La emperatriz de los Etéreos (8 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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Bipa recordó lo poco que Aer le había contado acerca de Gélida y dijo, sin poder contenerse:

—Lo dudo mucho.

Maga sonrió.

—Sabrás a qué me refiero en cuanto la veas.

Bipa dejó el cucharón y se volvió hacia ella.

—Tú... ¿sospechabas ya que tenía intención de marcharme?

Maga asintió, tomando el relevo de Bipa junto al puchero.

—Desde la primera vez que te vi mirando a lo lejos por si veías aparecer a Aer.

—Eso no puede ser —protestó la joven—. Lo he decidido esta misma mañana. Tengo que hacerlo porque ya estoy harta de que Aer desaparezca sin más, porque Nuba lo está pasando muy mal y él no tiene derecho a comportarse de esa forma. Ya no es un niño y no puede estar siempre haciendo sufrir a su madre con sus caprichos.

—¿Por qué no le dijiste todo esto antes de que se fuera? —la cortó Maga.

—Se lo he dicho varias veces —replicó Bipa—, pero nunca con la seriedad necesaria, por lo visto.

—¿Y crees que ahora sí te escuchará? Si lo alcanzas, ya sea en casa de Gélida, o incluso más allá... ¿qué le dirás?

Bipa sacudió la cabeza. No respondió, pero su silencio fue de lo más elocuente. Maga la miró fijamente.

—Si vas a buscarlo te estarás jugando la vida.

—Lo sé —asintió Bipa.

—Pasarás hambre y frío. Correrás peligros. Puede que no regreses jamás.

Bipa vaciló. Por un momento estuvo a punto de echarse atrás. Pero después dijo:

—Si Aer llegó hasta la casa de Gélida, yo también podré hacerlo. Soy tan fuerte como él.

—Lo sé, Bipa. Pero, si alguien ha de ir a buscarlo, ¿por qué tienes que ser tú?

Bipa se mordió el labio inferior, insegura acerca de la respuesta que debía darle.

—Porque Nuba necesita respuestas. Y he de ser yo quien se las traiga, porque entre todos habéis conseguido que me sienta responsable. Porque si no voy yo, nadie lo hará.

—Tu padre puede emprender ese viaje en tu lugar —sugirió Maga, pero Bipa negó con la cabeza.

—Él debe cuidar de Nuba, ahora que ella ya no tiene a nadie. Y nadie más irá a buscar a Aer. Nadie le dirá a la cara esas verdades que no quiere oír. Yo soy la única que le ha dicho lo que piensa. Siempre ha sido así.

—Y por eso él te aprecia más que a nadie.

Bipa gruñó.

—Lo dudo mucho —alzó la cabeza para mirarla—. Sinceramente, Maga, no quiero ir. Quiero quedarme tranquila y calentita en mi casa, y olvidarme de Aer. Pero sé que no podré volver a la tranquilidad de siempre hasta que no se aclare todo este asunto... hasta que no sepamos si Aer está vivo o está muerto; y, si vive, si tiene o no intención de volver, o si ha conseguido instalarse en otro lugar y sentirse más o menos a gusto. Lo peor no es lo que Aer haga o deje de hacer. Lo peor es no saber. No sólo para mí, sino para todos.

Maga suspiró y movió la cabeza.

—Das demasiadas explicaciones, Bipa. Tú y yo sabemos que no es ésa la razón por la cual quieres ir a buscar a Aer.

—La puedo resumir: Aer es estúpido porque nadie ha metido en su cabeza ni una pizca de sentido común. Yo lo he intentado, pero no puedo hacer milagros y además no es asunto mío. Sin embargo, como soy la única capaz de inculcarle un poco de sensatez, tendré que ir a buscarlo. Y porque si no voy yo, nadie más lo hará.

Maga sonrió.

—Dices lo que piensas, Bipa, pero no lo que sientes.

—Mis motivos no tienen nada que ver con el romanticismo —bufó ella, captando la insinuación—. Lo he dicho muchas veces, no hay nada entre Aer y yo. No me jugaría la vida por él...

—... Pero vas a hacerlo.

—Porque me siento responsable y porque tengo que hacerlo. Me parecen razones de más peso que un enamoramiento. De hecho, probablemente si estuviese enamorada de él no iría a buscarlo. Haría como Nuba: esperarlo eternamente... o tal vez como Taba: soñar con él sin atreverme a acercarme. Si eso es el amor, no hay duda de que yo no estoy enamorada. Porque no tengo inconveniente en ir a buscarlo, decirle que es idiota y traerlo a rastras, no importa lo enfadado o humillado que se sienta. Y eso es lo que haré.

Y se cruzó de brazos, ceñuda, dando por finalizada la conversación.

—¿Esto es lo que le vas a decir a tu padre?

Bipa vaciló.

—No va a retenerte —la tranquilizó Maga—. Pero temerá por ti.

—Oh, yo tengo intención de volver —le aseguró la joven, dirigiéndose ya hacia la puerta—. No sé qué pretende Aer, pero yo no quiero estar ahí fuera un instante más de lo necesario. Lo buscaré, lo encontraré y regresaré, con o sin él. Si es con él, mejor que mejor; y, si no, espero poder traerle al menos noticias a Nuba, a Taba, y a todas las personas que lo están esperando.

Maga asintió, sonriendo.

—Pasa a verme antes de marcharte, si no cambias de idea. Tengo algo para ti.

—Gracias —dijo Bipa, pero no preguntó qué era. Se iba a enterar de todos modos cuando llegara el momento.

Cuando comunicó a su padre su decisión de marcharse, él la miró, con aquellos ojos profundos y tristes, y no dijo nada. Bipa repitió, una por una, las razones que le había dado a Maga, que, en honor a la verdad, cada vez le parecían menos convincentes. Y cuando creía ya que Topo no la dejaría marchar, él se levantó, la envolvió en un abrazo de oso y murmuró con voz ronca:

—Ten cuidado, hija.

Bipa nunca lloraba; pero, por alguna razón, aquellas palabras anudaron su garganta y anegaron sus ojos. Parpadeó para retener las lágrimas.

—Descuida, padre. Si el inútil de Aer fue capaz de sobrevivir ahí fuera, cualquiera podrá hacerlo.

Topo sonrió.

—No te confíes, Bipa. Y por encima de todo, mantén siempre caliente tu corazón. No lo olvides.

Bipa no entendió aquel consejo, pero le prometió que no lo olvidaría.

Hizo un macuto con las cosas que pensaba que le serían de utilidad. Escogió sus prendas más abrigadas y la comida más nutritiva y duradera. Guardó también yesca y pedernal para encender el fuego si encontraba la ocasión, y algunos botes con medicinas preparadas por Maga para casos de necesidad. Todo útil; nada superfluo. Lo único que incluyó en su equipaje que contradecía su espíritu práctico fue el colgante de cuarzo que Aer le había regalado tiempo atrás.

Lo sacó de su caja y se lo puso al cuello por vez primera. Se lo metió bajo la ropa, rozando su piel. No sabía por qué; tal vez para recordar el objetivo de su viaje. —«¡Como si fuera a olvidarlo!», resopló para sus adentros—, tal vez como talismán, o quizá en la esperanza de que, de alguna manera, la Diosa la guiase hasta su amigo a través de él. Pero eso también era una tontería. La Diosa gobernaba sobre las cosas vivas, sobre todas las cosas vivas. Pero el cuarzo estaba muerto..., o al menos, no-vivo, puesto que para estar muerto hay que haber vivido alguna vez. Tampoco la flor de cristal estaba viva. Ni muerta.

Bipa se estremeció. No obstante, conservó puesto el colgante.

Antes de partir fueron a verla, sucesivamente, Nuba y Taba. La primera la abrazó con fuerza, le dio las gracias y le suplicó que no corriera riesgos y que volviera atrás si tenía problemas, aunque no hubiese encontrado a Aer. La segunda le deseó buena suerte, dudó un momento y, después, le dijo en voz baja, con profunda admiración:

—Eres muy valiente.

—Tonterías —bufó ella.

No se consideraba especialmente valiente, ésa era la verdad. Tenía miedo.

Al día siguiente, antes del amanecer, se despidió de Topo, prometiéndole que volvería pronto. Tras un último abrazo, salió por la puerta interior, cargada con su morral, y fue a ver a Maga, como había prometido.

Todavía era de noche cuando llamó suavemente a su puerta. Sabía que Maga la recibiría, a pesar de lo temprano de la hora, porque Maga siempre recibía a todo el mundo, en cualquier momento. Cuando le abrió la puerta llevaba un chal sobre la ropa de dormir y aún estaba despeinada, pero la saludó con una amplia sonrisa.

—Pasa, Bipa. Gracias por venir.

—No me puedo quedar mucho tiempo —dijo ella, entrando en la casa—. Quiero marcharme antes de que se levante todo el mundo, porque si no, las despedidas se eternizarán.

—No te entretendré demasiado. Ven, acércate.

Bipa obedeció. Ante su sorpresa, vio que Maga se quitaba el
Ópalo
que pendía sobre su pecho y se lo ponía a ella al cuello. Trató de resistirse.

—Pero, Maga, ¿qué haces? ¡El
Ópalo
es tuyo! Lo necesitas para curar a la gente.

—Tú lo necesitarás mucho más que yo. En realidad son las medicinas, los caldos y el propio cuerpo del enfermo lo que hace que éste sane. El poder del
Ópalo
sólo acelera las cosas...

—... Y calma el dolor y alivia la fiebre. No, Maga. No puedo aceptarlo.

—Hazlo —dijo Maga, y sus ojos oscuros relucieron un instante, casi, casi, con el mismo brillo del
Ópalo
—. Hazlo, porque sin el poder de la Diosa morirás de frío, y porque si encuentras a Aer, necesitarás toda la ayuda posible para hacerlo volver.

—Pero... pero... —balbuceó Bipa—. No estoy segura de que deba obligarlo a volver... si de verdad existe la Emperatriz, y él...

—Si llega tan lejos —cortó Maga—, puede que la decisión de regresar o no ya no dependa de él.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bipa, intrigada; pero la
chamana
no dio más detalles.

—Guarda bien el
Ópalo
—dijo—. Cuídalo, y él te cuidará a ti. Es un regalo de la Diosa; mientras lo lleves contigo, el calor y la vida no te abandonarán.

»Úsalo correctamente, Bipa. Porque el poder del
Ópalo
es grande. Pero es su portador el que decide cómo, por qué y para qué emplearlo.

—No lo voy a usar —murmuró Bipa, ocultándolo bajo la ropa, de modo que le rozase la piel—. Porque es tuyo y eres tú quien tiene que llevarlo. Pero lo aceptaré, porque tú así lo quieres. Volveré cuanto antes para devolvértelo —añadió con una sonrisa—. No olvidaré que es un préstamo y que también lo necesitas aquí.

Las dos se despidieron con un fuerte abrazo.

—Que la Diosa esté contigo, Bipa; ojalá encuentres a Aer, y ojalá la Diosa lo acompañe a él todavía.

La muchacha la miró, suspicaz.

—¿Qué me estás ocultando, Maga?

Pero ella movió la cabeza, abatida, y no dijo nada más.

Bipa abandonó las Cuevas cuando la fría claridad del día empezaba a pintar el horizonte. Aunque la niebla impedía ver el cielo, como de costumbre, la joven recordaba en qué dirección había visto la
Estrella
la noche en que la había contemplado junto a Aer. De modo que se abrigó lo mejor que pudo, se ajustó la bufanda y los guantes, se aseguró de que llevaba bien puesto su morral y echó a andar.

Era demasiado temprano y no acudió nadie a despedirla, pues les había dicho que partiría más tarde. Y en realidad había tenido intención de hacerlo así. Pero había cambiado de idea al despertarse, sobresaltada, en mitad de la noche. No podía esperar, comprendió. Ni tenía ganas de despedirse de todo el mundo.

Ahora estaba convencida de que había sido una buena idea. Porque no habría sabido explicar el hecho de que el
Ópalo
de Maga fuera a abandonar las Cuevas. Bipa estaba segura de que habría muchos que no entenderían ni aceptarían la decisión de la
chamana
, y no los culpaba: también a ella le resultaba incomprensible. Pero era la voluntad de Maga, y Maga siempre hacía las cosas por algo. Y debía de haber una razón de peso para que ahora su preciado
Ópalo
reposase sobre el pecho de la joven, rozando el otro colgante que llevaba, el cuarzo que le había regalado Aer.

Bipa sólo se volvió atrás en dos ocasiones. Una, cuando no llevaba ni diez pasos de camino, para despedirse por última vez de Topo, que seguía en la puerta. Ambos agitaron la mano, pero no dijeron nada más. Sus figuras eran apenas sombras recortadas en la espesa niebla.

La segunda vez fue justo antes de que las Cuevas fuesen engullidas por la neblina matinal. Bipa se detuvo un instante para contemplar la silueta de las colinas en las que habitaba su gente, las altas chimeneas que arañaban el cielo. Cerró los ojos y deseó poder regresar a casa y no tener que marcharse.

«Pero si no lo hago yo, nadie más lo hará», se recordó a sí misma con energía. Y, respirando hondo, dio media vuelta para marcharse. Ante ella se alzaban, semiocultas por la nieve, las antiquísimas estatuas de piedra que habían esculpido sus antepasados en tiempos remotos, y que señalaban el límite entre la seguridad y lo desconocido, entre la vida y la muerte. Bipa creyó intuir una muda advertencia en sus rostros inexpresivos y desgastados por el tiempo; aun así, siguió caminando sobre la nieve, sin mirar atrás.

V

UN COMPAÑERO DE VIAJE

E
l primer día, el tiempo acompañó. La niebla, pegajosa y espesa, no llegó a disiparse, pero al menos, no nevó ni estalló ninguna tormenta. Bipa avanzó siempre en línea recta, o en todo caso lo intentó. Sabía que, si se detenía un instante o se desviaba, perdería el rumbo. Sólo el instinto y una férrea voluntad de seguir el mismo camino podían asegurarle que avanzaba en dirección a la
Estrella
. «Pero está tan lejos —pensó en algún momento, desanimada— que de todas formas no importará que me desvíe un poco. Seguiré estando lejos igualmente.»

Sin embargo, continuó caminando hasta que el hambre y el cansancio la vencieron. Entonces se detuvo al abrigo de una protuberancia rocosa y allí montó un improvisado campamento. Intentó encender un fuego, pero había tanta humedad en el ambiente que las ramas no prendieron. Bipa se resignó, se envolvió bien en sus ropas y aferró el
Ópalo
con ambas manos, para que su reconfortante calidez aliviara el frío y la rigidez que se estaba apoderando de sus dedos. Guardó las ramas, sin embargo. En su mundo, los árboles y matorrales eran escasos y crecían débiles y mustios. Su gente solía utilizar más el carbón que la madera para hacer arder sus hogueras, porque ésta era un lujo difícil de obtener. En aquel momento, Bipa se dio cuenta de que lejos de las Cuevas había todavía menos vegetación. No lo consideró un buen presagio, pero procuró no pensar en ello. Durmió al abrigo de la roca el resto del día. Y cuando oscureció, se levantó y buscó con la mirada el suave resplandor de la
Estrella
. Detectó que la niebla era más clara en una determinada dirección, y se encaminó hacia allí. Indudablemente, hacia más frío de noche que de día; pero de noche corría menos riesgo de perderse, por lo que aún caminó un buen rato más antes de detenerse. Y cuando lo hizo no fue por cansancio, sino porque el cielo se había nublado, ocultándole el resplandor que la guiaba.

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