Read La emperatriz de los Etéreos Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil
—Tú... ¿has hecho todo esto? —preguntó Bipa, maravillada.
Lumen sonrió.
—Todo esto y mucho más. Cuando estés del todo recuperada te mostraré mi taller. Estos son sólo los objetos de la habitación de invitados —añadió, con cierta modestia.
Bipa no pudo evitar preguntar:
—¿Y para qué sirven?
—En su mayoría, para nada concreto. Pero son hermosos, y su contemplación produce una curiosa sensación en el pecho... ¿no la notas?
—Sí —dijo Bipa—. Es agradable —y sonrió.
—¿Lo ves? Estas cosas sirven para hacerte sonreír cuando las miras.
Bipa sonrió otra vez. Quiso incorporarse para ver mejor aquellos objetos destellantes, pero Lumen no se lo permitió.
—Tienes que descansar. Todavía estás débil.
—Tú me has curado —murmuró la joven, recostándose de nuevo— de la misma forma que lo hacía Maga, con un
Ópalo
, uno de verdad... un
Ópalo
vivo —y, siguiendo un impulso, le mostró el suyo—. Éste me lo dio Maga, la
chamana
—le explicó—. Dijo que me protegería, pero la verdad es que me ha dado muchos problemas. Gélida intentó arrebatármelo, aunque ella ya tiene uno.
—El de Gélida perdió poder mucho tiempo atrás, igual que el de mi hermano —dijo Lumen con gravedad—. Se han desgastado debido al uso indiscriminado que se les dio. Los dones de la Diosa no son inagotables. Y ellos los han utilizado de forma equivocada.
Bipa tuvo miedo, de pronto, de haber estado usando el
Ópalo
de forma equivocada, como decía el Maestro Cristalero. ¿Qué ocurriría si se le gastaba? ¿Con qué cara se lo devolvería a Maga?
—¿Cuál es la forma correcta de usarlos? —quiso saber.
Lumen sonrió.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo—. Ahora tienes que dormir.
Bipa sonrió también y dejó que el Maestro Cristalero la arropara. Se dejó llevar por la suavidad del lecho, por el calor de la hoguera y, sintiéndose cómoda y segura por primera vez en mucho tiempo, se quedó dormida.
IX
EL MAESTRO CRISTALERO
L
a despertó un delicioso olor a estofado que le hizo la boca agua. Abrió los ojos, sonriendo, esperando encontrarse en casa y ver a Topo junto al hogar. Pero removiendo el puchero no estaba su padre, sino un hombre alto y delgado, de piel blanca y cabello albo, cortado a la altura de los hombros: el Maestro Cristalero.
Ahora que lo observaba con atención, descubrió otras diferencias con su hermano, el Señor de la Ciudad de Cristal, además de su carácter o el color de su
Ópalo
. Lumen vestía ropas de piel, como la propia Bipa, ropas cuya función era proteger del frío, ropas diferentes a los livianos vestidos semitransparentes que usaban aquellas personas llamadas
cristalinos
.
Aun así, Bipa se percató de que, cuando Lumen se situaba a contraluz, con el fuego tras él, podía ver el resplandor de la hoguera a través de sus manos y de su cabeza. Eso la alertó y le recordó que, pese a su hospitalidad y simpatía, el Maestro Cristalero era «uno de ellos», una de las extrañas criaturas que habitaban en la Ciudad de Cristal.
En aquel momento su estómago emitió un sonoro quejido, y Bipa fue incapaz de pensar en nada que no fuera comestible. Lumen se volvió hacia ella.
—Vaya, veo que te has despertado.
—Ese olor resucitaría a un muerto.
—¿Tienes hambre?
—¿Bromeas? Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tomé una cena que fuese digna de tal nombre —Bipa olisqueó en el aire—. ¿Cómo te las arreglas para que huela tan bien? ¿Qué le has echado al puchero?
—Es estofado de carne —dijo Lumen con sencillez, sirviéndole una ración en una escudilla de barro.
Bipa se quedó de piedra.
—Bromeas —soltó—. No hay casi nada vivo ahí fuera. A no ser que cocines a los de la ciudad, y sinceramente, no estoy segura ni de que tengan sangre en las venas...
Se interrumpió de nuevo al recordar que Lumen tenía el mismo aspecto que ellos, pero él no pareció darse por aludido.
—Ahí arriba, no. Pero el subsuelo está lleno de vida. Los túneles son el refugio de las últimas criaturas vivas nacidas de las entrañas de la Diosa. Y por eso ahora buscan su corazón, tratando de sobrevivir.
—Hablas igual que Maga —opinó Bipa, con los ojos fijos en el plato de estofado que estaba llenando Lumen—. Casi me parece estar en casa de nuevo. Sólo que tú eres muy blanco y tu casa está llena de cosas raras que no sirven para nada, pero, por lo demás...
Se calló cuando el Maestro Cristalero le ofreció por fin el ansiado plato. Bipa lo tomó con manos temblorosas y comenzó a comer con voracidad.
—Despacio, despacio, o te atragantarás —la reconvino Lumen, tendiéndole un vaso de agua.
Bipa dio buena cuenta del estofado, casi con lágrimas en los ojos, y cuando terminó de rebañar la escudilla volvió a tendérsela a su anfitrión y le preguntó, con cierta timidez:
—¿Podría repetir?
—Por supuesto —sonrió Lumen, llenándole el plato de nuevo—. Pero come más despacio. Llevas mucho tiempo en ayunas y tu estómago se ha vuelto pequeño. No debes forzarlo.
—Gracias —dijo Bipa con énfasis—. Muchísimas gracias.
Siguió comiendo, esta vez con un poco más de calma. El Maestro Cristalero la contempló con una sonrisa.
—Es bueno que tengas hambre. El chico que estuvo aquí antes que tú no quiso comer nada —movió la cabeza, preocupado—. Mal asunto.
Ella dejó de comer inmediatamente.
—¿Un chico? —repitió—. ¿Cómo era?
Lumen se encogió de hombros.
—Como todos. Un loco lleno de sueños imposibles, hechizado por el aura de la Emperatriz.
—Pero, ¿qué aspecto tenía? —insistió Bipa.
—Pues... — Lumen reflexionó—. Tenía el cabello rubio, tan rubio que era casi blanco. Y sus ojos brillaban con la claridad del diamante. La piel pálida, muy pálida, y un rostro tan serio que parecía que jamás hubiese anidado en él una sola sonrisa.
Bipa cerró los ojos. Por su memoria, fugaz, cruzó el recuerdo de la pícara sonrisa de Aer, que traía locas a todas las chicas de las Cuevas. El muchacho había sido de cabello claro, pero no rubio. Sólo un poco más claro que el de la mayoría de las personas de las Cuevas, que lo tenían entre negro y castaño oscuro, lo mismo que sus ojos.
—Ése no era Aer —murmuró.
—Y, sin embargo, dijo llamarse así —apostilló el Maestro Cristalero.
Bipa respiró hondo.
—No es posible —murmuró—. No puede haber cambiado tanto.
—Ah, pero ha de hacerlo si quiere llegar al palacio de la Emperatriz. Y él deseaba hacerlo, lo deseaba con toda su alma. Por eso ya no siente hambre, ni sed, ni duerme, ni experimenta frío ni calor. Y cuando se dio cuenta de que yo no podía darle lo que quería, abandonó este lugar y fue a pedir asilo a la Ciudad de Cristal. Y las puertas se abrieron para él.
Bipa suspiró y recostó la espalda en la pared.
—A este paso nunca podré alcanzarle —murmuró.
Reinó un silencio denso, pesado, sólo enturbiado por el crepitar de las llamas.
—Si te sientes con fuerzas —dijo entonces Lumen—, me gustaría enseñarte mi taller.
Bipa asintió. Dejó el plato a un lado y se levantó de la cama, dispuesta a seguirlo. Se detuvo en la puerta, sin embargo.
—Hay algo que he de preguntarte —le dijo—. Había alguien conmigo... Un gólem de nieve. Se llama Nevado, y me ha seguido desde los dominios de Gélida. Sabe cuidar de sí mismo, pero de todos modos me sentiré más tranquila si sé que está bien.
Lumen asintió.
—Lo encontramos a tu lado, entre los cristales. Bueno, lo que quedaba de él. Había saltado detrás de ti.
Bipa masculló una maldición por lo bajo.
—Por suerte sólo perdió un par de miembros —prosiguió Lumen—. Esme lo trajo de vuelta y ahora lo está recomponiendo. Es más fácil recomponer un gólem de nieve que uno de cristal —sonrió.
—¿Quién es Esme? —preguntó Bipa, desconfiada.
—La conocerás muy pronto. Ven, sigúeme.
Bipa acompañó a Lumen a través de un estrecho corredor hasta una pequeña habitación que contenía un horno y un montón de herramientas que la joven no supo reconocer. Había muchos tubos de cristal, largos y finos, y un enorme barreño, y un gran mortero. Las paredes estaban ocupadas por estanterías repletas de vasos, jarras, botellas y boles de formas redondeadas y cilindricas.
—Aquí es donde soplo el vidrio —le explicó Lumen—. Puedo hacer vasos muy hermosos, pero por lo general los hago sencillos, cuanto más finos y transparentes, mejor. Los envío a la Ciudad de Cristal —sonrió con cierta malicia—. Puede que mi hermano no quiera verme, pero aún necesita mis vasos.
—Creía que los habitantes de la Ciudad no necesitaban comer —dijo Bipa.
—Pero beben agua... todavía.
Pasaron a la siguiente sala, que era mucho más impresionante que la anterior. Estaba presidida por una enorme mesa sobre la que aparecían desparramados gemas y cristales de todas las formas y tamaños imaginables; algunos se hallaban a medio tallar, otros eran gemas en bruto, y todos se mezclaban sin orden ni concierto con utensilios que parecían formar parte de la colección de piezas de Lumen, pues estaban hechos de un material cristalino transparente y de gran pureza.
—Diamante —dijo Lumen—. El mineral más duro que existe. Así comenzó todo —añadió, abarcando con un amplio gesto todas sus creaciones, que abarrotaban los estantes de las paredes—. La gente peregrinaba hasta el palacio de la Emperatriz, pero muchos tenían que detenerse aquí antes de continuar. Descubrieron los cuarzos y empezaron a tallarlos. Y profundizaron en los túneles en busca de prismas cada vez más puros, y con ellos construyeron la Ciudad de Cristal. Las gemas más apreciadas eran los diamantes, debido a su pureza, a su brillo y a su resistencia. Sin embargo, las gemas o cristales coloreados eran desechados porque se apartaban del ideal de transparencia de nuestra gente.
Lumen calló un instante, pensativo. Bipa lo miró, interrogante, preguntándose adónde querría ir a parar, y qué tenía que ver todo aquello con Aer.
—Yo era muy joven cuando me enviaron a los túneles a buscar gemas —prosiguió el Maestro Cristalero—. Entonces, al igual que Lux, mi hermano, y que tantos otros, soñaba con ser algún día digno de llegar hasta la Emperatriz. Admiraba las cosas incoloras, transparentes, cristalinas. Pero todo ello me pareció pobre, incluso insignificante, comparado con la riqueza que encontré aquí abajo.
»Piedras de todos los colores. Gemas hermosísimas, rubíes, zafiros, amatistas, esmeraldas, topacios... cristales que mis manos ansiaban tallar, y que eran considerados desechos por mis semejantes.
»Empecé a trabajar con ellos en secreto. Aprendí a colorear el vidrio y el cristal para cuando las gemas me faltaban. Traté de deslumbrar a los demás con mi arte, que teñiría de color la Ciudad de Cristal y nos traería algo más de alegría, pero...
Calló de nuevo, con un destello de amargura en sus ojos
cristalinos
.
—Déjame adivinarlo: no les gustó —lo ayudó Bipa.
Lumen sonrió.
—Es una forma suave de decirlo. Me desterraron fuera de la Ciudad de Cristal y busqué refugio en los túneles, de donde continúo extrayendo cuarzos, gemas y cristales para seguir ejerciendo mi oficio, mi arte, mi pasión. Llevo aquí mucho más tiempo del que nadie podría contar. Al igual que mi hermano estoy atado a este lugar y al
Ópalo
que fue nuestra esperanza y nuestra maldición...
Bipa alzó la cabeza al oír mencionar el
Ópalo
. Lumen lo advirtió.
—Los encontré los dos juntos —relató—. Las dos gemas más bellas que había visto jamás. Incrustadas en el corazón de la roca, idénticas, perfectas. Eran
opacas
, de acuerdo. Y poseían ese furioso color rojo de la sangre, del fuego, de la vida. Con todo, eran tan hermosas que pensé que incluso a mi hermano, tan amante de las cosas puras y transparentes, le gustarían. Eran dos, eran iguales. Parecía que la Diosa nos las regalaba justamente a nosotros. Parecía una señal.
»En aquellos tiempos —añadió con nostalgia—, todavía se hablaba de la Diosa, no como ahora, que casi nadie la recuerda por aquí. Quizá por eso mi hermano me escuchó cuando fui a ofrecerle una de las gemas para hacer las paces. Al principio apreció el presente. Con él se convirtió en el Señor de la Ciudad de Cristal y mejoró la vida de cuantos allí habitaban. Pero pronto nos dimos cuenta de que era un cristal de doble filo. Porque el
Ópalo
frenó casi por completo su proceso de
Cambio
y, por otro lado, lo hizo imprescindible en la Ciudad al ser su portador... de modo que no podía abandonarla. Él, que había soñado toda su vida con ir al palacio de la Emperatriz, se veía obligado a permanecer en la Ciudad para siempre... y la vida de un portador del
Ópalo
es muy, muy larga. Varias generaciones de
cristalinos
han habitado en la Ciudad desde entonces. Miles de peregrinos han cruzado sus puertas y la han abandonado para ir al palacio de la Emperatriz. Pero Lux, el Señor de la Ciudad de Cristal, seguirá encadenado a ella. Es su privilegio y su responsabilidad. Su honor y su deber.
—¿Y no puede, simplemente, transferirle el
Ópalo
a alguien? —preguntó Bipa—. A mí Maga me dio el suyo. Sólo temporalmente, claro, pero si quisiera supongo que podría regalárselo a quien considere conveniente...
—Nuestros
Ópalos
son
Ópalos
gemelos. Él no puede deshacerse del suyo mientras yo conserve el mío. Y yo no lo voy a entregar a nadie.
—¿Por qué no?
—Por Esme —respondió Lumen solamente.
Bipa quiso seguir indagando, pero el Maestro Cristalero la miró con gravedad y le preguntó:
—¿Sabes para qué se usan los
Ópalos
, Bipa? ¿Sabes qué son?
Ella frunció el ceño.
—Hasta que partí de las Cuevas, ignoraba que hubiese más de uno. Sirven para curar a la gente. Para aliviarles dolores y enfermedades. Para que las plantas crezcan con más fuerza, para que los animales sean más resistentes y los niños nazcan sanos. Al menos —añadió—, ése era el poder de Maga. Nunca supe si era un poder propio de ella o se debía al
Ópalo
. Siempre ha sido, simplemente, Maga, la
chamana
. El
Ópalo
formaba parte de ella.
—El
Ópalo
es una fuente de vida —dijo Lumen, acariciando el suyo con la yema del dedo índice—. Es el poder de la Diosa y concentra la fuerza que un día, en el pasado, cubrió la superficie del mundo como un manto lleno de vida y color.