La economía en una leccion (18 page)

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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: La economía en una leccion
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La mayoría de estas políticas se basaron en el supuesto de que sólo existe una cantidad fija de trabajo a realizar, un determinado «fondo laboral» que ha de repartirse entre tantas gentes y horas como sea posible, a fin de no consumirlo demasiado pronto. Esta creencia es totalmente falsa. No hay en realidad límite alguno al trabajo a realizar. El trabajo crea trabajo. Lo que A produce origina la demanda de lo que produce B.

Pero puesto que esta falsa suposición existe y sobre ella están basadas las directrices del los sindicatos, ha provocado una reducción de la productividad por debajo del nivel que de otro modo se hubiera alcanzado. Por consiguiente, su efecto a largo plazo y para todos los grupos de trabajadores ha sido relucir los salarios reales, es decir, los salarios en relación con las cosas que pueden comprar. La verdadera causa del tremendo incremento experimentado por los salarios reales en el último medio siglo (especialmente en los Estados Unidos) ha sido, repitámoslo, la acumulación de capital y el enorme avance de la técnica que tal acumulación ha hecho posible.

La reducción del incremento de los salarios reales no es, por supuesto, consustancial a la naturaleza de los sindicatos. Ha sido el resultado de una política poco perspicaz. Todavía estamos a tiempo de cambiarla.

19. «SUFICIENTE PARA ADQUIRIR EL PRODUCTO CREADO»
1

Los escritores de economía no profesionales están pidiendo siempre precios «justos» y salarios «justos». Estos conceptos nebulosos de la justicia económica nos llegan desde los tiempos medievales. Por el contrario, los economistas clásicos elaboraron un concepto diferente, el de precios funcionales y salarios funcionales. Precios funcionales son aquellos que estimulan un máximo volumen de producción y ventas. Salarios funcionales son aquellos que tienden a crear el máximo volumen de empleo y las más crecidas nóminas. El concepto de salarios funcionales ha sido adoptado, en una forma adulterada, por los marxistas y aquellos de sus discípulos inconscientes que integran la escuela del poder adquisitivo. Ambos grupos dejan a mentes menos alambicadas la cuestión de si los existentes salarios son «justos». La cuestión real —insisten— es si serán eficaces o no. Y los únicos salarios eficaces —nos dicen—, los únicos salarios que evitarán una inminente catástrofe económica son aquellos que permitan al trabajo «adquirir el producto que crea». Los marxistas y las escuelas del poder adquisitivo atribuyen toda depresión del pasado al hecho de no haberse pagado nunca tales salarios. E independientemente del momento en que hablan, hállanse seguros de que los salarios no son todavía suficientemente elevados para que pueda adquirirse el producto elaborado.

Esta doctrina ha resultado particularmente eficaz en mano de los dirigentes sindicales. No confiando en su habilidad para despertar el interés del público o para persuadir a los empresarios (malvados por definición) de la necesidad de ser «justos», se han aferrado a una calculada dialéctica para apelar a los motivos egoístas del público e incitarle a que exija de los empresarios la satisfacción de sus demandas.

Sin embargo, ¿cómo vamos a saber precisamente si el trabajo cuenta con «lo suficiente para comprar el producto creado»? O bien ¿cuándo tiene más de la cuenta? ¿Cómo vamos a determinar exactamente la cantidad adecuada? Los defensores de la doctrina no parecen haberse molestado gran cosa en contestar a tales interrogantes, por lo que habremos de tratar de hacerlo nosotros mismos.

Algunos patrocinadores de la teoría parecen propugnar que los trabajadores de cada industria han de recibir lo suficiente para poder adquirir el producto particular que elaboran. Ahora bien, parece seguro que con ello no pretenden que los obreros productores de ropas baratas reciban lo indispensable para poder comprar ropas baratas y los que fabrican abrigos de visón lo necesario para poder adquirirlos, o que los operarios de la empresa Ford obtengan lo suficiente para comprar automóviles Ford y los de la firma Cadillac para adquirir automóviles Cadillac.

Sin embargo, interesa recordar que los sindicatos de la industria automovilística, en una época en que la mayoría de sus miembros figuraba ya en el tercio superior de los asalariados del país y en la que su salario semanal, según las cifras oficiales, era ya un 20 por 100 más elevado que el salario medio pagado en las factorías y casi el doble del que se abonaba en el comercio al por menor, demandaban un incremento del 30 por 100 a fin de que pudiesen, según uno de sus portavoces, «apuntalar nuestras posibilidades, en rápido proceso de debilitamiento, para absorber los artículos que nuestra capacidad nos permite producir».

¿Qué decir entonces del obrero fabril medio y del empleado del comercio al por menor? Si bajo tales circunstancias los obreros de la industria del automóvil necesitaban un incremento del 30 por 100 para evitar el colapso de la economía, ¿hubiese sido suficiente sólo un 30 por 100 para los demás? ¿O hubiesen requerido aumentos del 55 al 160 por 100 para proporcionarles igual poder adquisitivo
per capita
que a los obreros de la industria automovilística? (Podemos estar seguros, si la historia de la negociación salarial, aun dentro de cada sindicato, representa alguna guía, de que los obreros del automóvil habrían insistido, caso de haberse implantado esta última pretensión, en el mantenimiento de las diferencias existentes, pues la pasión por la igualdad económica, lo mismo entre los miembros sindicados que entre el resto de los humanos, con la excepción de raros filántropos y santos, impulsa a pretender tanto como lo que ya alcanzaron los que están situados por encima de nosotros en la escala económica; pero no a facilitar a los que están por debajo lo mismo que obtenemos nosotros. Ahora bien, es la lógica y la consistencia de una determinada teoría económica, en lugar del estudio de tan lamentables debilidades de la naturaleza humana, lo que por el momento nos interesa).

La afirmación de que el trabajo debe recibir lo suficiente para adquirir el producto elaborado no es otra cosa que un aspecto particular de la teoría general del «poder adquisitivo». El salario de los obreros, se afirma muy razonablemente por cierto, constituye su poder adquisitivo. Pero también es exacto que los ingresos de los restantes miembros de la colectividad —tenderos, propietarios, empresarios— constituyen sus respectivos poderes adquisitivos para comprar lo que otros han de vender. Y una de las cosas más importantes para la que los demás han de encontrar compradores es su trabajo.

Además, todo ello ofrece también contraria perspectiva. En una economía de mercado, la renta de cada uno de sus componentes figura necesariamente como costo en la contabilidad de algún otro miembro. Cualquier incremento en los salarios hora, a menos o hasta que se ve a compensado por igual incremento en la productividad por hora, supone un aumento de los costos de producción. Un aumento en los costos de producción, cuando el Estado controla y prohíbe toda subida de precios, absorbe los beneficios de los productores marginales, causa su ruina económica, implica un descenso en la producción y determina un aumento del paro. Aun en el caso de ser posible un aumento de precios, su elevación desanima a los compradores, contrae el mercado y da lugar también al paro. Si un incremento del 30 por 100 en los salarios hora concluye por forzar un aumento del 30 por 100 en los precios, los trabajadores no pueden obtener el producto en mayor cantidad que antes, por lo que es imposible salir del círculo vicioso.

Indudablemente, muchos rechazarán la afirmación de que un incremento del 30 por 100 en los salarios puede determinar igual porcentaje en el incremento de los precios. Cierto que este resultado sólo puede producirse a largo plazo y si la política monetaria y crediticia da lugar a ello. Si el dinero y el crédito son tan inelásticos que no aumentan cuando se elevan los salarios (y si suponemos que los salarios más elevados no están justificados por la productividad laboral en términos de dólares), entonces el principal efecto de elevar los tipos de salarios consistirá en forzar el paro.

Y en tal caso es probable que el total de nóminas tanto en dólares como en poder adquisitivo real, sea inferior que antes, toda vez que un aumento del paro (producido por la política sindical y no resultado transitorio de los avances técnicos) significa necesariamente una producción más reducida de artículos para todos. Y no es verosímil suponer que este descenso en el volumen total de la producción quede compensado por el mayor porcentaje que el sector laboral adquiere de la menor cantidad de bienes que ahora se produce. Paul H. Douglas, en los Estados Unidos, tras analizar una gran cantidad de estadísticas, y A. C. Pigou, en Inglaterra, aplicando métodos casi puramente deductivos, llegaron por separado a la conclusión de que la elasticidad de la demanda de trabajo se halla entre –3 y –4, aproximadamente. Esto significa, en lenguaje menos técnico, que «una reducción del 1 por 100 en el valor real del salario, normalmente incrementa la demanda global de trabajo en proporción no inferior al 3 por 100»
[8]
. O para exponerlo de otra forma, «si los salarios son aumentados por encima del nivel de la productividad marginal, el descenso en el número de empleos será normalmente tres o cuatro veces mayor que el incremento en el importe del salario hora»
[9]
, de manera que el ingreso total de los obreros quedaría correspondientemente reducido.

Aun cuando estas cifras representaran solamente la elasticidad de la demanda de trabajo en determinado período del pasado y no fueran aplicables al futuro, merecerían, sin embargo, ser objeto de seria meditación.

2

Pero ahora partamos del supuesto que el alza de salarios va acompañada o seguida de un suficiente incremento del dinero y crédito, evitándose de tal suerte que se registre un considerable paro. Si suponemos que la anterior relación entre salarios y precios era «normal» a largo plazo, en tal caso es muy probable que un forzado incremento en los salarios, pongamos del 30 por 100, dé lugar finalmente a un aumento en los precios de análogo porcentaje.

La creencia de que el aumento de precios sería inferior al indicado se apoya en dos errores principales. El primero consiste en suponer que los salarios que se pagan a los obreros de determinada empresa o industria representan todo el coste de la mano de obra necesaria para la producción de la mercancía acabada. Pero cada industria representa no sólo una sección del proceso productivo considerado «horizontalmente», sino también una sección del mismo proceso considerado «verticalmente». Así, el costo de la mano de obra directamente empleada en las fábricas de la industria automovilística puede ser inferior, pongamos por caso, al tercio de los costos totales de fabricación de los automóviles, circunstancia que puede inducir a los incautos a creer que un incremento del 30 por 100 en los salarios daría lugar a un aumento de sólo un 10 por 100 o menos en los precios de los automóviles. Ahora bien, tal razonamiento implicaría prescindir de los costos indirectos de los salarios invertidos en las materias primas y piezas adquiridas en otras factorías, en los transportes, en nuevas fábricas o maquinarias, o del margen de utilidad del vendedor.

Los cálculos oficiales muestran que en el período de quince años que va de 1929 a 1943 inclusive, los sueldos y salarios representaron en los Estados Unidos un promedio del 69 por 100 de la renta nacional; estos sueldos y salarios, naturalmente, hubieron de pagarse extrayéndolos de la producción nacional. Aunque habría que efectuar tanto adiciones cómo sustracciones a esa cifra para obtener un cálculo exacto de lo que absorbe «el trabajo», podemos estimar sobre tal base que los costos de la mano de obra no pueden ser inferiores a dos tercios, aproximadamente, de los costos totales de producción, pudiendo llegar a superar los tres cuartos (según la definición que demos al «trabajo»). Si adoptamos el menor de estos dos cálculos y también suponemos que permanezcan invariables los márgenes de beneficios en dólares, es evidente que un incremento del 30 por 100 en los costos de personal, para toda la industria en general, supondría un aumento aproximado del 20 por 100 en los precios.

Pero tal cambio significaría que el margen de beneficios en dólares que representa la renta de los accionistas, directores de empresas y comerciantes individuales, contaría con sólo un 84 por 100, pongamos, del anterior poder adquisitivo. Su efecto a largo plazo sería provocar una disminución en nuevas inversiones y empresas, con la forzada transferencia de aquellos empresarios que figuraban al pie de la escala empresarial a las categorías más elevadas del grupo asalariado, hasta que se hubiesen restablecido relaciones similares a las anteriores. Pero esto es sólo un modo distinto de decir que un incremento del 30 por 100 en los salarios, en las condiciones supuestas, terminaría por implicar también un incremento del 30 por 100 en los precios.

De cuanto queda expuesto no se desprende necesariamente que los asalariados no experimentarían mejora relativa alguna. Sin duda la obtendrían, pero otros sectores de la población sufrirían pérdidas equivalentes durante el período de transición. Ahora bien no es probable que esta relativa ganancia signifique una ganancia absoluta, pues la clase de cambio en la relación de costos y precios que aquí se plantea difícilmente podría tener lugar sin originar paro y desequilibrar, interrumpir o restringir la producción; de manera que aun cuando el trabajo pudiera obtener durante el período de transición y reajuste a un nuevo equilibrio una porción mayor de un pastel más pequeño, es dudoso que ésta excediera en tamaño absoluto (y bien pudiera resultar menor) a la anterior porción que recibía de un pastel más voluminoso.

3

Esto último nos conduce al examen del verdadero significado y alcance del equilibrio económico. Salarios y precios en equilibrio son aquellos que consiguen igualar la oferta y la demanda. Si se intenta elevar los precios, ya sea por intervención estatal o coacción privada por encima de su nivel de equilibrio, la consiguiente reducción o eliminación de los beneficios supondrá un descenso de la oferta y de la nueva producción. En consecuencia, cualquier intento de forzar los precios por encima o debajo de su nivel de equilibrio (hacia el que constantemente tiende a llevarlos un mercado libre) contribuirá a hacer descender el volumen total del empleo y de la producción por debajo del nivel que de otro modo se habría alcanzado libremente.

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