La emperatriz de los Etéreos (15 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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Y en aquel momento, cuando Bipa ya estaba pensando seriamente en dar media vuelta y regresar por donde había venido, una de las personas blancas se adelantó. El hombre no tenía nada especial, nada que lo diferenciase de los demás, excepto una gema que llevaba engarzada en una diadema de cristal que ceñía su frente. Salvo por el color, que era, naturalmente, blanco, la piedra era idéntica al
Ópalo
de Bipa.

Ella procuró no fijarse demasiado en la diadema. Había guardado su propio
Ópalo
bajo la ropa, ocultándolo de miradas curiosas, mucho antes de alcanzar las puertas de aquel insólito y hermoso lugar.

—Bienvenida, joven
opaca
—dijo el hombre de la diadema, y sus palabras tenían la sutilidad de la niebla y la ligereza del aire—. Soy el Señor de la Ciudad de Cristal. Nosotros, los
cristalinos
, te acogemos en nuestro hogar, tan sólo una etapa más en tu camino hasta el palacio de la Emperatriz.

Por fin, Bipa fue capaz de hablar:

—¿Cómo... cómo sabes que voy al palacio de la Emperatriz?

Los inexpresivos rasgos del Señor de la Ciudad de Cristal mostraron una extraña sonrisa.

—Porque no hay ningún otro lugar adónde ir. Pero no temas; tú ya has descubierto el verdadero
Camino
y ya has empezado a
Cambiar
—pronunció la última palabra con un tono especial, anhelante y a la vez un tanto siniestro, que hizo estremecer a Bipa.

—No, yo... veréis, no quiero
Cambiar
. Sólo estoy buscando a alguien. Alguien... como yo. Un chico que se fue de casa hace tiempo. Era...

Pero el Señor de la Ciudad de Cristal ya no la escuchaba.

—¿No quieres
Cambiar
? Por tu aspecto entiendo que aún no has contemplado el esplendor de la
Estrella
de la Emperatriz en toda su magnificencia. ¿Cómo es posible que Gélida nos haya mandado a alguien como tú?

Bipa retrocedió un par de pasos, con cautela.

—Bien, en realidad no me ha enviado Gélida. He venido por mi cuenta, pero no quiero causar molestias. Buscaré a mi amigo Aer y, si no está en la ciudad, seguiré mi camino... Sólo pido que nos acojáis a mí y al gólem que me acompaña una noche o dos, a lo sumo... Es cierto que yo estoy cansada y hambrienta, pero Nevado no come ni duerme, y es muy discreto, no molestará...

Bipa calló de pronto, dándose cuenta de que sus palabras no hacían sino empeorar la situación.

—¿Pretendes que dejemos entrar a «eso» en nuestra ciudad? —señaló uno de los llamados
cristalinos
.

—No veo por qué no —replicó Bipa—. Ya he dicho que no molesta. Claro que puede quedarse aquí fuera, seguro que no le importará, pero, en cualquier caso...

—Mi señor —interrumpió uno de los hombres de la Ciudad de Cristal—, no podemos acogerla porque ha eludido varias etapas. No está
Caminando
como es debido.

—¿Y cómo debería estar caminando? —intervino Bipa, perpleja—. ¿De espaldas? ¿A la pata coja?

Nadie hizo ningún comentario al respecto, pero a la muchacha le pareció que los rostros de las personas blancas ya no se mostraban apacibles, sino peligrosamente severos.

—Para llegar al palacio de la Emperatriz —dijo el Señor de la Ciudad de Cristal con suavidad— debes seguir el
Camino
y debes
Cambiar
con él. Todos nosotros fuimos en el pasado
opacos
, como tú, pero seguimos el
Camino
, y el
Camino
nos trajo hasta aquí. Todos deben evolucionar para llegar a la siguiente etapa. Si tú no lo haces, nunca podrás llegar. Y si no puedes pasar a la siguiente etapa, no alcanzarás tampoco a tu amigo, el muchacho opaco que estás buscando; pues él llegó hace tiempo y se marchó porque ya estaba preparado. En cambio, tú no lo estás, así que no se te permitirá pasar de aquí.

Y, una a una, aquellas personas de albos cabellos y rostros blancos le dieron la espalda y volvieron a entrar en la Ciudad. Los gólems de cristal las siguieron, y Bipa advirtió que caminaban lenta y pesadamente, como si estuviesen terriblemente cansados. El último fue su señor. Se quedó mirando a Bipa un instante mientras ella trataba de asimilar todo lo que le había dicho.

—Los Ojos me han engañado esta vez —comentó él—. Me pareció que avanzabas con el valor y la determinación de un
Caminante
, como el muchacho que vino antes que tú. Pero no eres una
Caminante
. Apenas has
Cambiado
. Si no tienes deseos de ver a la Emperatriz, ¿qué es lo que te mueve? ¿Cómo has podido llegar hasta aquí?

—No quiero cambiar —insistió Bipa, sin contestar a la última pregunta—. No siento deseos de ver a la Emperatriz, pero, si he de seguir a Aer hasta su mismísimo palacio, ella tendrá que verme tal y como soy. Y si no le gusto, mala suerte. Esto es lo que hay.

El Señor de la Ciudad de Cristal esbozó una breve sonrisa.

—Pequeña necia —murmuró—. Tú puedes
Caminar
y
Cambiar
. A mí no me está permitido. Y, sin embargo, rechazas la posibilidad de alcanzar la gracia de la Emperatriz... por propia voluntad.

»Tu obstinación será tu perdición, joven
opaca
. Porque si no sigues el
Camino
, no llegarás a ninguna parte y tampoco podrás reunirte con tu amigo. Él
Cambió
en apenas unos días y prosiguió el viaje hacia su destino. La Emperatriz lo llama con fuerza y con insistencia. Lo ha elegido a él y le ha dado la oportunidad de
Cambiar
muy deprisa, cuando a la mayoría de los habitantes de esta ciudad les cuesta mucho tiempo, años incluso, alcanzar el siguiente estadio. En cambio tu opacidad, muchacha, es absoluta e incluso insultante. Regresa con los tuyos. Jamás lograrás alcanzarlo. Él ya no está a tu nivel. Pertenece a la Emperatriz, y a su palacio no pueden llegar los
opacos
como tú. Abandona. Vuelve atrás. Regresa.

Y, con estas palabras, el Señor de la Ciudad de Cristal le dio la espalda. Bipa no tuvo fuerzas para detenerlo. Estaba demasiado cansada, demasiado desalentada. A través de un velo de lágrimas, vio cómo el Señor de los
cristalinos
traspasaba de nuevo las puertas de su ciudad. La muchacha se secó los ojos y volvió a mirar, y por un instante le pareció que las formas de los edificios de cristal se adivinaban a través del cuerpo de aquel hombre impasible, como si no estuviese hecho de carne, sino de algo translúcido como el cuarzo que pendía del cuello de Bipa. Pero no pudo compararlo, porque las puertas se cerraron tras él.

La chica se dejó caer en el suelo, agotada. Nevado se sentó junto a ella.

—Y ahora, ¿qué? —le confió al gólem—. Si tuviera fuerzas aporrearía esa puerta hasta que nos dejasen entrar. Pero no las tengo. Y tampoco me veo capaz de regresar a casa desde aquí, sola. Estoy demasiado lejos. Nunca tendría que haber partido en busca del imbécil de Aer. ¡Elegido! ¡Caminante! ¡
Cambio
s! ¡Bah!

Sin embargo, no pudo evitarlo. Se echó a llorar en silencio, ocultando el rostro entre las manos. Nevado la contempló, sin moverse ni hacer ademán de acercarse a ella para consolarla.

Por fin, Bipa se calmó, aunque eso no disipó su hambre ni su cansancio. Alzó la cabeza hacia las despiadadas torres de la Ciudad de Cristal y dijo:

—Bien, no me importa saltarme etapas. No necesito que ningún señor de ninguna ciudad me diga si estoy o no preparada para continuar mi viaje.

Se levantó con esfuerzo, recogió sus cosas y, seguida por el gólem de nieve, reanudó la marcha, abandonando la senda y rodeando la alta muralla de la Ciudad de Cristal. Esperaba poder retomar el camino al otro lado, pero pronto tuvo que reconocer que era más complicado de lo que había imaginado, y que el itinerario correcto era el que llevaba por el centro de la Ciudad.

Porque ésta se alzaba en el fondo de una hondonada, incrustada entre las laderas de una montaña escarpada cuya superficie no era rocosa, sino cristalina. Letales agujas de cristal, afiladas como cuchillas, alfombraban el suelo; las pocas extensiones de terreno liso eran también de cristal, tan resbaladizo que resultaba casi imposible avanzar sobre él.

Bipa no se rindió. Con absurda obstinación, siguió avanzando, buscando caminos en la falda de la montaña cristalina, aferrándose con las manos a las agujas de cristal cuando sus pies resbalaban, y dejándose sangre y piel en sus incisivas aristas.

Cuando alzó la cabeza para mirar hacia delante, suspiró desalentada. El camino a recorrer era muy largo todavía. Buscando huecos entre los cristales había llegado muy alto, casi hasta la cima de la montaña, y la Ciudad se veía con claridad a sus pies. Edificios de cristal, calles de cristal... talladas por sus habitantes en la larga espera del
Cambio
. Y, a pesar de su belleza, aquella urbe era tan sólo un hogar temporal para muchos de ellos. A Bipa le pareció muerta, fría y vacía. Y por un instante se alegró de no haber entrado. Sólo por un instante. Porque luego volvió a contemplar el trecho que le faltaba, erizado de aristas, pinchos y agujas de cristal. Se miró las palmas de las manos, desolladas, ensangrentadas. «No podré llegar hasta el final sin perder un par de dedos —comprendió—. O algo mucho peor.»

Se giró entonces hacia Nevado, que la seguía. Y lanzó una pequeña exclamación horrorizada.

El gólem de nieve había elegido exactamente el mismo camino que ella, se había aferrado a las mismas aristas y había tropezado en los mismos sitios. Y cada golpe, cada arañazo, cada punzada, había arrancado algo de nieve de su cuerpo, por lo que ahora parecía mucho más deforme que antes. Si se caía, las espinas de cristal lo destrozarían por completo.

Bipa maldijo interiormente aquel lugar y le gritó a Nevado:

—¡Espera! ¡Espera, no sigas! ¡Detente!

El gólem la obedeció. Bipa retrocedió hasta él, con infinitas precauciones. Cuando lo alcanzó, asentó bien los pies y trató de recomponer su cuerpo, rellenando los huecos y repartiendo la nieve de la superficie de la manera más uniforme. Se dio cuenta de que estaba dejando un rastro de sangre sobre su piel de escarcha; pero a Nevado no parecía importarle y, por otro lado, el frío de la nieve calmaba el dolor, por lo que continuó de todos modos, hasta que el gólem recuperó su aspecto habitual. Bipa lo observó con aire crítico.

—Pareces un poco más maltrecho que antes —le dijo—. Pero sólo un poco.

Nevado inclinó la cabeza pero, como de costumbre, no dijo nada. Con un suspiro satisfecho, Bipa se dio la vuelta para proseguir su camino...

... Pero perdió el pie, resbaló y cayó, precipitándose sobre las mortíferas agujas de cristal. No tuvo tiempo ni de gritar antes de que dos de ellas, punzantes como dagas, perforasen su cuerpo.

Recuperó la conciencia cuando un torrente cálido recorrió sus venas, despertando sus sentidos y calmando su dolor.

Al abrir los ojos vio ante sí al Señor de la Ciudad de Cristal. Trató de hablar, pero no fue capaz.

—Vaya, veo que has despertado —dijo él, y Bipa sonrió sin poder evitarlo. Había algo en la voz de aquel hombre, ternura, calidez o simplemente humanidad, que la consolaba y la hacía sentir mucho mejor. Tenía la impresión de que no había oído una voz amistosa desde su partida de las Cuevas, y aquello había ocurrido mucho tiempo atrás. No... aquél no podía ser el mismo hombre que le había cerrado sus puertas por razones que Bipa aún no acertaba a comprender del todo. Cuando él se acercó de nuevo a examinar sus heridas —Bipa supuso que estaba herida, porque sentía un fiero dolor en un hombro y en la pierna derecha—, lo observó con mayor atención.

Sí, era él, el Señor de la Ciudad de Cristal. Sólo que el
Ópalo
de su diadema ya no era blanco, sino rojo y refulgente, igual que el de Bipa.

La muchacha lanzó una exclamación al verlo. Quiso incorporarse, pero él no la dejó.

—Quieta. Cada cosa a su tiempo.

Y entonces, colocó las manos sobre sus heridas, y el
Ópalo
relució de nuevo, con la fuerza del corazón de una hoguera, y su poder se transmitió del cuerpo de su portador al de Bipa a través de sus palmas, de sus dedos... Bipa cerró los ojos mientras sus heridas empezaban a sanar lentamente.

—Llevará un tiempo —le aseguró su salvador—, pero te curarás. Por fortuna, te encontré antes de que fuera demasiado tarde. ¿Cómo se te ocurrió pasearte por la montaña así, sin más? Es una trampa mortal.

—¿Que cómo... se me ocurrió...? —pudo decir Bipa—. ¡Tú me cerraste la puerta de la ciudad en las narices!

El hombre se detuvo entonces y la miró con ojos amables.

—Me temo que me confundes con otro. Por tus palabras deduzco que ya conoces al Señor de la Ciudad de Cristal, mi hermano. Yo soy el Maestro Cristalero; pero puedes llamarme Lumen.

Bipa abrió mucho los ojos.

—¿Eres hermano de ese tipo estirado de la ciudad? ¡Pero si sois idénticos!

—Somos gemelos —sonrió el Maestro Cristalero.

—Gemelos —repitió Bipa, reflexionando—. Debería haberlo supuesto. Aunque seáis iguales por fuera, en el fondo sois muy diferentes. Tú eres muy amable, y tu hermano, un tipo muy grosero...

Calló enseguida, en cuanto se dio cuenta de lo que había dicho, y lo miró con cautela, temiendo haberle ofendido. Pero el Maestro Cristalero se echó a reír.

—Tienes que disculpar a mi hermano —dijo—. Hace mucho que entregó su corazón a la Emperatriz y ya no es capaz de sentir afecto o compasión. En el fondo es digno de lástima.

Bipa pensó que ella, desde luego, no le tenía ninguna lástima, pero se mordió la lengua y no hizo ningún comentario al respecto. Con un suspiro, se recostó sobre el lecho y miró a su alrededor.

El entorno le resultaba a medias extraño y a medias familiar. El hogar del Maestro Cristalero estaba ubicado en una espaciosa cueva, cálida y acogedora, como lo era la propia casa de Bipa. Pero sus muebles, paredes y rincones estaban repletos de objetos raros y a la vez bellísimos, todos tallados en cristal multicolor, todos lanzando destellos que brillaban al son de las llamas del alegre fuego que ardía en la chimenea. Aquello era parecido a la colección de Gélida pero mucho mejor, porque los cristales mostraban vivas y variadas tonalidades: rojos, verdes, azules, anaranjados, violáceos... Y había flores cuya belleza hacía palidecer a la que Bipa había dejado en casa. Y criaturas, animales que Bipa conocía, y otros que no, y miniaturas de personas, y escenas enteras talladas en cristal, y vasijas, botellas de todas las formas y colores, platos, jarras...

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