Si artificialmente se mantiene excesivamente bajo el tipo de interés, en relación con el riesgo afrontado, el ahorro se paraliza y cesa el ofrecimiento de capitales a préstamo. Aquellos que abogan por una política monetaria de «dinero barato» imaginan que el ahorro se produce automáticamente, sin que le afecte el tipo de interés, porque piensan que los ricos ahítos ningún otro destino podrían dar a su dinero. Hacen constantes alusiones, sin molestarse en concretarlo, a un determinado nivel de ingresos que obligaría a quien lo rebasara a economizar un mínimo fijo, con independencia del tipo de interés o del riesgo que asuma el prestamista.
En realidad, la capacidad de cualquiera de hacer economías se ve afectada por todo cambio del tipo de interés, aun cuando fuera absurdo negar que la repercusión es mucho menor, proporcionalmente, en el caso de los muy ricos que si se trata de personas de posición económica más débil. Afirmar, utilizando un símil extremado, que el volumen del ahorro real no quedaría reducido ante una sustancial rebaja en el tipo de interés es como asegurar que la total producción de azúcar no se vería disminuida por un sustancial descenso del precio, en razón a que los productores eficientes que elaboran dicho artículo a costos más reducidos continuarían cosechando iguales cantidades que antes. El razonamiento hace caso omiso del ahorrador modesto e incluso de la gran mayoría de quienes ahorran.
Mantener los tipos de interés artificialmente bajos produce iguales efectos que cuando se fija cualquier otro precio por debajo de su nivel natural de mercado. Incrementa la demanda y reduce la oferta. Aumenta la demanda de capital y disminuye la oferta de auténtico capital. Crea escasez y provoca perturbaciones y distorsiones de la economía. Es indudable que la reducción artificial del tipo de interés estimula la demanda de créditos y en consecuencia fomenta aventuras económicas de carácter francamente especulativo incapaces de sobrevivir cuando desaparecen las arbitrarias condiciones que motivaron su nacimiento. Por lo que a la oferta respecta, la reducción artificial del tipo de interés desalienta la normal tendencia a hacer economías y al ahorro, conduciendo a una relativa escasez de capital real.
El interés del dinero puede, sin duda, mantenerse artificialmente bajo si sustituimos el ahorro auténtico por una constante apelación al incremento de la circulación fiduciaria o a la expansión de los créditos bancarios. Este mecanismo es capaz de provocar la ilusión de que se dispone de un capital mayor, de idéntica manera que la adición de agua puede producir la ilusión de más leche. Ahora bien, de esta forma se entroniza una política de persistente inflación. Es un proceso que no hace sino acumular peligros. El interés aumentará y la crisis se desencadenará, tanto si detenemos la inflación o la proseguimos a un ritmo más lento como si acudimos a la deflación. En una palabra, cualquier política de dinero barato provoca en última instancia oscilaciones en los negocios mucho más violentas que aquellas que se pretendía remediar o prevenir.
Si la injerencia gubernamental no se esfuerza en manipular, mediante medidas inflacionarias y al margen del mercado, los tipos de interés del dinero, la acumulación del ahorro provocará un descenso en el tipo de interés, creando de tal forma su propia demanda por un proceso natural. La incrementada oferta de capital en busca de inversores forzará a quienes ahorran a aceptar un tipo de interés más bajo. Esto significará que será mayor el número de empresas que podrán disponer de créditos, porque las perspectivas de obtener beneficios con las nuevas maquinarias o fábricas adquiridas con ellos compensarán el precio pagado por los fondos que les fueron anticipados.
Llegamos así a la última falacia sobre el ahorro que me propongo analizar. Se trata de la suposición, con tanta frecuencia exteriorizada, de que existe un limite fijo para la cantidad de capital, que puede ser efectivamente absorbido, e incluso que el límite de expansión de capital ha sido alcanzado. Es inexplicable que tal creencia pueda prevalecer aún entre gentes ignorantes y más absurdo todavía que expertos economistas la sustenten. Prácticamente la totalidad de la riqueza del mundo actual, lo que en realidad le separa y diferencia del mundo preindustrial del siglo XVII, consiste en el capital acumulado.
Este capital está formado, en parte, por muchas cosas que parece mejor calificarlas de bienes de consumo duraderos: automóviles, frigoríficos, muebles, escuelas, academias, iglesias, bibliotecas, hospitales y, sobre todo, viviendas. Nunca en la historia humana se ha dispuesto de número suficiente de viviendas. Existe todavía una extraordinaria escasez en razón a las enormes destrucciones de la segunda guerra mundial y las demoras experimentadas por tal causa en la construcción. Pero incluso si fueran suficientes, desde un punto de vista puramente numérico, las mejoras cualitativas son posibles y deseables, sin limitación alguna, en todas, con la sola excepción de las más lujosas.
La otra parte del capital es la que podemos denominar capital propiamente dicho. Consiste en los instrumentos de producción, que comprenden desde la más rudimentaria hacha, cuchillo o arado, a la más complicada maquinaria, el mayor generador eléctrico o ciclotrón o la fábrica más maravillosamente equipada. Tampoco en este caso hay límite cuantitativo, y sobre todo cualitativo, para la expansión posible y deseable. No habrá un «exceso» de capital hasta que el país, menos desarrollado industrialmente aparezca tan bien equipado técnicamente como el más avanzado; hasta que nuestra más ineficiente fábrica sea equiparada a la que posea el equipo más reciente y perfecto; hasta que los más modernos instrumentos de producción hayan alcanzado un punto en que el ingenio humano sea incapaz de mejorarlos. Mientras estas metas no se alcancen, quedará ilimitado espacio para acumular más capital.
Ahora bien, ¿cómo puede ser «absorbido» el capital adicional? ¿Cómo puede ser pagado? Si es puesto aparte y ahorrado, se absorberá y pagará a sí mismo. Los empresarios lo invierten en nuevos instrumentos de producción, es decir, compran nuevas, mejores y más ingeniosas máquinas, porque reducen el costo de producción. Crean artículos que el trabajo manual, sin ayuda técnica, sería en absoluto incapaz de producir (entre ellos figuran hoy la gran mayoría de objetos que nos rodea: libros, máquinas de escribir, automóviles, locomotoras, puentes colgantes), o bien incrementan enormemente las cantidades que pueden producirse, o también (y esto no es sino decir lo que antecede en forma distinta) reducen los costos de producción por unidad. Y como no hay límite alguno asignable al grado de reducción de los costos de producción por unidad —hasta que todo pueda ser producido sin costo—, no existe tampoco para la cantidad de nuevo capital que pueda ser absorbido.
La constante reducción de los costos de producción unitarios originada por la adición de nuevo capital produce uno de estos dos efectos, cuando no ambos: reduce el precio de los artículos para el consumidor e incrementa los salarios de los trabajadores que disponen de nuevas máquinas, porque aumenta su capacidad productiva. Así, una máquina nueva beneficia a la vez a quienes directamente la utilizan y a la gran masa de consumidores. En el caso de estos últimos, podemos decir que les proporciona más y mejores artículos por el mismo dinero, o lo que es igual, que incrementa sus ingresos reales. En el caso de los obreros que utilizan las nuevas máquinas, aumenta doblemente su salario real al incrementar también sus ingresos en efectivo. Un ejemplo típico nos lo proporciona la industria del automóvil. La de los Estados Unidos paga los salarios más altos del mundo e incluso los más elevados dentro del país. Sin embargo, los fabricantes de coches norteamericanos pueden competir con los del mundo, porque su costo por unidad es más bajo. Y su secreto radica en el hecho de que el capital empleado en fabricar automóviles americanos es mayor, por obrero y por automóvil, que en ninguna otra parte del mundo.
Sin embargo, hay quienes piensan que hemos alcanzado el final de este proceso
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e incluso quienes consideran que aun cuando no haya sido alcanzado, el mundo comete una locura al seguir ahorrando y añadiendo nuevas reservas al capital acumulado.
No será difícil decidir, después del anterior análisis, quiénes son los verdaderos locos.
El objeto de la ciencia económica, como con tanta reiteración se ha expuesto, es percibir consecuencias secundarias. También lo es, naturalmente, prever consecuencias generales. Para ser breves, es la ciencia que calcula los resultados de determinada política económica, simplemente planeada o puesta en práctica, no sólo a corto plazo y en relación con algún grupo de intereses especiales, sino a la larga y en relación con el interés general de toda la colectividad.
Esta ha sido la lección que ha constituido el objeto específico del presente libro. Primeramente la expusimos en forma esquemática, completando ulteriormente su trazado con multitud de casos prácticos.
Sin embargo, a lo largo de estas concretas ilustraciones surgieron otras enseñanzas de tipo general, a las que convendría aludir ahora de modo más preciso.
Al constatar que la economía es una ciencia que se preocupa de ponderar resultados futuros, debemos haber advertido que, al igual que ocurre con la lógica y las matemáticas, forma parte esencial de su objeto el percibir ineludibles deducciones racionales.
Cabe ilustrar lo anterior mediante una elemental ecuación algebraica Supongamos que x = 5, y que x + y= 12. La «solución» de esta ecuación será que y es igual a 7; pero esta ineludible deducción lógica se alcanza precisamente porque la ecuación nos dice que, en efecto, y es igual a 7. La ecuación no hace directamente tal afirmación; pero claramente se infiere de la conexión o ilación lógica latente en ella.
La verdad contenida en esta elemental ecuación reaparece en las más complicadas y abstrusas ecuaciones matemáticas. La solución se halla implícita en el enunciado del problema. Es cierto que el desarrollo de una ecuación puede exigir especial atención y no lo es menos que su solución causa, en ocasiones, maravillosa sorpresa a quienes lograron resolverla. Incluso puede producirles la impresión de haber realizado un nuevo descubrimiento —algo semejante a la emoción que experimenta el aficionado a la astronomía cuando «un nuevo planeta» atraviesa su campo visual—. Esta sensación de descubrimiento puede estar justificada, desde luego, por las consecuencias teóricas o prácticas de la solución hallada No obstante, la respuesta estaba implícita en el enunciado del problema, aun cuando no fuera posible a la mente aprehenderla inmediatamente. Pues, como las matemáticas constantemente nos recuerdan, las inferencias ineludibles no son necesariamente verdades de evidencia inmediata.
Todo esto es igualmente cierto por lo que respecta a la economía. En este aspecto, la ciencia económica podría compararse también a la ingeniería. Cuando un ingeniero se halla ante un problema, primeramente debe determinar todos los datos que guardan relación con el mismo. Si diseña un puente para unir dos puntos, deberá conocer, ante todo, la distancia exacta entre dichos puntos, la naturaleza topográfica del terreno, la carga máxima que habrá de soportar, la resistencia a la tensión y compresión del acero u otro material con el que vaya a construirlo, y las fuerzas y presiones a que habrá de estar sometido el puente una vez finalizado. Gran parte de esta información le ha sido facilitada por otras personas. También sus predecesores desarrollaron oportunamente complicadas ecuaciones matemáticas mediante las cuales, conociendo las características de los materiales y los esfuerzos exigidos, cabrá determinar el diámetro, forma, número y estructura de sus pilares, cables y vigas.
Del mismo modo, el economista, al enfrentarse con un problema práctico, debe conocer tanto los datos esenciales de su planteamiento como las deducciones válidas que pueden inferirse lógicamente. En la ciencia económica, el dominio del aspecto deductivo es tan importante como el conocimiento adecuado de los hechos que se contemplan. Podemos decir de él lo que Santayana afirmó refiriéndose a la lógica (igualmente aplicable a las matemáticas), que «señala la irradiación de la verdad» de tal suerte que «cuando se conoce el contenido fáctico de uno de los términos de una proposición lógica, la totalidad del sistema ligado a este término se vuelve, por así decirlo, luminosa»
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Ahora bien, pocas son las personas capaces de percibir las deducciones que ineludiblemente se infieren de las afirmaciones de carácter económico que constantemente formulan. Cuando dicen que el camino para la salvación económica es aquel que conduce al incremento del «crédito», equivale a afirmar que la solución del problema económico consiste en incrementar las deudas; ambas manifestaciones no son más que denominaciones diferentes del mismo proceso visto desde ángulos opuestos. Cuando aseguran que el secreto de la propiedad radica en el incremento de los precios agrícolas es como si insinuaran que para alcanzar la prosperidad precisa encarecer los alimentos del obrero urbano. Cuando afirman que el medio de impulsar la riqueza nacional consiste en prodigar la ayuda estatal, en realidad es como si proclamaran que el medio más idóneo de alcanzar tal riqueza consiste en aumentar las cargas fiscales. Cuando convierten el incremento de las exportaciones en uno de sus principales objetivos, la mayor parte de ellos no perciben que en definitiva su objetivo equivale necesariamente al aumento de las importaciones. Cuando afirman que en cualquier supuesto el éxito de la recuperación lo encontraremos en el aumento de los salarios, tan sólo han conseguido descubrir otra manera de proclamar que la recuperación económica se cifra, según ellos, en el incremento de los costos de producción.
Esto no implica que la propuesta original haya de ser necesariamente dañosa bajo cualquier circunstancia, porque, al igual que la moneda, tenga su lado opuesto, o porque la propuesta a la que realmente equivale o su auténtica denominación nos parezcan menos atractivas. Puede haber ocasiones en que un aumento de las deudas carezca de importancia si se le compara con el beneficio proporcionado por los fondos anticipados; cuando es imprescindible una subvención estatal para lograr cierto objetivo provechoso para la colectividad; cuando determinada industria puede permitirse un incremento en los costos de producción, etc. Pero debemos asegurarnos en cada caso de que se consideró atentamente el anverso y el reverso de la moneda y se tuvieron en cuenta todas las repercusiones, favorables y adversas, de cada propuesta. Y esto se hace muy raras veces.