Read La emperatriz de los Etéreos Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil
Inspiró hondo y se introdujo, con cuidado, por entre los dientes de cristal de la caverna. Nevado la siguió.
En el interior de la cueva, como Bipa había supuesto, reinaba la más profunda oscuridad. Avanzó un poco, pero cuando la luz que se filtraba a través de la entrada dejó de ser suficiente, sacó la antorcha de la mochila.
—Atrás, Nevado —le advirtió.
Sin detenerse a ver si el gólem la obedecía, Bipa encendió la tea. Cuando la alzó en alto y miró a su alrededor, se le escapó una exclamación de asombro, y a punto estuvo de dejarla caer.
Estaba rodeada por cientos de muchachas exactamente iguales, y por cientos de gólems de nieve como Nevado. Todas las chicas sostenían una antorcha encendida, lo cual confirió a la cueva, de repente, una intensa luminosidad.
—¿Quiénes sois? ¡Hablad! —las desafió Bipa.
Todas las chicas movieron los labios a la vez en una muda pregunta, pero el único sonido que se oyó fue el de la voz de Bipa, replicado por el eco.
—No puede ser... yo —dijo ella de pronto, anonadada; se palpó la cara con la mano libre, y todas las chicas repitieron el gesto.
Tragando saliva, se acercó a la más próxima, intentando no mirar a las demás, que avanzaban todas al mismo tiempo.
—No puedo ser yo —repitió, contemplando la imagen. La chica le devolvió una mirada entre crítica y aterrada. No era del todo ella. O, al menos, no la Bipa que ella recordaba. No había espejos en las Cuevas, pero a menudo se había visto a sí misma reflejada en las aguas del lago, cuando rompían la capa de hielo de la superficie para pescar. Aquella Bipa, la Bipa del espejo, tenía el cabello tan claro que casi parecía rubio. Y estaba mucho más delgada. Sin duda, aquel viaje lleno de privaciones le estaba haciendo perder volumen, pero no explicaba el cambio en el tono de pelo, ni otros cambios más sutiles como el de su piel, de una palidez enfermiza, o el de sus ojos, que también eran más claros de lo que recordaba.
Y, por primera vez en su viaje, Bipa tuvo auténtico pánico. Deseó regresar corriendo a casa, recuperar su vida, su aspecto, su identidad. Siempre había sido consciente de que en aquella búsqueda podía llegar a perder la vida, pero, por algún motivo, eso no le parecía tan terrible como perderse a sí misma.
—Estoy...
Cambiando
—gimió, aterrorizada.
Dejó caer la antorcha, dio media vuelta y echó a correr... y topó de bruces con otro espejo. El chocar contra sí misma y ver a cientos de Bipas caer al suelo fue para ella una experiencia turbadora.
—¡Marchaos todas! —gimió, encogiéndose sobre sí misma—. ¡Desapareced!
Cerró los ojos y se tapó la cara con los brazos. Pero cuando volvió a mirar, no sólo las Bipas seguían ahí sino que cientos de Nevados avanzaban hacia ella a la vez, como un disciplinado ejército blanco. Bipa gritó cuando todos ellos le tendieron una antorcha encendida, cientos de antorchas encendidas; su grito se multiplicó por el efecto del eco, y fue como si todas las Bipas gritaran de horror.
Pero sintió algo más: el calor de la llama de la antorcha, y se volvió hacia Nevado, el de verdad. La superficie del gólem empezaba a licuarse, como si la criatura estuviese sudando copiosamente, y el sentido común de Bipa se impuso ante todo lo demás. Le arrebató la antorcha a Nevado y le ordenó:
—¡Atrás, atrás! Esto es demasiado peligroso para ti.
Nevado obedeció, y todos los gólems retrocedieron al mismo tiempo. Bipa suspiró hondo y se puso en pie.
—Andando —dijo.
Deslizó una mano por el espejo, palma con palma sobre su imagen, hasta que encontró un resquicio entre aquella superficie y la siguiente. Aunque el efecto le resultaba inquietante, avanzó hacia otra de las Bipas hasta casi chocar contra ella, y entonces torció a la derecha. Por ahí había un camino, pero, nuevamente, docenas de Bipas y Nevados los aguardaban.
—Supongo que el secreto está en no fijarme demasiado en ellos, ¿no? —le dijo al gólem—. Después de todo sólo hay una Bipa, y ésa soy yo. De eso puedo estar segura, así que no tengo por qué tener miedo.
Siguieron avanzando, buscando huecos entre los espejos. Bipa pronto se encontró desorientada. No importaba hacia dónde caminase, las otras Bipas reproducían sus movimientos en todas las direcciones imaginables. La joven no tardó en estar completamente perdida en el Laberinto de los Espejos.
Pese a todo, no dejó de caminar. Siguió adelante, sin detenerse, deslizándose entre aquellas superficies reflectantes. Y así se acostumbró a la imagen de los espejos y aprendió a sentirse reconfortada por su compañía. Ya no estaba sola, porque cientos de Bipas y de Nevados la acompañaban.
«Todas son yo —se sorprendió pensando—. Y yo soy todas ellas.»
Contempló la imagen más cercana. Y se le ocurrió una idea extraña.
Quizá ella no fuera realmente Bipa. Tal vez fuese una de aquellas Bipas encerradas en los espejos. Tal vez la verdadera Bipa estuviese al otro lado, en alguna parte, caminando, perdida entre los espejos. Y ella no era más que su imagen reflejada en un pedazo de cristal azogado.
Se asustó. Gritó y golpeó con todas sus fuerzas el espejo más cercano. Fue como golpearse a sí misma, pero eso no le importó. En el fondo odiaba a aquella Bipa a la que apenas reconocía, por lo que siguió golpeando el cristal, desesperada, luchando por escapar...
Hasta que el espejo se quebró con un chasquido. Bipa se detuvo y retrocedió, asustada, sin dejar de mirar su imagen, grotescamente partida en dos.
Sin poder soportarlo más, echó a correr.
Corrió y corrió a través del Laberinto de los Espejos, durante lo que le pareció una eternidad. Corrió sin volver a mirar a todas las Bipas que corrían con ella, sin mantener un rumbo fijo, simplemente avanzando por donde podía. En su mente sólo cabía un pensamiento: «Tengo que escapar de aquí antes de que me convierta en una de ellas. Antes de que quede atrapada para siempre en un espejo.»
Cuando por fin, agotada, cayó de rodillas al suelo, la antorcha rodó y se apagó, pero la caverna permaneció iluminada.
Bipa alzó la cabeza, con precaución.
Y vio la salida.
Estaba un poco más allá, apenas un círculo de luz azulada que se derramaba sobre los espejos. La muchacha se levantó con cuidado y avanzó hacia ella, sin apartar la mirada de su objetivo.
Y finalmente sus pies la llevaron hasta un arco que conducía a un nuevo túnel... sin espejos.
Temblando de alivio, Bipa se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada contra la pared, y contempló la galería que se abría ante ella. Era un larguísimo túnel de cristal. Sus paredes mostraban una luminiscencia iridiscente, casi mística, con suaves resplandores cambiantes que hacían innecesario el uso de antorchas. No eran lisas, sino que presentaban unos curiosos bultos redondeados que Bipa no sintió ganas de examinar. Simplemente se quedó allí, descansando.
Palpó sus manos y su rostro. Seguía siendo corpórea, tridimensional. Había escapado de los espejos.
Cerró los ojos con un suspiro de alivio.
En aquel momento, Nevado la alcanzó. Él no se había visto afectado por el sutil engaño de los espejos, pero sus bordes y aristas habían hecho mella en su cuerpo, arañando su piel de nieve y arrancando incluso algunos pedazos de ella. Bipa lanzó una exclamación consternada y se apresuró a recomponerlo como mejor pudo, apelmazando la nieve y redistribuyéndola con las palmas de las manos.
—Eres muy frágil —le dijo—. Más que esas criaturas de cristal.
Nevado no dijo nada, pero inclinó la cabeza, con cierta pesadumbre.
Bipa aprovechó la pausa para comer y descansar. Racionó bien las provisiones que le había dado Lumen; no sabía qué encontraría al otro lado, ni si volvería a topar con alguien tan hospitalario como él.
Cuando se sintió con fuerzas, se levantó, cargó con sus cosas y se adentró por el túnel.
Nevado la siguió.
XI
TE LLEVARÉ A CASA...
E
nseguida descubrió, con sorpresa y algo de aprensión, que aquellas protuberancias de las paredes eran rostros esculpidos en cristal. Todos ellos parecían iguales, máscaras inertes e inexpresivas, con los ojos vacíos y la boca entreabierta.
Los rostros cubrían todos los resquicios del túnel, salvo el suelo. Tapizaban las paredes y el techo abovedado que se alzaba sobre ella. Bipa se preguntó quién se habría tomado la molestia de tallar todas aquellas caras en el cristal y por qué. No obstante, enseguida las olvidó para centrarse en el camino que tenía ante sí.
El túnel parecía interminable. A pesar de la presencia de todos aquellos rostros de cristal que la vigilaban, las únicas amenazas que parecía contener el lugar eran la monotonía y el aburrimiento. A Bipa no le preocupaban las máscaras. Le parecían inofensivas, comparadas con los cientos de Bipas y Nevados del Laberinto de los Espejos. Las caras de cristal no se movían ni le recordaban a nadie en particular. Por eso no se preocupó cuando empezó a creer que reconocía los rasgos de alguna que otra.
«Son todas iguales —se recordó a sí misma—. Es el cansancio lo que te hace ver cosas raras.» Pero inconscientemente empezó a fijarse más en las máscaras. Se detuvo, perpleja, ante una de ellas.
En una primera mirada le había parecido que era igual que su amiga Taba. Pero al observarla de cerca descubrió que había sido una ilusión óptica: aquella cara de cristal era como todas las demás.
El fenómeno, no obstante, se repitió. A medida que fue avanzando le pareció descubrir los rostros de personas a las que conocía; pero siempre las veía por el rabillo del ojo. Cuando se volvía para examinarlas mejor se daba cuenta de que las máscaras seguían siendo todas idénticas.
Así, desde las paredes del túnel de cristal la contemplaron los rostros de Nuba, de Gélida, de Maga, de Lumen (o tal vez Lux); también creyó reconocer a otras personas de las Cuevas, el mundo que había dejado atrás. Y por fin, como había temido, una de las máscaras tomó el aspecto de su padre.
Bipa se volvió bruscamente hacia aquel rostro cristalino. Esperaba descubrir, una vez más, que se había equivocado. Pero vio, con horror, que la máscara tenía de verdad los rasgos de Topo.
Su corazón dejó de latir un breve instante. No eran imaginaciones suyas. Los rostros de cristal eran los rostros de gente que conocía. Y aquél era, sin duda, su padre; hasta le pareció que le sonreía.
Apartó la mirada, muerta de miedo. De pronto el túnel ya no estaba cuajado de rostros iguales. Era toda una galería de caras conocidas. Ahí estaba de nuevo Taba, y Maga, y Nuba, y toda la gente de las Cuevas, y Lumen (o Lux), y Gélida, incluso Nivea.
Eran ellos, todos y cada uno de ellos, ahora los veía con tanta claridad que no comprendía cómo había creído, al principio, que todas las máscaras eran iguales.
—¿Qué... qué hacéis aquí? —balbuceó.
Y oyó la voz de Taba en alguna parte.
—Oh, Bipa... fuiste a buscar a Aer, ¿verdad? Qué valiente eres...
Bipa se volvió hacia todos lados, sacudiendo la cabeza con violencia, esperando, tal vez, despertar así de una extraña pesadilla. Ahí estaba la máscara con el rostro de Taba, y sí, estaba hablando...
... Y de pronto, todos los rostros estaban hablando.
—... Tienes que devolverme el
Ópalo
—decía Maga; parecía mucho más vieja y cansada de lo que Bipa recordaba—. Sabes que lo necesito. Los enfermos...
—... Mi hijo —decía Nuba—. Siguió el camino de su padre. Él...
—... Ese colgante que llevas —exigía Gélida—. Dámelo, y a cambio te permitiré salir con vida de este lugar...
—... Es peligroso, Bipa—proclamaba Lumen—. No podrás alcanzar a tu amigo si sigues siendo
opaca
, pero...
—... Vuelve a casa —le imploraba su padre.
Solamente repetía eso, una y otra vez, como una letanía: vuelve a casa... vuelve a casa... vuelve a casa...
Bipa gritó y se tapó los oídos, pero las voces continuaban hablando, todas a la vez, y resonaban en su cabeza y en su corazón. La joven echó a correr, buscando el final de aquel lugar de locura, pero el túnel no se terminaba, y las máscaras reproducían una y otra vez los rasgos de sus amigos y conocidos, que seguían hablando sin cesar.
—... Una
opaca
como tú no puede traspasar las puertas de la Ciudad de Cristal...
—... ¡Un cúmulo de carne! ¿Cómo te atreves...?
—... Aer se fue... como su padre... El palacio de la Emperatriz...
—Vuelve a casa... vuelve a casa... vuelve a casa...
Bipa no pudo más. Se detuvo y gritó al túnel, con todas sus fuerzas:
—¡¡¡Basta!!! ¡Callaos de una vez!
Los rostros de cristal enmudecieron un instante, pero enseguida volvieron a hablar todos al mismo tiempo, en una cacofonía de voces que hundió a Bipa en una profunda desesperación. Se sentó en el suelo, con la cabeza escondida entre las rodillas y protegida por ambos brazos, hecha una pequeña pelota temblorosa. Las voces seguían parloteando, y Bipa luchó por ignorarlas. Ni siquiera la fresca presencia de Nevado contribuyó a reconfortarla.
Hasta que oyó aquella voz:
—... Eres la más
opaca
de todos los
opacos
.
Bipa abrió los ojos y alzó la cabeza, inquieta. Se volvió hacia la pared más cercana. Su mirada saltó de máscara en máscara hasta que topó con la que buscaba.
El rostro de Aer, allí mismo, en el túnel de cristal, entre una máscara de Topo y otra de Nivea. Un rostro anguloso y transparente, pero que reproducía sus rasgos y hasta su pícara sonrisa.
Bipa sabía, en el fondo, que no era real. Pero su alivio al verlo fue tal que le habló como si lo fuera.
—¡Idiota! —le espetó—. Lo he pasado fatal, y todo por tu culpa. Sólo tú podías ser tan estúpido como para emprender un viaje como éste.
—Y sólo una estúpida seguiría a un estúpido —le replicó él, para su sorpresa—. Vamos, Bipa. Sabes que es mi destino, que lo llevo en la sangre. Tengo que ir al palacio de la Emperatriz. No hay otra salida.
—Sí, la hay —le replicó Bipa, con cierta angustia—. Puedes volver a casa. Tu madre te echa de menos. Todos te echan de menos.
—Y tú también, ¿no es cierto?
—Más quisieras —gruñó ella, pero el rostro de cristal siguió hablando, sin escucharla.
—Me estás siguiendo porque quieres atarme a tu lado —prosiguió, sin piedad—. Porque no quieres admitir que no soy como tú. Mi lugar no está entre los
opacos
. A donde yo voy tú no puedes seguirme.