción de artículos de primera necesidad sometidos a tasa y estimulan la fabricación de mercancías menos esenciales.
Algunas de estas consecuencias terminan por aparecer con toda claridad a los gobernantes, quienes entonces adoptan nuevos sistemas y controles en un intento de eludirlas. Entre ellos figuran el racionamiento, el control de costos, los subsidios y la fijación general de precios. Examinemos sucesivamente cada uno de ellos.
Cuando aparece la escasez de cualquier producto, a causa de la fijación de su precio por debajo del de mercado libre, los consumidores ricos son acusados de «haberse apoderado de más de lo que en justicia les corresponde», o, si se trata de materia prima indispensable para un proceso de fabricación, se culpa a las empresas particulares de «acaparar». El Gobierno adopta entonces una serie de normas disponiendo quién tendrá prioridad para adquirir tal mercancía, o a quién y en qué cantidad será adjudicada, o cómo ha de ser racionada. Si se adopta el sistema de racionamiento, cada consumidor puede disponer sólo de determinado suministro máximo, sin consideración a cuanto se halle dispuesto a pagar por mayor porción.
En una palabra, si se establece un sistema de racionamiento, ello significa que el Gobierno instaura un doble sistema de precios o un doble sistema monetario, en el cual cada consumidor ha de poseer cierto número de cupones o «puntos», además de una determinada cantidad de dinero. O lo que es igual, el Gobierno trata de hacer mediante el racionamiento parte de lo que en un mercado libre habría hecho a través de los precios. Digo sólo parte, porque el racionamiento simplemente limita la demanda, sin estimular al mismo tiempo la oferta, como hubiera hecho un precio más elevado.
El Gobierno puede tratar de asegurar el aprovisionamiento extendiendo su control a los costos de producción de un artículo. Para mantener bajo el precio de la carne al detalle, por ejemplo, puede fijar su precio al por mayor, el precio en matadero, el del ganado vivo y el de los piensos, más los salarios de los braceros del campo. Para mantener bajo el precio de la leche, puede intentar fijar los salarios de los repartidores, el precio de los envases, el de la leche en las granjas y el de los piensos. Para contener el precio del pan, puede fijar los salarios en la industria panadera, el precio de la harina, los beneficios de los harineros, el precio del trigo, y así sucesivamente.
Pero a medida que el Estado extiende esta intervención de los precios, extiende también las consecuencias que en un principio le llevaron por este camino. Suponiendo que tenga suficiente decisión para fijar esos costos y sea capaz de hacer cumplir sus resoluciones, no consigue otra cosa sino provocar la escasez en los diversos factores —mano de obra, piensos, trigo, etcétera— que intervienen en la producción de los artículos resultantes. Así, los gobernantes se ven obligados a implantar controles en círculos cada vez más amplios cuya consecuencia final conduce a la fijación general de precios.
El Estado puede intentar solucionar la dificultad apelando a los subsidios. Reconoce, por ejemplo, que cuando mantiene el precio de la leche o la mantequilla por debajo del nivel del mercado o del nivel relativo en que fija otros precios, puede producirse una escasez por defecto de los inferiores salarios o márgenes de beneficios en la producción de leche o mantequilla, comparados con otras mercancías. Por consiguiente, el Estado trata de desvirtuar los efectos pagando un subsidio a los productores de leche y mantequilla. Prescindiendo de las dificultades administrativas que todo ello implica y suponiendo que el subsidio sea suficiente para asegurar la producción relativa deseada de leche y mantequilla, es notorio que si bien el subsidio es pagado a los productores, los realmente subvencionados son los consumidores. Porque los productores, en definitiva, no reciben por su leche y mantequilla más de lo que obtendrían si se les permitiese aplicar un precio libre a tales productos, pero en cambio, los consumidores los obtienen a un precio muy por debajo al del mercado libre. Están, pues siendo subvencionados en la diferencia, es decir, en el importe del subsidio pagado aparentemente a los productores.
Ahora bien, a menos que el artículo así subvencionado se halle también racionado, serán quienes dispongan de mayor poder adquisitivo los que podrán adquirirlo en mayor cantidad. Ello significa que tales personas están siendo más subvencionadas que los económicamente más débiles. Quién subvenciona a los consumidores dependerá dé la forma en que se articule el régimen fiscal. Ahora bien, resulta que cada persona, en su papel de contribuyente, se subvenciona a sí misma en su papel de consumidor. Y resulta un poco difícil determinar con precisión en este laberinto quién subvenciona a quién. Lo que se olvida es que alguien paga los subsidios y que no se ha descubierto aún el método para que la comunidad obtenga algo a cambio de nada.