Read La emperatriz de los Etéreos Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil
—No —dijo—. Es mucho, mucho más puro.
Pronunció la palabra «puro» con un tono anhelante casi reverencial, y Bipa sintió un escalofrío sin saber por qué.
—Maga me contó una vez que, si no hubiese tanta niebla, veríamos en el cielo muchas más cosas como ésa —prosiguió Aer—. Se llaman estrellas y, aunque parecen pequeños pedacitos de hielo, en realidad son bolas de fuego gigantes que arden sin llegar a apagarse jamás.
—Venga ya —soltó Bipa, escéptica—. ¿Seguro que eso te lo contó Maga? ¿No sería tu madre?
—Maga dice que antiguamente la gente miraba al cielo por las noches y veía millones de estrellas —añadió Aer.
Bipa no replicó. Era propio de Maga contar historias de tiempos pasados y, ahora que lo pensaba, tal vez sí recordara haberla oído mencionar las estrellas.
—Pero eso no parece una bola de fuego —dijo, señalando a la esfera lejana que pendía sobre las montañas.
—No —admitió Aer—. Parece más bien un cristal de hielo. O quizá fuese una estrella que llegó a apagarse. El caso es que está tan cerca, tan cerca de la superficie del mundo que casi podrías tocarla.
Alargó la mano hacia la supuesta estrella. Sus dedos se bañaron en una luz fantasmal que a Bipa le pareció espantosamente fría e inhumana. De pronto sintió que no podia permanecer ni un instante más bajo la mirada de esa cosa
—Vámonos de aquí —dijo, pero Aer no la escuchó.
Inquieta Bipa se volvió para mirarlo y vio que el muchacho se había quedado contemplando la estrella azulada que colgaba en el horizonte, fascinado. Por un instante, en sus ojos pareció relucir una réplica en miniatura de aquel pedazo de hielo celeste.
—Vámonos —insistió Bipa. Hace más frío de lo normal.
—No parece estar tan lejos —murmuró Aer, aún hipnotizado por la estrella—. Varios días de viaje a lo sumo, tal vez...
—Ni lo sueñes —replicó ella con energía. Tiró de él, impaciente; pero resbaló en la nieve y cayó hacia atrás, arrastrando a Aer consigo. Ambos rodaron colina abajo.
Cuando la estrella dejó de ser visible en el cielo, Bipa se sintió mucho mejor.
—Vámonos a casa —dijo—. Ya he tenido bastante por hoy.
Llevó a Aer a rastras buscando siempre el resguardo de las colinas. El muchacho la seguía, como un autómata.
Aun conservaba aquel extraño brillo en los ojos y aquella sonrisa ausente.
Ninguno de los dos habló hasta que llegaron ante la puerta del hogar de Bipa.
—Vuelve con tu madre —dijo ella—. Si se despierta y ve que no estás, se preocupará.
Aer no respondió. Parecía totalmente ido, y Bipa le dio una bofetada para espabilarlo. El joven sacudió la cabeza y la miró, un poco perdido.
—Ya te dije que era una mala idea —le recordó ella—. El frío te ha congelado la sesera. Vete a la cama y duerme un poco; lo necesitas.
—Es lo que brillaba en el cielo —murmuró él—. Igual que en la pintura de la pared: una esfera sobre las cabezas de las personas.
—Esa bola era roja, no azul. Olvídate del tema, ¿quieres?
No añadió que la mancha roja de pintura le había transmitido una sensación de calidez y añoranza muy, muy diferente de la aterradora frialdad azul de aquel ojo de hielo.
—No —negó él—. Es lo que brilla sobre nuestras cabezas. Como en las historias de mi madre. La señal que guía a los viajeros.
—Deja de decir tonterías. No hay ninguna...
—La señal que guía a los viajeros —interrumpió él—, hasta el palacio de la Emperatriz. Es la luz que baña sus dominios. El Reino Etéreo.
Un escalofrío de miedo recorrió la espina dorsal de Bipa.
—Eso no existe —murmuró—. La Emperatriz es un cuento de niños.
—Pero su luz brilla en el cielo, tú la has visto igual que yo —replicó Aer; de pronto había recuperado su espléndida sonrisa—. Buenas noches, Bipa. Que la luz de la Emperatriz te guíe en la tormenta.
Bipa iba a decir algo, pero él no la dejó. Aún sonriendo, la besó en la frente y se perdió en la oscuridad de la noche.
La muchacha se quedó un momento en la puerta, sin ser capaz de reaccionar. Cuando por fin pudo cerrar, se llevó una mano temblorosa a la frente. Le había sorprendido el gesto de él, pero más todavía el sentir que sus labios tenían el tacto frío de un cadáver.
Al día siguiente, Bipa fue a ver a Maga antes de ir a buscar el rebaño.
Maga era la
chamana
de la Comunidad. Nadie sabía qué significaba exactamente la palabra «chamana». Tal vez tuviera algo que ver con los amplios conocimientos que Maga tenía sobre la vida o sobre el mundo en general. O quizá estuviese relacionada con su capacidad para curar a la gente, o con la forma que tenía de ser el centro de la comunidad sin ser realmente una líder, sin impartir órdenes ni promulgar leyes. Bipa creía que «chamana» significaba «sabia».
Nadie sabía tampoco qué edad tenía Maga. Llevaba allí tanto tiempo que hasta los más ancianos del lugar recordaban haber ido a visitarla de niños, para pedirle consejo. Y, sin embargo, a simple vista Maga no daba la impresión de ser tan vieja. Tenía el aspecto de una mujer madura, de rostro bondadoso, cuyos ojos parecían contener la respuesta a todas las preguntas. Los niños crecían, los adultos envejecían con el paso del tiempo, pero Maga permanecía siempre igual. Y eso, lejos de inquietar a los habitantes de las Cuevas, los tranquilizaba. Era reconfortante saber que, pasara lo que pasase, Maga siempre estaría ahí, con sus manos milagrosas, su cálida sonrisa y sus sabias palabras.
Aquella mañana, Bipa sentía más frío de lo normal. A pesar de haberse abrigado bien, se estremecía sin saber por qué, como si un soplo del invierno eterno se hubiese instalado en su corazón. Maga percibió su gesto serio y preocupado mientras las dos machacaban raíces en sendos morteros.
—¿Qué te pasa hoy, Bipa? ¿Te encuentras mal?
Ella no tuvo tiempo de responder. La
chamana
dejó a un lado el mortero y colocó una mano sobre su frente. La gema que pendía de su cuello, a la que ella llamaba «Ópalo» y que era el símbolo de su rango, relució un instante como un corazón en llamas. Inmediatamente, una sensación reconfortante se extendió por todo el cuerpo de Bipa.
—Gracias —murmuró ella—. Tenía frío.
—Pero no estás enferma —observó Maga; pensativa, retiró la mano y jugueteó con su amuleto—. ¿Has pasado mucho tiempo a la intemperie?
—Sólo un rato —respondió ella, y le contó su breve salida nocturna con Aer. Maga suspiró, preocupada.
—Ese chico... No importa cuántas veces se lo advierta, sus sueños son más poderosos que su sentido común.
—Estaba muy raro anoche, cuando nos despedimos —recordó Bipa—. Después de contemplar la estrella no parecía el mismo.
Maga la miró un instante. Después dijo con suavidad:
—Hace mucho tiempo, tanto que ya nadie lo recuerda, el mundo era cálido y lleno de colorido. En el cielo brillaba siempre una luz a la que llamábamos el
Sol
, una bola de fuego que calentaba a todas las criaturas y hacía que las plantas crecieran altas y vigorosas —al decir esto, sostuvo su
Ópalo
entre las manos; y Bipa se dio cuenta de que la joya se parecía al círculo rojo de las pinturas de la pared, y también al sol que Maga describía—. Pero entonces llegó el invierno... y ya no nos dejó.
—¿Qué fue del
Sol
? —preguntó Bipa, estremeciéndose.
Maga se encogió de hombros.
—Sigue ahí, en alguna parte. Lo sabemos porque aún existen la noche y el día, y eso significa que el
Sol
todavía sigue emergiendo por el horizonte cada mañana. Pero la niebla, las nubes y la nieve nos impiden verlo.
»Y en las noches más claras puede observarse la
Estrella
, fría e inquietante, una luz que no calienta y que, según algunas leyendas, señalaba la ubicación del Reino Etéreo y del palacio de la Emperatriz.
Bipa sacudió la cabeza.
—¿Existe realmente esa Emperatriz?
—No lo sabemos —respondió Maga—, porque de allí nunca ha vuelto nadie para confirmarlo.
Bipa meditó sobre sus palabras.
—¿Y la
Estrella
ya existía en tiempos antiguos? —quiso saber.
Maga reflexionó.
—Las leyendas hablan de la existencia de un astro llamado
Luna
—dijo al fin—. Pero dicen que era blanco y que cambiaba de forma cada noche. Podría ser que estuviesen equivocadas y que la
Estrella
fuese en realidad la
Luna
de las leyendas. No lo sé.
Bipa calló un momento.
—¿Por qué me has contado esto? —preguntó entonces.
—Para que entiendas un poco mejor la naturaleza de la
Estrella
. Dicen que en la región sobre la cual brilla no nieva nunca, ni hay tormentas, ni hace tanto frío como aquí. Pero ahora que la has mirado cara a cara, tal vez comprendas que, a pesar de todo, es más seguro habitar en las Cuevas, lejos de su luz azulada. Lamentablemente, Aer no opina igual que yo.
—Comprendo —murmuró Bipa.
Hubo un breve silencio. Entonces Maga dijo:
—Se te va a hacer tarde. Vete a sacar al rebaño, ¿de acuerdo?
—Pero... no he terminado con esto...
—Yo me ocuparé. Habrá muchas otras ocasiones de preparar este remedio, no te apures.
Bipa asintió, aunque aún se sentía algo culpable. Todos los jóvenes tenían la obligación de ir a visitar a Maga regularmente para aprender de ella. Era importante que sus conocimientos se transmitieran y se conservaran, pero a menudo Bipa tenía la sensación de que ni yendo a visitarla todos los días durante el resto de su vida llegaría a saber la mitad de lo que ella sabía.
Por ejemplo, nadie en las Cuevas era capaz de curar a los enfermos de la forma en que ella lo hacía. La gente estaba al corriente de que tenía algo que ver con el
Ópalo
que pendía de su cuello, pero nadie entendía cómo funcionaba la piedra ni cuál era su relación con los misterios de la salud y la enfermedad. Maga solía decir que el
Ópalo
era un regalo de la Diosa.
Y, como cumplía su función, nadie veía la necesidad de indagar más.
Nadie, salvo Aer, naturalmente.
Bipa se despidió de Maga y se encaminó hacia el corral para llevar a cabo su trabajo de pastoreo. Pronto se olvidó de la
Estrella
, de aquel extraordinario
Sol
que, según Maga, había alumbrado el mundo en días pasados, del comportamiento de Aer y del frío que la
chamana
había desterrado de su alma. El resto del día transcurrió tranquilo y monótono, en un ambiente más silencioso de lo habitual debido a la ausencia de los cazadores.
Al anochecer, Bipa aún no se había tropezado con Aer, pero eso no le extrañó.
Se retiró a su casa, se puso cómoda, encendió el fuego, cerró bien la puerta y preparó la cena.
Cuando estaba ya en la cama, alguien llamó con insistencia.
Con un suspiro exasperado, Bipa se levantó y fue a abrir, imaginando que sería Aer otra vez. Sin embargo, quien le aguardaba fuera, con el rostro teñido de preocupación, era Nuba.
—Buenas noches... —empezó Bipa, sorprendida, pero la mujer la cortó:
—¿Has visto a Aer?
Bipa abrió la boca, perpleja, pero no se le ocurrió nada que decir. Nuba pareció darse cuenta de su desconcierto, porque se corrigió:
—Perdona... Buenas noches, Bipa. Estoy buscando a Aer. No lo he visto en todo el día, y me preguntaba si tú...
No llegó a completar la frase. Se quedó mirando a la chica, suplicante.
En otras circunstancias, Bipa le habría respondido que no era necesario preocuparse, pues Aer desaparecía a menudo, y sin duda regresaría pronto. Pero no pudo evitar recordar la
Estrella
, aquel ojo gélido e inhumano, y la expresión de Aer al contemplarla.
—Pasa, no te quedes en la puerta —la invitó—. Acércate a las brasas.
Nuba entró, pero permaneció junto a la entrada, inquieta. Bipa hizo ademán de aproximarse a la cocina para preparar algo caliente, pero el nerviosismo de Nuba era palpable, y comprendió que no podía esperar más.
—No, no lo he visto desde ayer por la noche —dijo.
Nuba frunció el ceño.
—¿Ayer por la noche?—repitió.
—Vino a buscarme para enseñarme algo que había en el cielo.
Nuba palideció.
—La
Estrella
de la Emperatriz. La que guía a los caminantes hacia el Reino Etéreo.
—Se veía muy clara anoche —asintió Bipa, con un leve tono de reproche en la voz—. ¿Le contaste tú todo eso sobre el Reino Etéreo? Porque él cree que es cierto.
—Es que es cierto —replicó Nuba—. Aer... como su padre... siente la llamada de la Emperatriz. Y ahora ha ido en su busca —concluyó, desolada.
Bipa la miró, muy seria, preguntándose cómo era posible que los adultos pudieran cometer en ocasiones estupideces propias de un niño pequeño.
—¿Y qué harás si decide ir a buscar ese palacio? ¿No habría sido mejor no decirle nada al respecto?
Nuba sonrió tristemente.
—Habría sido lo más fácil —admitió—, pero no lo correcto. Aer tenía derecho a saber de dónde procede y por qué es diferente.
—Tú lo has hecho diferente —replicó Bipa sin poderse aguantar—. ¿De qué le van a servir todas esas historias si se marcha a buscar a la Emperatriz y muere congelado?
Nuba la miró, dolida, pero no fue capaz de responder. Bipa sabía que estaba siendo dura, pero le parecía una situación tan absurda que no podía evitar decir lo que pensaba. Con un suspiro impaciente, fue a buscar su abrigo.
—Vamos a decírselo a Maga —decidió—. Tal vez ella sepa qué hacer.
No había en las Cuevas muchas personas capaces de unirse a la búsqueda. Los adultos seguían de cacería, y en el poblado sólo quedaban los ancianos, los niños y los más débiles. Con todo, Maga organizó un grupo de rastreo con los chicos y chicas jóvenes. Por fortuna seguía habiendo buen tiempo, y aunque la niebla cubría completamente el cielo, ocultando la lejana
Estrella
que había seducido a Aer, no nevaba ni soplaba el viento.
Al amanecer, los jóvenes regresaron a sus casas, agotados y sin haber hallado ni rastro de Aer, para desesperación de Nuba.
Un rato más tarde regresaron por fin los cazadores. Traían buenas piezas, aunque no habían dado con ninguna bestia, y venían cansados, pero de buen humor. No obstante, en cuanto se enteraron de la desaparición de Aer organizaron rápidamente una batida y sustituyeron a los jóvenes en la búsqueda.