Read La emperatriz de los Etéreos Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil
—Diles que me suelten —rogó—. Sólo quiero llegar hasta Aer. Sólo quiero hablar con él. Por favor... he venido desde muy lejos... —se le quebró la voz y no pudo continuar.
«Es inútil, Bipa —dijo Alma—. El chico tiene derecho a intentar la
Ascensión
. No debes estorbarle.»
—¿La
Ascensión
adónde? ¿Al palacio de la Emperatriz? —Bipa se revolvió entre las garras invisibles de sus captores—. ¡Pero no puedo permitirlo! ¡Necesito hablar con él!
«Es culpa tuya —dijo entonces la voz del Invisible al que ya conocía—. ¿No te has parado a pensarlo? Si hubieses
Cambiado
, serías inmaterial ahora. Y nadie podría retenerte. Eres tú la que has caído en tu propia trampa. Tú y tu obstinada resistencia a
Cambiar
.»
—Pero... ¡pero Aer todavía no ha
Cambiado
! —protestó ella.
«¿Estás segura?»
Con el corazón en un puño, Bipa contempló la esbelta silueta de su amigo. Parpadeó. No, no era una ilusión óptica producida por la niebla. Realmente, sus contornos estaban borrosos. Y su figura no era del todo sólida. Podía ver a través de él.
Para todos los casi-
etéreo
s allí reunidos, aquello era una buena señal. Significaba que Aer había evolucionado hacia un estadio superior.
Pero Bipa, egoístamente tal vez, sólo podía pensar en que lo estaba perdiendo.
—¡¡AER!! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones y de su desesperación.
El grito resonó por todo el valle y conmocionó a sus silenciosos habitantes. Bipa sintió que los invisibles le clavaban los dedos con más violencia, pero no le importó.
Porque Aer se había dado la vuelta y los estaba mirando.
Bipa contuvo el aliento. Su cabello era ya blanco, tan blanco que brillaba entre la niebla, y tan fino y ligero que flotaba en torno a él. En un rostro casi cadavérico, de la frialdad de una flor de escarcha, sus ojos parecían más enormes que nunca y relucían como dos gotas de cristal azul.
Aquél era el único toque de color en él: aquellos ojos que atesoraban en sus pupilas el brillo de la
Estrella
de la Emperatriz.
Y estaba tan, tan delgado... a Bipa se le encogió el corazón. Parecía frágil como el más fino cristal, ligero como un soplo de brisa.
«Su cuerpo ya casi no existe —dijo Alma, con respeto—. Pronto podrá
Ascender.
Si su voluntad es lo bastante poderosa, tal vez sea capaz de pasar a la última fase del
Cambio
ahora mismo.»
Aquello fue más de lo que Bipa podía soportar. Los casi-
etéreo
s se habían sumido en un silencio reverencial y observaban a Aer, conscientes de la importancia del momento.
Pero Bipa no podía quedarse callada.
—¡Aer! —gritó—. ¡Soy yo, Bipa! ¡He venido a buscarte!
La mirada del joven resbaló sobre los presentes, clara, cristalina y sutil, sin detenerse en Bipa siquiera por un instante, como si no la viera o no la reconociera. Entonces, lentamente, Aer dio media vuelta, alzó la cabeza hacia la
Estrella
y abrió los brazos.
—¡Aer! —gritó de nuevo Bipa—. ¡Estúpido cabeza hueca! ¡Vuélvete! ¡Mírame! ¡No sigas con esto o lo lamentarás!
«Cállate —cortó el Invisible con brusquedad—. Está
Cambiando.
¿No lo ves?»
En efecto, la muchacha se daba cuenta de que la figura de Aer era cada vez más tenue. Se estaba transformando en un
etéreo
. Ante sus ojos. Y ella no podía hacer nada para evitarlo.
«Oh —suspiró Alma—. Un recién llegado. Y tan joven. Debía de ansiarlo con todas sus fuerzas, porque la Emperatriz le ha concedido su deseo.»
«Los hay que nacen con suerte», comentó el Invisible.
Bipa contempló, impotente, cómo los pies de Aer se separaban del suelo y el muchacho comenzaba a flotar, lentamente, cada vez más alto.
Un murmullo de envidia y admiración llegó hasta la mente de Bipa, procedente de las filas de los casi-
etéreo
s, las criaturas invisibles e inmateriales que aguardaban a perder los últimos rastros de su corporeidad.
«Miradlo... —decían—. Está
Ascendiendo.
»
Bipa sacudió la cabeza.
—Esto no puede estar pasando —murmuró—. No es más que un mal sueño...
«Míralo —dijo Alma—. Está
Ascendiendo
. Sólo alguien que lo haya deseado desde hace mucho tiempo podría conseguirlo al primer intento.»
Bipa recordó las palabras de Aer, muchos años atrás, cuando ambos eran niños. Había jurado que llegaría al palacio de la Emperatriz.
«Si tanto te importa —dijo el Invisible—, ¿por qué quieres apartarlo de su sueño?»
Bipa apretó los puños y alzó la cabeza, con renovada decisión.
—Porque su sueño lo matará. No me importa que después me odie durante el resto de su vida. He de sacarlo de ahí. ¡Aer! —gritó—. ¿Me oyes? ¡Te llevaré de vuelta a casa, lo quieras o no!
Luchó de nuevo por desasirse, con todas sus energías, con una fuerza nacida de la desesperación. Por fin, logró liberarse de aquellas manos blandas que la retenían y echó a correr, gritando el nombre de Aer.
Oyó las voces de los casi-
etéreo
s en su mente, pero ya no les prestó atención.
«¡No la dejéis marchar!»
«¡Sujetadla!»
«Es igual; dejadla ir. Después de todo, no logrará
Ascender
.»
Bipa llegó al pie del gigantesco prisma de cristal. Miró hacia arriba, entre la niebla, pero sólo pudo ver una helada y deslumbrante luz azul.
Y Aer flotaba, cada vez más alto, lejos de su alcance.
—¡Aer! —gritó Bipa.
Pero él seguía sin escucharla.
Bipa trató de saltar, pero resultaba obvio que era demasiado pesada. Se sintió desfallecer. Jamás lograría alcanzar a su amigo.
Pero tenía que hacerlo. Debía hacerlo porque, si lo perdía de vista esta vez, ya no habría más ocasiones.
Oprimió el
Ópalo
entre sus manos, rogando a la Diosa que le ayudase a arrebatarle a la Emperatriz aquel muchacho atolondrado y encantador.
«No dejes que se lo lleve —suplicó—. Por favor, a él no.»
Pero no tenía modo de seguirlo. Ella era Bipa la
opaca
, Bipa la corpórea, la pesada, la voluminosa. Jamás lograría volar del modo en que él lo hacía.
Para ello, recordó, había que transformarse en
etéreo
. Había que
Cambiar
.
Y para
Cambiar
se necesitaban dos cosas: la luz de la
Estrella
y la voluntad de
Cambiar
. Incluso en aquel momento en que la vida de Aer dependía de ello, Bipa no deseaba
Cambiar
. No quería ser más pálida, más delgada, más transparente, más
etérea
. Y en cuanto al otro requisito, su
Ópalo
la había protegido en gran medida de aquella inhumana luz azul.
No había ninguna posibilidad.
¿O tal vez sí?
También había creído, al borde del Abismo, que sería incapaz de volar.
Y, no obstante, se había arrojado al vacío y había cruzado al otro lado. Y no lo había hecho hipnotizada por la luz de la
Estrella
, ni llevada por su deseo de
Cambiar
.
Cerró los ojos un momento.
«Tal vez lo que me haga falta —se dijo—, sea voluntad a secas.»
Volvió a abrir los ojos y le gritó a Aer, que seguía elevándose hacia la morada de la Emperatriz:
—¡Aer! ¡Espérame, que voy contigo! ¡Volaré si es preciso, pero te juro que voy a llegar ahí arriba y voy a obligarte a bajar! ¡Y lo digo en serio!
No obtuvo respuesta, pero tampoco la esperaba. Rauda como el pensamiento, se quitó la cadena con el
Ópalo
y la enrolló a su muñeca para no perderla, de modo que la piedra no quedara en contacto con su piel. De inmediato, se sintió más ligera.
Aer seguía ascendiendo. La Emperatriz lo reclamaba para sí, y era una soberana impaciente y caprichosa. Con creciente angustia, Bipa comprobó que ya era difícil distinguirlo, no sólo a causa de la niebla y la distancia, sino también porque su silueta iba haciéndose cada vez más tenue, como las últimas gotas de lluvia tras la tormenta.
—¡Aer! —gritó—. ¡No! ¡Espera! ¡No te vayas!
No debía dejarlo marchar.
No podía dejarlo marchar.
Y, mientras, la luz azul de la
Estrella
se colaba por sus retinas e inundaba su ser, pintando su alma con el resplandor de la Emperatriz.
No podía dejarlo marchar.
Apenas notó que se volvía más ligera y que sus pies se despegaban del suelo. Ya no oyó en su mente los murmullos de los casi-
etéreo
s que los contemplaban desde abajo.
Sólo tenía ojos para Aer, que se elevaba cada vez más y más lejos...
Tenía que alcanzarlo, como fuera.
—¡Aer, vuelve! —gritó; y después—: ¡No puedo dejarte marchar!
Siguió llamándolo, ajena a todo lo demás, sin ser consciente de que levitaba, flotaba, volaba y estaba cada vez más lejos del suelo. Lo único que le importaba era que estaba cada vez más cerca de Aer.
Podría haber sido un instante o una eternidad, o ambas cosas. Pero, cuando Bipa llegó por fin a la altura de Aer, tuvo la sensación de que el tiempo ya no existía.
No tenía ya voz para llamarlo. Alargó la mano y trató de sujetarlo por un pie.
Pero sus dedos no lograron aferrarlo. El joven, haciendo honor a su nombre, parecía haberse vuelto tan inconsistente como el aire.
Inmaterial.
Casi-
etéreo
.
«No puede ser», pensó Bipa, horrorizada, y la angustia la hizo flotar un poco más alto. Cuando pudo mirarle a la cara se dio cuenta, con espanto, de que Aer ya casi no era Aer. Se había convertido en una sombra, en un espectro.
Pronto, comprendió, desaparecería sin más.
—¡Aer, escúchame! ¡Mírame! —insistió.
Pero el muchacho seguía sin reaccionar. Sus ojos estaban fijos en la luz de la
Estrella
, y su rostro parecía haberse congelado en una permanente expresión de éxtasis.
Bipa alzó la mirada para ver qué era lo que lo tenía tan embrujado. Era la primera vez que lo hacía desde que comenzara su
Ascensión.
Antes, sólo había tenido ojos para Aer.
Ahora podía contemplar la verdad en toda su inmensidad.
Y echó de menos los cuentos de Nuba. Porque eran mucho más amables que la espantosa realidad que los aguardaba.
No había ningún palacio. No había ninguna Emperatriz.
En lo alto de aquel prisma cristalino sólo estaba la
Estrella
, aterradora, voraz, que los atraía hacia ella como una piedra imán.
Bipa sentía su hambre, su deseo de atraparlos. Con horror, vio que su propia mano comenzaba a transparentarse. Como había sospechado, era la propia
Estrella
la que volvía
etérea
s a las personas.
La
Estrella
era la Emperatriz de las leyendas.
Había descendido de los cielos en tiempos remotos, y su luz azul había ido despojando a las cosas, a los animales y a las gentes de su corporeidad. Como un niño que le quita la cáscara a un fruto seco para devorar el interior, así iba la Emperatriz desnudando a los espíritus de sus cuerpos para, por fin, alimentarse de su esencia.
De esa manera, con el tiempo, fue acabando con toda la vida que recubría el planeta. Y éste se volvió frío en su superficie, pero conservó sus últimas fuerzas en el interior.
Sin saberlo, las gentes de las Cuevas y otras comunidades similares eran rebeldes en un mundo gobernado por la inhumana Emperatriz, la
Estrella
azul que descendió de los cielos. Ellos adoraban a la Diosa de la vida en un mundo donde los que veneraban a la Emperatriz, hipnotizados por su frío resplandor, despreciaban todo lo que los rodeaba y soñaban con liberarse de sus cuerpos para ofrecer sus espíritus a su hambrienta señora.
Y, ahora, la Emperatriz, aquella estrella que se alimentaba de almas, iba a devorarlos a ellos también.
Bipa lo supo en el mismo instante en que la luz de la Emperatriz rozó su retina. Después de tantísimo tiempo devorando la esencia de todas las cosas vivas que había sobre la tierra, a la Emperatriz le quedaba ya poco de qué alimentarse. Aquella criatura llevaba mucho tiempo pasando hambre. Y no podía hacer nada al respecto, puesto que estaba varada en aquel mundo, el mundo que ella misma había asolado, sin posibilidad de escapar.
Y, por eso, Bipa y Aer tampoco escaparían. Porque ella no se podía permitir el lujo de dejarlos escapar.
La chica trató de sujetar a su amigo, pero, una vez más, lo encontró tan incorpóreo que fue como intentar capturar al viento con los dedos.
—No, Aer, no —le suplicó—. No te vayas.
En un impulso, alzó el
Ópalo
, que aún pendía de su muñeca, y pasó la cadena por la cabeza del joven. «Diosa, mantenlo atado a este mundo —le rogó—. Devuélvele su cuerpo, el cuerpo que creció en el vientre de su madre igual que las semillas que se alojan en tu seno. Diosa, te lo suplico, ayúdame: ayúdale.»
Dejó caer el
Ópalo
.
Pero, ante su horror, la piedra atravesó limpiamente la imagen de Aer, amenazando con precipitarse al vacío. Sin embargo, en el último momento, la cadena quedó enganchada en la punta del pie de Aer.
La piedra que había otorgado vida al cuerpo inerte de Nevado devolvía ahora parte de su materialidad a una vida sin cuerpo.
Bipa recuperó el colgante y volvió a ponérselo a Aer en el cuello.
Y esta vez se quedó allí.
Llorando de alivio, abrazó a su amigo por primera vez en mucho, mucho tiempo. Su cuerpo parecía frágil y poco consistente, por lo que ella no quiso estrecharlo con mucha fuerza. Pero sí trató de infundirle calor, puesto que Aer le transmitía la frialdad de un gólem de hielo.
Debido a la influencia del
Ópalo
, o a la corporeidad recuperada de Aer, o a ambas cosas, los dos comenzaron a caer, lentamente.
Entonces él la miró; y sus ojos, claros y brillantes, parecían dos réplicas exactas de la estrella azul.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, con una voz tenue, casi inexistente.
—Voy a sacarte de aquí —dijo Bipa, resuelta—. Voy a salvarte. Escaparemos juntos...
—Yo no quiero escapar —cortó Aer, separándose de ella con brusquedad—. Voy a llegar hasta la Emperatriz. Seré
etéreo
. Seré
eterno
.